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La agorafobia política del presidente
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José Antonio Zarzalejos

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La agorafobia política del presidente

Sánchez es un presidente desprotegido porque él ha diseñado así los términos de su propia gestión y ahora ya es tarde para rectificar

Foto: Pedro Sánchez. (EFE/Cabalar)
Pedro Sánchez. (EFE/Cabalar)
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Los políticos son humanos. Algunos, los más grandes, resultan personalidades tan singulares que presentarían rasgos patológicos. El último libro de Ian Kershaw titulado 'Personalidad y poder' (Crítica) indaga sobre la personalidad de los "forjadores y destructores de la Europa moderna", de Lenin a Franco, pasando por Mussolini, Stalin, Churchill, De Gaulle, Adenauer, Tito, Thatcher, Gorbachov o Kohl. Es un libro tan apasionante como inquietante. El ejercicio del poder ha suscitado siempre una enorme sugestión en los filósofos y pensadores. Para Henry Kissinger es un "afrodisíaco" y para Nietzsche "un demonio". O se maneja bien o estalla, dijo Enrique Tierno Galván. Y David Owen, político y médico, escribió 'En el poder y en la enfermedad. Enfermedades de jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años' (Siruela), un texto imprescindible para el análisis político.

Nuestros presidentes, antes o después, sin excepcionar ninguno —salvo, quizás, el breve Leopoldo Calvo-Sotelo (1981-1982)—, han terminado presentando rasgos excéntricos. El más común ha sido, en las fases finales de sus mandatos, el ensimismamiento y un síndrome agorafóbico que ha consistido en considerar la Moncloa como una especie de búnker que les protegía de las inclementes críticas y les ofrecía seguridad.

Estamos finalizando el mes de octubre y la iniciativa está lejos de haber conseguido el objetivo de 30 actos populares del presidente

La agorafobia es un trastorno que lleva a quien lo padece a temer a los espacios abiertos. Sin otro ánimo que el metafórico, Pedro Sánchez podría estar desarrollando los síntomas de la agorafobia política. Se resiste a salir de su área de confort que pierde perímetro día a día. Y eso le estresa.

Es esa tensión la que le lleva a cometer errores tan obvios como el de hacer esperar al Rey en el día de la Fiesta Nacional para ahorrarse siquiera unos minutos de abucheo e imprecaciones de un público minoritario al que el jefe del Gobierno quizás atribuya un valor de referencia de cómo la calle y los espacios públicos han dejado de ser los territorios en los que antaño se movía con seguridad y solvencia, sin reparar en que su retraso dio a la circunstancia una dimensión quizás hiperbólica.

A finales de agosto pasado, el PSOE aprobó un plan de hasta 30 actos populares del presidente del Gobierno que se desarrollarían en el cuarto trimestre de este año. Estamos a mediados de octubre y la iniciativa está lejos de haber conseguido los objetivos perseguidos, que consistían en un mayor contacto de Sánchez con amplios auditorios y en muy distintos lugares de España. El epígrafe de este programa de recuperación de las opciones electorales del PSOE se amparó en el lema "El Gobierno de la gente". En la Moncloa y en Ferraz saben que no es posible llevarlo a buen término porque el secretario general de los socialistas ha alcanzado un grado de impopularidad impeditivo de según qué comparecencias públicas. Además, converge una inercia de severidad en el juicio que merecen las políticas gubernamentales. Por ejemplo, el 77% considera "improvisadas" las medidas fiscales y solo el 18% cree que "el Gobierno tiene un plan claro sobre lo que hay que hacer" según la encuesta de Metroscopia realizada entre los días 4 y 7 de este mes, que constata que el 85% de los consultados no se siente "beneficiado" con esas decisiones.

El presidente del Gobierno carece en su Gabinete de ministros-zapadores, aquellos que realizan labores estratégicas, tienden puentes, etc.

