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La dejación de España y de la decencia
Los españoles nos hemos convertido para la izquierda que lidera Sánchez en apátridas, ciudadanos de un ente territorial informe y cuya convivencia es delicuescente, meramente accidental e históricamente confundida
"Sin temor a pecar de exagerados, bien puede decirse que España no llegó a conocer siquiera el espíritu ilustrado".
(Miguel Artola.
El pasado mes de agosto se retiró de la vida Helena Béjar (1956-2023), excelente catedrática de Sociología, filósofa y autora de ensayos aleccionadores sobre la realidad española. Uno de ellos —La dejación de España (Editorial Katz, 2008)— es un potente haz de luz sobre el momento histórico de nuestro país. Al leer la ortopédica propuesta confederal y medievalista del lendakari Urkullu, agónica irrupción en la pista política de un PNV en crisis estructural; al escuchar al coordinador general de Bildu, Arnaldo Otegi, reivindicar, desafiando al más elemental sentido común, una Euskal Herria independiente integrada por las tres provincias vascas, Navarra y los territorios franceses de Labourd, Basse-Navarre y Soule (“siete en una”); al anotar las condiciones de Carles Puigdemont para pactar la investidura de Pedro Sánchez, cuando, en fin, la política se adentra en el delirio, es preciso refugiarse en las lecciones de nuestra historia y en las reflexiones de los intelectuales que han interpretado los avatares del pasado común y que ahora detectan los síntomas de una nueva recidiva en esa enfermedad autodestructiva tan característica de nuestra trayectoria nacional debida en buena medida a que España no protagonizó entre los siglos XVIII y XIX una revolución que se sacudiese las adherencias más retrógradas, entre ellas y muy singularmente, las de los nacionalismos supremacistas surgidos en la penumbra del Romanticismo.
Nada de lo que está sucediendo acontecería si los dos grandes partidos políticos de la zarandeada democracia española estuviesen a la altura de las circunstancias, porque siempre que ha fallado el sentido de Estado y el auténtico patriotismo, España ha quedado a merced de las fuerzas centrífugas, ensimismadas y supremacistas de Cataluña y el País Vasco. Las responsabilidades no están, sin embargo, igualmente repartidas. Porque este embate secesionista irredento es el resultado de una mecha que ha encendido la izquierda y, concretamente, el Partido Socialista Obrero Español bajo el liderazgo de Pedro Sánchez, un político con trazas de largocaballerismo que está dilapidando a ciencia y a conciencia el mejor patrimonio del socialismo español desde su fundación (el PSOE de Felipe González).
Durante su gestión —de 2018 hasta el presente—, la Transición se ha demolido ante la perplejidad y la impotencia de una derecha sin proyecto nacional y a la que habrá que ajustar cuentas por su incompetencia estratégica, su mediocridad ideológica y su distanciamiento de los estamentos intelectuales y profesionales. El secretario general del PSOE, sin contenciones de ningún género ni de instancia alguna, en un alarde de insensatez histórica, deambula en un campo de minas, incurriendo punto por punto en los cinco pecados de la izquierda que Helena Béjar lista con perspicacia en La dejación de España. No es él el único responsable, —hay muchos otros, tanto por acción como por omisión—, pero sí el principal, en compañía de sedicentes progresistas que practican el entrismo en el sistema democrático.
La Transición se ha demolido ante una derecha sin proyecto nacional y a la que habrá que ajustar cuentas por su incompetencia estratégica
La primera de esas faltas de la izquierda, según Béjar, es “una llamativa ingenuidad política prestando oídos a la victimización consustancial al nacionalismo”; la segunda, su “cobardía”, porque a causa de su complejo antifranquista “ha sido siempre huidiza con el nacionalismo español”, confundiéndolo con la propia España y abandonando “la tradición liberal y republicana española”; el tercer pecado ha consistido en el “oportunismo de la clase política, necesitada de pactos poselectorales”; el cuarto, su “confusión ideológica”, y, por último, “la traición a sus orígenes”, puesto que “decir o hacer creer que el nacionalismo es de izquierdas suena a contradicción o a mentira”.
