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La Diada 2023 y el éxito de la oligarquía separatista
La oligarquía procesista antepone su impunidad y la rehabilitación de su reputación a los objetivos más cruciales de la fantasmal república catalana. Y si logra su objetivo —lo que parece probable— todo lo demás caerá como fruta madura
"Yo soy un ciudadano, ni de Atenas, ni de Grecia, sino del mundo". (Sócrates. Este filósofo no dejó textos escritos y conocemos sus reflexiones por los testimonios de otros, entre ellos, de Platón).
El 26 de febrero de 1936, Manuel Chaves Nogales, desplazado a Barcelona para pulsar la situación que allí se vivía (victoria del Frente Popular y regreso de Lluís Companys amnistiado), publicó una crónica en el diario Ahora en la que deslizaba dos reflexiones diagnósticas que, válidas entonces, lo son también en estos días. La primera: "El separatismo es una rara sustancia que se utiliza en los laboratorios políticos de Madrid como reactivo del patriotismo, y en los de Cataluña como aglutinante de las clases conservadoras". La segunda: "Para saber más […] de lo que puede pasar en Cataluña, habrá que buscar no en las masas que gritan entusiasmadas en un momento dado y vuelven luego a sus tareas de siempre, sino a los hombres representativos del pensamiento de Cataluña, porque estos hombres, aunque en Castilla parezca inverosímil, a veces arrastran tras ellos a la multitud".
Elitismo secesionista
En la literatura procesista, los autores más acreditados no han dejado de subrayar que el independentismo ha sido una "utopía disponible" alternativa a un autogobierno que las clases dirigentes catalanas no han sabido gestionar con eficacia entrando en barrena la comunidad poco tiempo después de la gran recesión de 2008, situándose el momento fundacional en aquel episodio de junio de 2011, cuando Artur Mas, a la sazón presidente de la Generalitat, tuvo que acceder al Parlamento en helicóptero para sortear el acoso popular, enardecido por las estrecheces de la crisis y revuelto contra la gobernación corrupta de CiU. La oligarquía catalana aferrada a la ubre autonómica ya improductiva, con la breada de veintitrés años de pujolismo identitario, impulsó el procés manejando en un totum revolutum un volquete de agravios, emociones y supercherías. De nuevo el fracaso catalán alumbraba un ataque de epilepsia colectiva (sic de Agustín Calvet, Gaziel).
El catedrático de Psiquiatría de la Universidad Autónoma de Barcelona, Adolf Tobeña, lo describe así en su libro La pasión secesionista (EDLibros 2017): "Aunque suele presentarse como un fenómeno de movilización espontánea y reactiva ante la reiteración de exacciones y agravios por parte del poder central, se trata (el independentismo) de un movimiento gestado y dirigido por élites locales profusamente interconectadas con el Gobierno autonómico". Y añadía nuestro autor: "Si a estos rasgos psicológicos de base se le añaden potentes medios de persuasión y propaganda para acentuar las tendencias chovinistas y un activismo subvencionado por un poder cantonalista tenaz, la combinación de esos arietes puede resultar en episodios abruptos de demanda de reconocimiento nacional o en litigios de secesión". En un análisis complementario, Daniel Gascón en su El golpe posmoderno (Debate. 2018) dedica un capítulo a "la responsabilidad de las élites", reiterando la tesis de la verticalidad del movimiento separatista. Por fin, es recomendable consultar el Diccionario de lugares comunes sobre Cataluña de Juan Claudio de Ramón (Editorial Deusto 2018), que detalla el relato de "tópicos, recetas fallidas e ideas que no funcionan para resolver la crisis catalana", es decir, los mantras del agitprop separatista para justificarse a sí mismo y embarcar en la aventura identitaria a las masas que, con disciplina norcoreana, se han manifestado en sucesivas y declinantes Diadas.
