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Huérfanos de La Central: mucho más que una librería
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Rubén Amón

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Huérfanos de La Central: mucho más que una librería

La sede de Callao que ahora se cierra era un espacio cultural que reunía la cantidad de un gran centro comercial y la calidad y humanidad de una librería de barrio

Foto: Librería La Central, en Madrid.
Librería La Central, en Madrid.
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Cierra La Central. O cambia de sede. O se traslada a la acera de enfrente, pero la mudanza desnaturaliza la reputación y repercusión que había adquirido la casa en la plaza de Callao. Porque el nuevo emplazamiento es más modesto (300 metros cuadrados). Y porque la sede original de la librería se había convertido en una especie de hogar del cultureta desamparado.

La Central era la librería perfecta porque reunía el abastecimiento de un gran centro comercial y la intimidad de un templo de barrio. Trabajaba personal cualificado. Aconsejaban bien los libreros. Y resultaba atractivo abandonarse entre las seis plantas del palacio isabelino. Digo que seis porque he leído la cifra en las crónicas funerarias, pero no me pareció que fueran tantas, ni había reparado en los pormenores inmobiliarios que han precipitado la venta del inmueble: 1.200 metros cuadrados en el área más comercial de Madrid y una subasta de 11,2 millones de euros a beneficio de los propietarios.

Foto: Presentación en la librería Caótica. (Cedida por la librería)

Nada que objetar a los derechos de la propiedad privada. Ni a las obligaciones urbanísticas que impiden echar abajo el palacio isabelino. Que La Central desempeñara una misión cultural no significa que una librería merezca una tratamiento indulgente o una protección institucional, pero estas evidencias no contradicen el desasosiego que implica asumir una pérdida en los hábitos culturales. Aquí se presentaban libros, se hacían encuentros literarios y se organizaban clubes de lectura. Se leía en el patio del bistró. Y se adquirían libros, revistas de enjundia y fetiches. Un cactus de neón, por ejemplo. Una pluma que le hubiera gustado a Agatha Christie. Unas camisetas culturetas. Y toda suerte de objetos cuya inutilidad los convertía precisamente en atractivos. Nada más necesario que lo superfluo.

Ignoro cuál es destino de la sede de La Central, pero no resulta difícil sospechar que degenere en un centro comercial o en un hotel de lujo. Y cuesta trabajo imaginarse la mudanza. Vaciar los anaqueles, alojar los libros en cajas de cartón. Y evacuar la memoria de quienes habíamos convertido La Central en el argumento específico para ir al centro. Era un buen lugar donde abandonarse. Un laberinto cuyo suelo de madera crujía y cuyas indicaciones proporcionaban alternativas a las ideas con que los clientes comparecíamos. Te llevabas libros que no te hubieran llamado la atención si no fuera porque La Central organizaba espacios temáticos, estanterías de actualidad y altares consagrados a las circunstancias, cuando había un aniversario o cuando un escritor asiático había ganado el Nobel.

"Algunos habíamos convertido La Central en el argumento específico para ir al centro. Era un buen lugar donde abandonarse"

Y había una jerarquía, es verdad, como se observaban códigos de iniciación implícitos en el recorrido del palacio. Más pisos había que ascender, más exigentes se convertían las lecturas. Una sección de filosofía imponente. Excelente variedad en las ediciones originales, particularmente en inglés. Una atención específica a la poesía y al cine. Y un “sector” de novela negra que desafiaba la variedad de las mejores librerías del planeta.

Comparto el duelo de los amigos y de los colegas que se sienten frustrados por la noticia del traslado. Alivia en cierto sentido saber que La Central solo cambia de acera. Que se instalará en la sede vacante de una farmacia. Y que las limitaciones espaciales de la botica convertirán la librería en una boutique más “exclusiva”. Una librería nuclear. Un aleph.

Foto: Ilustración de Marina G. Ortega.

Estamos expuestos los huérfanos de La Central al síndrome del miembro amputado, pero tampoco es cuestión de martirizarse ni adherirse al discurso apocalíptico de una cultura amenazada. Claro que es una mala noticia el cierre de un vivero cultureta tan fértil, pero procede recordar que La Central se reencarna en la acera de enfrente, que están abriéndose nuevas librerías en las ciudades —Màxim Huerta inaugura la suya en Valencia—, que se han rehabilitado otras -Pérgamo, por ejemplo- y que el papel no puede consumirse ni desaparecer mientras existamos los lectores activistas.

Cierra La Central. O cambia de sede. O se traslada a la acera de enfrente, pero la mudanza desnaturaliza la reputación y repercusión que había adquirido la casa en la plaza de Callao. Porque el nuevo emplazamiento es más modesto (300 metros cuadrados). Y porque la sede original de la librería se había convertido en una especie de hogar del cultureta desamparado.

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