Esas cinco críticas a la izquierda, descritas por Béjar en 2008, son suficientes para explicar tanto la progresiva liquidación de la Constitución de 1978 como para entender, retrospectivamente, la de la II República, que tropezó en 1934 con el golpe separatista de octubre de ese año comandado por Companys, luego condenado por rebelión a 30 años de prisión y amnistiado por el Gobierno del Frente Popular en febrero de 1936 (*). El optimismo de Manuel Azaña en la defensa parlamentaria del Estatuto de Cataluña de 1932 —frente al escepticismo de José Ortega y Gasset— fue de parecida coloratura entusiasta a la de la vanguardia catalana en los prolegómenos de la Constitución de 1978. Ya nos advirtió de esas veleidades del separatismo catalán, además de un amargo y decepcionado Azaña, Josep Tarradellas, consejero de Companys, señalando como taimado al que ha sido el inspirador del llamado procés: Jordi Pujol, hoy procesado por presuntos graves delitos que sus conmilitones, por el momento, no han pedido queden borrados por la amnistía que reclaman con aparente éxito.
Los españoles nos hemos convertido para la izquierda que lidera Pedro Sánchez en apátridas, ciudadanos de un ente territorial informe y cuya convivencia es delicuescente, meramente accidental e históricamente confundida. La española sería —siguiendo al historiador Juan Pablo Fusi— una “identidad proscrita”. En esta terapia de disolución de la autoestima española se ha perdido incluso la decencia, entendida esta en el sentido de la segunda acepción del diccionario de la Real Academia: “Dignidad en los actos y en las palabras, conforme al estado o calidad de las personas”.
Me refiero, claro está, al encuentro en Bruselas —tan cordial, tan sonriente, tan distendido— de la vicepresidenta segunda del Gobierno en funciones, Yolanda Díaz, con el huido expresidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont. Ese encuentro fue una performance desinhibida de la mínima compostura que más que humillar al Estado retrató a la ministra de una manera ya indeleble. Horas después de esa casi jocosa reunión, Puigdemont —seguro, contundente, dominante— imponía a Sánchez pasar por sus particulares horcas caudinas para revalidar la presidencia del Gobierno bajo su tutela. La condición era, en resumen, una sola: la dejación de España.
En Memorias de Adriano, uno de los libros más inmarcesibles de la contemporaneidad, debido a la pluma de Marguerite Yourcenar, el emperador escribe a su nieto adoptivo y sucesor, Marco Aurelio, el relato de su azarosa vida. Y llegado a un punto, le dice: “La moral es una convención privada; la decencia, una cuestión pública; toda licencia demasiado pública me ha hecho siempre el efecto de una ostentación de mala ley”.
¿Tiene Yolanda Díaz capacidad para entender el sentido de la decencia en política? Es dudoso, como lo es también que la tenga quien la mantiene en el cargo tras el bochornoso episodio bruselense del pasado lunes. La complicidad de la ministra de Trabajo en funciones con Carles Puigdemont —ella comunista, él encarnación del integrismo separatista— invita a recordar a su camarada Marcelino Camacho que, en nombre de la minoría del Partido Comunista de España y del Partido Socialista Unificado de Cataluña, el 14 de octubre de 1977, subió a la tribuna del Congreso de los Diputados para defender la proposición de ley de amnistía. Dijo textualmente: “Nosotros afirmamos (...) que esta es la amnistía que el país reclama y que, a partir de ella, el crimen y el robo no pueden ser considerados, se hagan desde el ángulo que sea, como actos políticos” (Diario de sesiones del Congreso de los Diputados. Número 24 de 1977. Páginas 960 y siguientes). Díaz ya le ha enmendado la plana al histórico sindicalista. Esta izquierda aplica selectivamente la damnatio memoriae.
(*) Este episodio histórico está radiografiado en dos obras de referencia: La rebelión de la Generalitat de Cataluña contra la República, del historiador Alejandro Nieto, y Companys, ¿golpista o salvador de la República?, del constitucionalista Enric Fossas Espadaler. Ambos editados por Marcial Pons.
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