La izquierda salva a los oligarcas
La celebración de la derrota austracista en Cataluña en 1714, malversada históricamente por el nacionalismo, es uno de los mitos negativos en los que se solaza la victimización separatista. Pero, si fuese cierto que la secesión es un objetivo de matriz popular en Cataluña, mañana su Onze de Setembre debiera girar y celebrar, en vez del fracaso de hace más de tres siglos, el éxito actual de la oligarquía que ha estado en la vanguardia del procés. Porque existen pocas dudas de que la combinación de los resultados de las elecciones del 23 de julio —pésimos pero muy funcionales para el separatismo— con el propósito de poder del PSOE de Sánchez y el enfrentamiento irremediable entre estos y el PP, arroja un triunfo claro de Puigdemont y de Junqueras, aunque el republicano y ERC perdieron la mitad de sus efectivos tras una legislatura de soporte a la coalición progresista.
Sin embargo, en las menguantes bolsas radicales del independentismo parece crecer la sensación de que hasta Puigdemont les traiciona. En rigor, lo hace. Porque el expresidente de la Generalitat, después de dejar en la estacada a los demás conjurados en el golpe y librarse de la condena penal, establece ahora como condición inmediata, y previa a pactar la investidura de Sánchez, además de una amnistía que libre de sus responsabilidades penales y administrativas a él y a un par de miles de colaboradores y a los vándalos que arrasaron Barcelona tras la sentencia de la Sala Segunda del Supremo de 2019, la retirada procesal, manu militari, de la Abogacía del Estado y de la Fiscalía en cualesquiera procedimientos que afecten a la "represión" del independentismo. La oligarquía procesista antepone su impunidad y la rehabilitación de su reputación a los objetivos más cruciales de la fantasmal república catalana. Y si esa clase dirigente logra su objetivo —lo que parece probable— todo lo demás, dicen, caerá como fruta madura. Veremos.
A estos oligarcas los va a rescatar nada menos que la izquierda (¿española?) porque Sánchez y Díaz —y, en su momento, el desfallecido Iglesias— han tomado la decisión de que Artur Mas, Quim Torra y Carles Puigdemont, entre otros muchos, son progresistas. El primero es, comprobadamente, un miembro de la burguesía más tópica de Barcelona; el segundo es un xenófobo acomodado y el tercero, un gran saurio de ese poscarlismo que tanta huella ha dejado en el interior de Cataluña y en el País Vasco. Los tres son sucesores de Jordi Pujol, aunque tuvieron que desmantelar su partido —Convèrgencia Democràtica de Catalunya— que se había convertido en un contenedor de corrupciones varias y sostenidas en el tiempo, encabezándolas aquel como jefe de una presunta "organización criminal" de naturaleza familiar.
El PSC de Maragall: soberanía compartida
¿Y el Partido de los Socialista de Catalunya? El caso es que, sin el concurso del PSC de Pasqual Maragall al proceso soberanista, en un ejercicio irresponsable de emulación con el pujolismo, los acontecimientos hubiesen discurrido de manera diferente. En julio de 2004 visité a Maragall en el Palau de la Generalitat de Cataluña. Las respuestas a mis preguntas —la entrevista se publicó en ABC el día once de ese mes— fueron terminantes. "Una mayoría política en Cataluña —me dijo, y así se transcribió fielmente— se sentiría cómoda con la expresión de soberanía compartida". Esa afirmación en el deseo confederal del entonces presidente de la Generalitat, al frente de un gobierno de coalición con ERC, se completaba con otra de semejante trascendencia: "La Constitución de 1978 es una gran disposición transitoria". Antes de esa fecha, el PSC había llevado a José Luis Rodríguez Zapatero a la secretaría general del PSOE con el compromiso de aceptar la propuesta de nuevo Estatuto que elaborase —y así lo hizo— el Parlamento catalán. Más claro, agua.