Este acorralamiento sociopolítico, creo, es la razón casi inconsciente de quebrar gravemente el protocolo del 12-O, eludir el anuncio de su llegada al desfile militar por megafonía y demorar la presencia de los reyes que permanecieron a la espera hasta que Sánchez llegó, precipitado y sin saludar a las autoridades que le esperaban, para situarse casi a la carrerilla en el lugar de recepción al jefe del Estado. Pero esa es también la razón —la agorafobia política— por la que el presidente del Gobierno incluye en su agenda, cada vez con más frecuencia, citas internacionales: en el ámbito de la política internacional no está cuestionado.

Este ensimismamiento de Pedro Sánchez va a ir a más. Por dos razones: porque sus rasgos temperamentales son narcisistas y, para aquellos que los registran, las manifestaciones de rechazo resultan especialmente intolerables, y porque se afianza la impresión de que, por su propia decisión, no tiene parapetos en el Consejo de ministros cuando la coyuntura amenaza tormentas económicas, sociales y políticas.

El presidente del Gobierno carece en su Gabinete de ministros-zapadores, aquellos que realizan labores estratégicas, tienden puentes, crean estructuras previas para acuerdos y políticas concretas y absorben las energías negativas de los adversarios. En definitiva, una labor logística que en su equipo son funciones que recaen en muy pocas personas, de escasa visibilidad y que se remiten siempre al propio Sánchez para validar sus palabras o sus decisiones. Que la ministra de Justicia, por ejemplo, no esté notoriamente implicada en la negociación sobre Consejo General del Poder Judicial, da la medida de cómo Sánchez maneja (mal) la funcionalidad de sus colaboradores.

El presidente vive pendiente del penúltimo episodio de disidencia larvada de su socio UP

Sánchez es un presidente desprotegido porque él ha diseñado así los términos de su propia gestión y ahora ya es tarde para rectificar. Desde que introdujo a Pablo Iglesias en la Moncloa como vicepresidente segundo del Gobierno —un caballo de Troya, a fin de cuentas— y despidió en julio de 2021 a Carmen Calvo, entonces vicepresidenta primera, su soledad se ha convertido en un aura que le acompaña allí donde va.

De ahí que una intervención parlamentaria fogosa de Nadia Calviño, el pasado 6 de octubre, desatase la especie de que podría ser su sustituta, dando por buena la murmuración de que el secretario general del PSOE no volverá a presentarse o que, si lo hace, optará por declinar la jefatura de la oposición a un eventual gobierno de la derecha.

Por lo demás, el presidente vive pendiente del penúltimo episodio de disidencia larvada de su socio Unidas Podemos y se entera 'a posteriori' de la cena —no una reunión sino un formato de encuentro especialmente cordial— de su vicepresidenta, socia y adversaria, Yolanda Díaz con Alberto Núñez Feijóo. Si sus ministros disponen de un perfil bajo, si sus socios de Gobierno le trampean y si sus aliados parlamentarios centran sus intereses en su ámbito territorial estricto, se llega a la conclusión de que el ejercicio de la presidencia para Sánchez es, por empinada, cada día menos gratificante.

Los políticos son humanos. Algunos, los más grandes, resultan personalidades tan singulares que presentarían rasgos patológicos. El último libro de Ian Kershaw titulado 'Personalidad y poder' (Crítica) indaga sobre la personalidad de los "forjadores y destructores de la Europa moderna", de Lenin a Franco, pasando por Mussolini, Stalin, Churchill, De Gaulle, Adenauer, Tito, Thatcher, Gorbachov o Kohl. Es un libro tan apasionante como inquietante. El ejercicio del poder ha suscitado siempre una enorme sugestión en los filósofos y pensadores. Para Henry Kissinger es un "afrodisíaco" y para Nietzsche "un demonio". O se maneja bien o estalla, dijo Enrique Tierno Galván. Y David Owen, político y médico, escribió 'En el poder y en la enfermedad. Enfermedades de jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años' (Siruela), un texto imprescindible para el análisis político.

Pedro Sánchez Moncloa
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