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El monstruo de las siete bocas
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Rubén Amón

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El monstruo de las siete bocas

La erupción de un volcán es la noticia perfecta, aunque el espectáculo del fuego convoca las viejas supersticiones y atribuye a la naturaleza una misión justiciera

Foto: Volcán de La Palma. (Reuters)
Volcán de La Palma. (Reuters)
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No cabe definición más sugestiva y cautivadora que el monstruo de las siete bocas, el volcán que refulge con los piroclastos, el temblor de la tierra. Las imágenes nos hipnotizan y nos atraen. E inducen un estado de opinión que oscila del adanismo a la frivolidad, entre otras razones, porque la vulnerabilidad de las sociedades tecnológicas y posmodernas se interpreta como la pequeñez del hombre frente a la voluntad de la madre tierra.

La madre tierra no tiene voluntad. Clasificarlas así —a la madre tierra, a la voluntad— forma parte del mismo proceso de humanización con que tratamos de encontrar respuestas a preguntas equivocadas.

Foto: Reuters.

La naturaleza no es buena ni es mala. La naturaleza “es”. La tentación de atribuirle intenciones y pedir explicaciones a la hostilidad de un terremoto o a la belleza de los almendros en flor redunda curiosamente no ya en el enfoque antropocéntrico y hasta antrópico, sino en una suerte de regresión al atavismo de las supersticiones. Ninguna manera mejor de convocarlas que el fuego y que los temblores. La erupción del volcán de La Palma nos ha reunido de nuevo en la caverna, en el estupor y en la lumbre.

Hubo en tiempo en que creímos que los dioses hablaban por la boca de los cráteres. Por eso sacrificábamos en sus fauces bestias y humanos, pensando que la sangre de los mártires apagaría la ferocidad. Y, por otras razones más poéticas, Empédocles se arrojó a la garganta del Etna, ensimismado en su pesimismo, “pues vemos la tierra por la tierra, el agua por el agua, el aire por el aire celeste, el fuego igualmente por el fuego destructor, el amor por el amor y el odio por el funesto odio”.

Estamos delante de la noticia perfecta en su estética, en el sensacionalismo que despierta. No hay imagen más poderosa que el espectáculo de la erupción y de las coladas de lava. Por eso reparamos menos en la devastación de los incendios. En los destrozos. En las cifras de evacuados y de damnificados. Y en la transformación del propio hábitat que implica el crecimiento de la isla: el natural y el urbanizado.

Es a la vez pintoresco y ridículo relacionar la erupción como un escarmiento a la vanidad de los hombres. No existíamos los 'sapiens' siquiera cuando empezó a formarse la isla de La Palma, hace dos millones de años.

Semejante evidencia no contradice la ambición y la creatividad con que los humanos han pretendido “domesticar” la naturaleza. Para subsistir en ella. Para defenderse de ella. Para vivir de ella. Y también para perjudicarla, aunque la gran paradoja que tienen delante de sí los adanistas justicieros consiste en que la erupción del monstruo de las siete bocas amenaza seriamente el calentamiento global a cuenta de las emisiones tóxicas.

Foto: Erupción y liberación de gases y cenizas en Cumbre Vieja. (Reuters)

La naturaleza existió antes de los humanos y sobrevivirá a los humanos también cuando nos extingamos. Por eso nos produce tanto vértigo asomarnos a la nada. Y por esa razón el ecologismo doctrinal —no así el científico— se ha convertido en una nueva religión. Hay un ecologismo científico de inequívoca credibilidad que se esmera por la custodia necesaria del planeta. Y hay un ecologismo doctrinal y confesional que recrea la naturaleza desde una perspectiva moral y moralizante. Y que la exhibe como una suerte de orden armónico, superior, que relativiza la especificidad de los humanos. O que los convierte en enemigos del plan divino. Dios ha vuelto a hablar por las siete bocas de Cumbre Vieja.

No cabe definición más sugestiva y cautivadora que el monstruo de las siete bocas, el volcán que refulge con los piroclastos, el temblor de la tierra. Las imágenes nos hipnotizan y nos atraen. E inducen un estado de opinión que oscila del adanismo a la frivolidad, entre otras razones, porque la vulnerabilidad de las sociedades tecnológicas y posmodernas se interpreta como la pequeñez del hombre frente a la voluntad de la madre tierra.

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