Pasqual Maragall, un hombre brillante pero excéntrico, carismático, pero de pensamiento laberíntico, socialista pero miembro descendiente de una estirpe burguesa, líder de un catalanismo que enroló a los castellanohablantes del área metropolitana de Barcelona, saltó del PSC al independentismo, al tiempo que su partido suministraba muchos directivos a las organizaciones secesionistas, empezando por su propio hermano. El también fugado Antoni Comin, compañero de fatigas de Puigdemont, se integró en Ciutadans pel Canvi, plataforma creada por Maragall y compareció en elecciones autonómicas en coalición con el PSC. La lista de exsocialistas catalanes que nutren las filas de ERC y de JxCAT explica en buena medida una connivencia de izquierda y derecha sin la que el procés no hubiera sido posible y que garantizó la prolongación del propósito pujolista después del cuarto de siglo de mandato de CiU. Ahora, Salvador Illa constituye uno de los arcanos de la política catalana y española porque, después de la marcha de quintacolumnistas de la secesión en el PSC, no está claro cómo manejará este tarradellista el nuevo poder que acumula y que ha prestado a Sánchez. Los socialistas, con Illa de primer secretario del partido, tras la gestión de Iceta, han ganado las elecciones autonómicas de febrero de 2021 —aunque no gobiernan— y las generales del pasado 23 de julio, aportando al grupo parlamentario de Sánchez 19 escaños de los 48 que se dilucidaban en las cuatro circunscripciones electorales de Cataluña.
El Barça, La Caixa y Monserrat
La oligarquía separatista catalana es indisociable en su consideración sociopolítica de la estructura jerárquica de la Iglesia Católica, que se ha comportado allí —parecidamente en el País Vasco y durante el franquismo en toda España— como un factor reproductor del nacionalismo y, luego, del más cerril independentismo. En una conversación personal con Jordi Pujol en su despacho de expresidente en el número 39 del Paseo de Gracia —era diciembre de 2013 cuando todavía conservaba su oficina, pensión y el título de muy honorable—, además de referirme lo que cuento en Mañana será tarde (Planeta 2015. Páginas 130 a 139), me advirtió de que Cataluña se explicaba en tres símbolos: El Barça, La Caixa y Monserrat, o sea, identidad deportiva-emocional ("más que un club"); las finanzas del país expansivas al resto de España y el vigilante de las esencias, esto es, el crisol confesional del catolicismo clerical. Hoy por hoy, el Barça, arruinado, atraviesa una crisis reputacional de perfiles penales; La Caixa (ahora CaixaBank) y su fundación bancaria han mudado su sede a Valencia y a Palma respectivamente, y nada es más anacrónico que referenciarse con la clerecía de militancia ideológica.
Cataluña se ha empobrecido con el procés, Barcelona ha cedido el liderazgo urbano —en todos los sentidos— a Madrid y la sociedad catalana —se admita o no— se ha fracturado. Pese a todo, la historia depara quiebros imprevistos. El diktat de Puigdemont del pasado martes en Bruselas resulta coherente con la certeza de su neta superioridad en el tablero político español: sin su partido —siete escaños— no hay investidura de Sánchez y vamos a otras elecciones que, salvo sorpresa, no cambiarían la correlación de fuerzas de manera significativa. Incluso aunque decaiga el escaño número 137 del PP, algo improbable pero no imposible con este TC de por medio. Mírese por donde se mire, la oligarquía separatista, y pese al destrozo que ha causado, saldrá indemne de su fechoría, logrará deslegitimar el Estado democrático, desarbolar la vigencia efectiva de la Constitución, humillar a los tribunales de Justicia y precarizar la Corona, todas ellas consecuencias de una eventual amnistía y de los arreglos interpretativos para colar una consulta sobre las aspiraciones secesionistas en Cataluña a través del, para los juristas de cabecera de la Moncloa, versátil artículo 92 de la Constitución.
El socialismo que lidera Sánchez regala el régimen a sus enemigos con la esperanza de construir otro que germine en la ruptura y no sea, como el actual, consecuencia de la Transición. Ese es el punto de conexión entre esta izquierda y el separatismo. Y si así acaece, no quedará otra que enfrentarse a la realidad que, al fin y al cabo, ha venido prescrita por las urnas y, en particular, por la interpretación, insensata, de la clase dirigente de ese mandato democrático. Mañana, los manifestantes en la Diada deberían celebrar, en vez del fracaso de 1714, todo un triunfo, aunque no sea suyo, sino de los muchos flautistas de Hamelín que los han llevado al precipicio. Como es habitual en la historia de Cataluña.
"Yo soy un ciudadano, ni de Atenas, ni de Grecia, sino del mundo". (Sócrates. Este filósofo no dejó textos escritos y conocemos sus reflexiones por los testimonios de otros, entre ellos, de Platón).
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