Notebook
Por
Almudena Grandes, mi amiga roja
En este periódico de libertad que es El Confidencial, le dejo estas palabras de afecto —y de agradecimiento— y reclamo de aquellos que la tenían como enemiga que no la reduzcan a un estereotipo del que ella fue incapaz de desprenderse
La voz ronca y la presencia contundente de Almudena Grandes la convertían en una persona que podía llegar a resultar intimidante. Su manera directa de escribir sobre temas políticos era, casi siempre, un ejercicio literario e ideológico de confrontación. Fue la pluma de una España que estaba siempre en lucha permanente; en alertas antifascistas; en colisiones con la derecha, la Iglesia, el franquismo, los conservadores, los bancos… Frente a todo aquello que estuviese significado por alguno de los rasgos que ella detestaba con toda su alma, con todo su corazón y, al final, con toda su vida.
No dejaba de militar. Su literatura, desde la primera de sus novelas, 'Las edades de Lulú', la que le llevó a la celebridad con el premio 'Sonrisa vertical', fue un trasunto de su inquietud rompedora e iconoclasta. Estaba embarcada en concluir —imitando a Pérez Galdós, pero con una reformulación completa con su personal prosa— seis novelas sobre la guerra y la posguerra en la que hacía intervenir a personajes bien trazados a los que insertaba en tramas que ideaba con habilidad y realismo.
Selectiva en sus gustos, admiraba a la gente en sus antípodas siempre que fuese tan honrada como ella pretendía serlo
Pero estas letras no glosan a la Almudena Grandes literata. Lo hacen a otra Almudena Grandes con la que mantuve una insólita relación de afecto y cariño. No me vinculaban con ella afinidades ideológicas, ni entorno social, ni circunstancias vitales. Ella y yo éramos por completo ajenos antes de conocernos. Pero su poderosa voz se cruzó en un momento crucial de mi vida, en uno de esos puntos de inflexión en los que una palabra, una intervención pública, una actitud desatan consecuencias imprevistas. Evitaré dar detalles de ese momento en el que yo no estaba presente. A partir de entonces iniciamos una relación a distancia: por teléfono, por correo electrónico y nos prometíamos charlas en comidas para las que no encontrábamos fecha.
En el almuerzo mano a mano en el que comenzamos nuestra extraña amistad hablamos de lo divino y de lo humano. Lector de sus novelas —especialmente de las últimas— le afiancé en la idea que ella mantenía: que sus lectores no eran peligrosos izquierdistas sino gente de otros lares ideológicos. Almudena lo sabía: no solo leía a sus próximos, sino también a los lejanos. Incluso a sus detractores. Era radioescucha y curiosa. Selectiva en sus gustos, admiraba a la gente en sus antípodas siempre que fuese tan honrada como ella pretendía serlo. En esas conversaciones, Almudena no sonaba con voz ronca; su contundencia física resultaba casi frágil; sus manos eran finas y su mirada tenía un punto de compasión permanente. En los últimos tiempos de su vida, derramó lágrimas amargas porque le metieron el dedo en la llaga filial de una manera tan cruel como injusta.
Mis dos últimos contactos con ella fueron emotivos para los dos. La animé —también a su marido, Luis García Montero— con un mensaje que me respondió él telefónicamente, lo que me produjo una sorpresa inquietante. Cuando supe de su enfermedad, antes de que la diese a conocer, le remití ánimo y le propuse una pronta reunión. Me contestó quedamente: "Muchas gracias, José Antonio, muchos besos y cuenta con esa comida. La disfrutaré, seguro". A partir de ese día no volví a molestarla. Leía su columna en 'El País' y parecía rehecha. Amigas comunes me advertían de su lucha y de la gravedad de su enfermedad. Y a los 61 años, se ha ido.
Dejo su trayectoria literaria para los críticos —aconsejo, sí, leer 'Malena', un relato que tanto le retrató— pero reivindico a la Almudena Grandes que no se dejó conocer en sus debilidades, en algunos —muchos— de sus afectos, en una sensibilidad insospechada pese al estereotipo que ella fue cincelándose sin darse la oportunidad de ampliar el registro de sus admiradores y desafiando a sus contradictores que eran muchos. Entre Almudena Grandes y yo —se lo dije más de una vez— hacíamos la España más verdadera, que es la de los diferentes que no renuncian a la palabra ni a los afectos vinieran estos de donde vinieren.
Siento la pena de su pérdida como amigo; siento la pena como lector. Y siento que la Almudena que yo conocí no tenga espacios para enseñarse
Como literata ha dejado huella, pero como columnista por corto, era eficaz y directa, accesible y exacta en las palabras; elegía temas de calle, acontecimientos inmediatos y usaba las palabras a veces como puños y otras como caricias. Siento la pena de su pérdida como amigo; siento la pena como lector. Y siento que la Almudena Grandes que yo conocí no tenga espacios para enseñarse.
En este periódico de libertad que es El Confidencial, le dejo estas palabras de afecto —y de agradecimiento— y reclamo de aquellos que la tenían como enemiga que no la reduzcan a un estereotipo del que ella fue incapaz de desprenderse. Ese fue el reproche que le hice en una ocasión: "Almudena, tú no solo eres la roja de tus columnas y de tus novelas; eres más que eso. ¡Enséñate!". Pero es que Grandes era tímida, su voz no era tan ronca, su presencia no era tan contundente. Era tan frágil que se ha ido a una edad cuando iniciaba la década más promisoria de su carrera. La última conversación con Luis, su marido, parecía estar gobernándola ella a su lado: "Te manda un beso". Era muy de enviar besos. Por eso uno de sus mejores relatos se tituló 'Los besos en el pan'.
La voz ronca y la presencia contundente de Almudena Grandes la convertían en una persona que podía llegar a resultar intimidante. Su manera directa de escribir sobre temas políticos era, casi siempre, un ejercicio literario e ideológico de confrontación. Fue la pluma de una España que estaba siempre en lucha permanente; en alertas antifascistas; en colisiones con la derecha, la Iglesia, el franquismo, los conservadores, los bancos… Frente a todo aquello que estuviese significado por alguno de los rasgos que ella detestaba con toda su alma, con todo su corazón y, al final, con toda su vida.