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El cuatrienio glorioso de Napoleón Bonasánchez
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Rubén Amón

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El cuatrienio glorioso de Napoleón Bonasánchez

El presidente del Gobierno, reconocido en Europa y eficaz en las políticas sociales, ha logrado una estabilidad insólita al precio de la degradación del hábitat institucional y de la crispación de la nación

Foto: El jefe del Gobierno, Pedro Sánchez, en la Moncloa. (EFE/Kiko Huesca)
El jefe del Gobierno, Pedro Sánchez, en la Moncloa. (EFE/Kiko Huesca)
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Puede que la mayor proeza política de Pedro Sánchez en estos cuatro años de gobierno consista precisamente en haber cumplido cuatro años. Y en haber logrado una estabilidad que contradice su precariedad parlamentaria y que le ha permitido sacar adelante los decretos y las leyes fundamentales, casi siempre amparado en la astucia con que ha manejado la geometría variable. Los proyectos legislativos que rechazaban sus socios se los han terminado apoyando sus enemigos. Y al revés, de tal manera que Sánchez tiene delante la oportunidad de franquear un quinquenio en la Moncloa y la dicha de recrearse en los cadáveres que se han amontonado en su camino desde que prosperó la moción de censura aquel 1 de junio de 2018.

El más elocuente y concreto fue el de Mariano Rajoy, pero el inventario de bajas que arrastra el sanchismo tanto concierne a los camaradas que él mismo purgó —Ávalos, Redondo, Calvo…— como a los 'golden boys' que fantasearon con derrocarlo: Casado, Albert Rivera, Pablo Iglesias.

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El vistazo al retrovisor enfatiza la jactancia de Sánchez, pero no puede decirse que las luces largas le despejen demasiado el camino. Se consumen la legislatura y su porvenir precisamente por toda la tensión y desgaste que ha supuesto reescribir con tinta china el 'Manual de resistencia'.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (d), saluda al expresidente José Luis Rodríguez Zapatero. (EFE/Pool/Ballesteros) Opinión
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Sánchez ha jibarizado a sus compañeros de viaje (empezando por el trofeo de Iglesias). Ha toreado —y espiado— a los compañeros soberanistas. Y ha forzado las costuras de un pacto contra natura —Frankenstein— que ahora se le rebela con todos los síntomas de un despecho prometeico.

Convengamos que no es fácil gestionar un país sacudido por una pandemia y por una guerra, pero las emergencias drásticas y coyunturales no pueden convocarse para enmascarar el lado oscuro del balance. No ya por los indultos o por la relación orgánica con Bildu, sino por el deterioro extremo del hábitat institucional. La injerencia en la separación de poderes expone y exhibe las veleidades de un bonapartismo que Sánchez ha perfeccionado para sabotear el Parlamento, el Supremo, el CIS, el Tribunal de Cuentas, el CNI, RTVE, la Fiscalía General y hasta los paradores nacionales.

Sánchez no ha perdido una sola votación en el Congreso. Ni siquiera cuando el PP de Casado quiso contrariar la reforma laboral. La negligencia del diputado Casero ilustra el golpe de fortuna que airea la bandera socialista en la Moncloa. Y que demuestra las habilidades para atraer los sustentos.

Sánchez no ha perdido una sola votación en el Congreso. Ni siquiera cuando el PP de Casado quiso contrariar la reforma laboral

Sánchez ha logrado un merecido consenso en la política de derechos y de libertades —de la eutanasia al aborto—, pero el contrapeso a la concordia radica precisamente en la irresponsabilidad con que el presidente del Gobierno ha fomentado la polarización. No se explica la envergadura de Vox sin el oxígeno que le ha insuflado Sánchez. Y sin la temeridad con que ha subordinado la convivencia política a la pugna electoral con el PP.

Se diría que el líder socialista se ha desenvuelto como un vampiro. Las necesidades de supervivencia necesitaban parasitar al Estado. Mejor está Sánchez, peor se encuentra la nación. Y no es cuestión de negarle la eficacia con que ha defendido los intereses de España en el plan de ayudas de la pandemia vertebrado en Bruselas, pero los éxitos que jalonan el mandato se resienten de una impresión depresiva respecto al erial institucional, el desafecto hacia la política, la crispación de la sociedad, la irritación antisanchista y la degradación de la economía.

El narcisismo de Sánchez, no menos elocuente que su falta de principios, ha predispuesto un balance eufórico del cuatrienio de gloria. Concluyamos que no nos merecemos a Sánchez ni a su Gobierno. Y que no hemos sabido apreciar las proezas de una legislatura sacudida por las desgracias del covid y de la guerra ucraniana, aunque la comparativa con los países vecinos demuestra que España ha sufrido más y se recupera peor. Y que la depauperación de las economías domésticas amenaza el porvenir de Sánchez tanto como la implosión de la coalición Frankenstein, la relación insoportable con Unidas Podemos, la irrupción providencialista de Feijóo y el ciclo electoral —Madrid, Castilla y León, Andalucía— en una suerte de colapso multiorgánico que deja sin aire ni trono a Napoleón Bonasánchez.

Puede que la mayor proeza política de Pedro Sánchez en estos cuatro años de gobierno consista precisamente en haber cumplido cuatro años. Y en haber logrado una estabilidad que contradice su precariedad parlamentaria y que le ha permitido sacar adelante los decretos y las leyes fundamentales, casi siempre amparado en la astucia con que ha manejado la geometría variable. Los proyectos legislativos que rechazaban sus socios se los han terminado apoyando sus enemigos. Y al revés, de tal manera que Sánchez tiene delante la oportunidad de franquear un quinquenio en la Moncloa y la dicha de recrearse en los cadáveres que se han amontonado en su camino desde que prosperó la moción de censura aquel 1 de junio de 2018.

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