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Adelina Patti: la soprano 'madrileña' que asombró al mundo (I)
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Rubén Amón

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Adelina Patti: la soprano 'madrileña' que asombró al mundo (I)

De manera accidental y accidentada, la gran diva del siglo XIX nació en el foro, e inició en la capital una deslumbrante carrera que alcanzó a las páginas de Ana Karenina y a disputar un pulso geopolítio

Foto:  Una mujer observa el retrato de Adelina Patti (1886), pintado por James Sant. (EFE/Yuri Kochetkov)
Una mujer observa el retrato de Adelina Patti (1886), pintado por James Sant. (EFE/Yuri Kochetkov)

He tenido la fortuna de haber visitado otra vez la librería​ Argosy, templo neoyorquino de la calle 59 cuya quinta planta aloja una cámara acorazada que reúne las primeras ediciones y a la que se accede en un ascensor doméstico. Con puerta de rejilla metálica. De las que chirrían e incitan a la sugestión, como si fueran luego a preguntarte la contraseña.

Te custodian el ascensorista y otro empleado, aunque empleado se antoja un sustantivo demasiado restrictivo. Parece más idóneo hablar de bibliotecario. O de consultor. Porque Argosy no es una librería para turistas ni para transeúntes, sino un zigurat para bibliómanos y mitómanos, identificables unos y otros en el silencio y la aprensión con que se manejan entre los anaqueles. Mirándose los unos a los otros con discreción como si estuvieran protagonizando el desenlace de “Farenheit 451”. Fundó la librería Louis Cohen en 1927. Y no lo hizo inspirándose en un “pulp” bastante popular en la época, “Argosy”, sino en el sobrenombre de los galeones españoles cuyas bodegas alojaban memorables tesoros.

Foto: Las dueñas de la tienda (L. F.)

Se explica así, probablemente, que el sótano de la propia librería neoyorquina sea particularmente apreciado entre los prosélitos. Por las oportunidades que allí se alojan. Por los precios que recompensan el escrúpulo de la búsqueda. Por la dramaturgia claustrofóbica. Y por los mapas de viajes que engrosan la colección, igual que sucede con la sección de fotografías dedicadas y de manuscritos.

Empezando por los de Roosevelt, cuya amistad al patriarca Cohen redundó en una vinculación literaria de la que formaron parte Scott Fitzgerald y William Faulkner, asiduos bibliómanos de Argosy, canonizados ambos en el paraíso de la quinta planta. La sexta planta, no menos enigmática, reviste interés porque allí se alojan los grandes documentos autógrafos. Y no solo de escritores, sino de principales figuras de la política, del deporte. Y de la ópera…

placeholder Adelina Patti en 1869.
Adelina Patti en 1869.

Menciono la categoría porque me avine a comprar una dedicatoria de Adelina Patti. No es que sea muy extensiva ni locuaz -“Sincerely yours, Adelina Patti, New York 1864”-, pero el documento en cuestión aparece enmarcado con una imagen carismática y solemne de la diva... madrileña.

Madrileña no quiere decir que fuera siquiera española, porque Adelina Patti era italiana y termino siendo inglesa. Madrileña quiere decir que nació en Madrid y que llegó a profesarse castiza en alguna entrevista, aunque las razones de su alumbramiento en el foro difícilmente pueden sustraerse a la accidentalidad ni despojarse de un amago de maldición.

Su madre era soprano y se encontraba en Madrid cantando “El barbero de Sevilla” horas antes del parto

Para entenderlo, el amago, urge evocar que su madre era soprano y que se encontraba en Madrid cantando “El barbero de Sevilla” unas horas antes del parto. No quiso que la sustituyeran en la vigilia del nacimiento. Y “sobrevivió” a las contracciones y a los dolores hasta el extremo de desmayarse entre bambalinas y de reanimarse ella misma entre la estupefacción de sus colegas. La voz resistió lo que pudo. No sólo aquella velada de contradictorios presagios -”El barbero” fue desde su estreno en Roma una suerte de ópera maldita-, sino en los días sucesivos al nacimiento de Adelina. Ocurría que Catalina Chiesa Barilli no lograba cantar como antaño. La neonata la había dejado exhausta y le había exigido un sacrificio extremo: una voz agonizaba, otra voz nacía.

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Adelina Patti en 1861.

Niña prodigio fue y fue prodigio adulta la Patti, de forma que su madre encontró recompensada la desgracia que había supuesto retirarse, dejar Madrid porque no había trabajo y trasladarse con el clan a Nueva York porque allí residía su yerno, el profesor Strakosh, y se le prometía un horizonte expedito. Strakosh. Parece un personaje de Woody Allen en la propia resonancia del apellido y en el exotismo moravo, pues de Moravia emigró Strakosh hasta Manhattan con las inquietudes del nuevo mundo y con la ocasión de emplearse como profesor de música y sagaz empresario.

Se explica así que entregaran en su regazo a la mesiánica Patti. Y se explica un poco menos que la sobreexplotaran, no ya con las giras de exhibición -en EEUU, Puerto Rico y Cuba-, sino con la planificación de un eslogan -La maravillosa niña primadonna- que predisponía el estajanovismo y que tenía como reclamo el aria de “Casta Diva”.

El New York Herald intuía que Patti iba a convertirse en una gloria hegemónica del siglo XIX

El New York Herald intuía que Patti iba a convertirse en una gloria hegemónica del siglo XIX. Realmente lo fue, hasta el extremo de que su liderazgo en el escalafón si quiera consintió la dialéctica de una sola competidora más o menos duradera. Adelina Patti ganaba más dinero que ninguna soprano, engendraba más riqueza que cualquier otra colega en los teatros y había conocido en vida su propio proceso de mitificación.

Los ejemplos más elocuentes al respecto pueden encontrarse entre las páginas de “Ana Karenina”, “El retrato de Dorian Gray” y “Nana”. Tolstoi, Oscar Wilde y Zola no sólo la elogian, la mencionan y la idolatran en sus respectivas novelas. Le garantizan la posteridad más allá del reconocimiento que le ha procurado la ópera. Patti no fue sólo la mejor cantante que Verdi dijo haber visto y escuchado nunca.

Se convirtió en un fenómeno social y en la protagonista de una disputa geopolítica

Se convirtió en un fenómeno social y en la protagonista de una disputa geopolítica. Hasta el presidente Abraham Lincoln quiso adoptarla. Le conmovió que la diva tuviera la delicadeza de cantar en la Casa Blanca (1862) una canción entrañable de John Howard Payne, “Home sweet, home” que evocaba al presidente americano la desgracia de su hijo muerto. El pequeño Willie había fallecido de fiebres tifoideas. Y la pequeña Patti lo envolvía con el sudario de su voz en el fervor de los profundos recuerdos.

“Home, sweet home”. Hogar, dulce hogar, fue la la propina favorita de la cantante en sus primeros recitales planetarios. Y curiosamente la melodía, la banda sonora de su propio desarraigo. Criada en el Bronx, prodigio itinerante, ídolo de la familia Romanov, italiana de sangre, prima donna del Covent Garden, musa sublime en París... y madrileña.

Tan madrileña que la partida de bautismo menciona que el nombre completo de la soprano era Adela Juana María, en español. Y que resultó ungida en la iglesia parroquial de San Luis, ya desaparecida pero ubicada en la madrileñísima calle de la Montera. Tan madrileñísima como la calle Fuencarral donde fue alumbrado el prodigio, desmintiéndoselas leyendas más estrafalarias que intoxicaron la crónica del parto. Las contaremos en el próximo episodio, porque la vida de la Patti fue un folletón indescriptible.

He tenido la fortuna de haber visitado otra vez la librería​ Argosy, templo neoyorquino de la calle 59 cuya quinta planta aloja una cámara acorazada que reúne las primeras ediciones y a la que se accede en un ascensor doméstico. Con puerta de rejilla metálica. De las que chirrían e incitan a la sugestión, como si fueran luego a preguntarte la contraseña.

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