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España ante la tentación iliberal y autocrática
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José Antonio Zarzalejos

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España ante la tentación iliberal y autocrática

El peligro es hacer un país lleno de hartos los unos de los otros. Ese hartazgo es recurrente en España y lo trató de conjurar el pacto constitucional de 1978 que ahora se pretende derogar con una fraudulenta mutación de la carta magna

Foto: Pedro Sánchez en su conferencia de prensa en Egipto. (EFE)
Pedro Sánchez en su conferencia de prensa en Egipto. (EFE)
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Ni dictadura ni golpe de Estado. Esas son expresiones hiperbólicas que se oyen en nuestro país con una frecuencia creciente, pero que carecen de capacidad descriptiva de los nuevos fenómenos políticos en los países occidentales con sistemas democráticos como el español. En algunos de ellos, lo que acontece es la tentación (a veces, consumada) iliberal sugerida, impulsada y modelada por líderes con perfiles autocráticos. Está ocurriendo en ambas orillas del Atlántico, en Estados Unidos, en otros varios de Latinoamérica y en algunos europeos como, reconocidamente, en Hungría y Polonia. Este último país, sin embargo, acredita que, en tanto se mantenga un modelo electoral transparente y fiable, los sesgos iliberales y los propósitos autocráticos son reversibles. Y que, mientras unos están de vuelta de la experiencia iliberal, otros se encaminan a ella. ¿Es el caso de España y es Sánchez un dirigente autocrático?

Los síntomas iliberales

Veamos. Si prospera una ley de amnistía que no responde al interés general, sino a la adquisición de unos votos para una investidura negociada clandestinamente con un prófugo de la Justicia y en una capital extranjera, y, como consecuencia, se precariza la legitimidad del Estado democrático —y, más en concreto, del poder judicial—, la respuesta sería positiva. Si el Tribunal Constitucional se inclina mediante interpretaciones jurídicas creativas (constructivismo) a validar todas las leyes disidentes de un entendimiento acorde con su propia doctrina de muchos años, la respuesta sería positiva. Si la mayoría parlamentaria se declara autónoma de la soberanía nacional sometida a las reglas constitucionales y autoriza un referéndum consultivo sobre la unidad territorial de España obviando la reforma agravada que prevé la Constitución, la respuesta sería positiva. Si se rebajan mayorías cualificadas para resolver una crisis en el órgano de gobierno de los jueces, que debió renovarse con el concurso de la oposición y no se hizo, la respuesta sería positiva.

También, si, mediante un conjunto de leyes orgánicas —la proposición de ley de amnistía lo es y altera otras como la del TC—, se procura una mutación constitucional, la respuesta sería positiva. Si se funden ministerios dispares —Presidencia y Relaciones con las Cortes con Justicia— para que el jefe del Gobierno asuma de manera directísima poderes exorbitantes, la respuesta sería positiva. Lo sería igualmente si el Gobierno y sus aliados parlamentarios persisten en la determinación frentista (la metáfora del muro) que Pedro Sánchez ha venido patrocinando y que culminó con cuatro pactos (entre el PSOE y ERC, Junts, PNV y, el desconocido, pero cierto, con Bildu) que narrativamente responden a falsedades históricas que amputan el pasado reciente y objetivo del país. Por fin, está claro que España transitaría por una senda iliberal si el privilegio político y financiero a determinados territorios rompe el principio de igualdad y el Gobierno se somete a mesas de control ajenas a los contrapoderes constitucionales con verificadores extranjeros y anónimos.

Sánchez e Israel

Una circunstancia divergente del Gobierno español de cualesquiera otros europeos es concluyente: Pedro Sánchez ha nombrado ministros a Ernest Urtasun (de Cultura) y Sira Rego (de Juventud e Infancia) —ambos de Sumar—, que formaron parte del grupo de los únicos parlamentarios europeos (21 de 705) que se negaron a condenar la masacre terrorista de Hamás, organización que asesinó el pasado 7 de octubre a 1.200 israelíes civiles y 300 militares. La organización terrorista se congratuló ayer de la "claridad y audacia" del presidente español por sus declaraciones en el paso de Rafah del pasado viernes, en el sur de la Franja de Gaza, y que han provocado una inédita crisis diplomática con Israel y conmocionado a la Unión Europea porque el español es su presidente de turno hasta el próximo 31 de diciembre. La política exterior —que definen los gobiernos— dispone en este tiempo histórico de una gran capacidad de identificación de su sesgo iliberal. Y el propio del Ejecutivo español acaba de definirse de un modo tan inequívoco como torpe, además de falto de cualquier unanimidad, con el aditamento del Ayuntamiento de Barcelona en el que las fuerzas de izquierda (PSC, ERC, comunes) presentan ya actitudes, y proclaman declaraciones, propias de un inquietante antisemitismo. La comunidad judía española se muestra cada vez más preocupada ante la hostilidad del Ejecutivo español.

Los síntomas autocráticos

En estos silogismos se basa la percepción de un iliberalismo en España que resulta, por otra parte, muy contemporáneo, muy actual, incluso muy tendencial en la política occidental. La tentación autocrática, y, por lo tanto, iliberal, no es de izquierda ni de derechas: es una pulsión común en los dos ámbitos ideológicos y difumina sus diferencias en la medida en que ambos por igual han de embridar esa inclinación autoritaria. En España, esa pulsión la representa Pedro Sánchez. Abundante literatura debida a politólogos, sociólogos y juristas —muchos, anglosajones— ha teorizado sobre la manera y los procedimientos que deterioran las democracias, alcanzando una conclusión casi unánime: no hay dictaduras —con las excepciones que confirman la regla—, no hay ya pronunciamientos militares, tampoco las Constituciones se derogan expresamente ni estallan revoluciones sociales. El iliberalismo actúa como las enfermedades autoinmunes en el cuerpo de los humanos: tiene un origen no siempre detectable y un desarrollo con síntomas claros, pero no letales, porque permite un determinado umbral de democracia y otro tolerable para un gran número de ciudadanos de reducción del pluralismo y de la libertad, aunque, como nos ocurre, el proceso de desinstitucionalización resulta obvio.

El grave peligro del iliberalismo para las sociedades que lo padecen estriba, como ocurre aquí, en la ruptura del entendimiento de las reglas de juego, de las normas de compromiso para la convivencia y en la fragilidad del valor de la certidumbre tan propio de las democracias tradicionales. Si se da una mutualidad de voluntades destituyentes entre las formaciones gobernantes y las opositoras, se inicia una dinámica perniciosa. De momento, es claro ese propósito en los objetivos del Gobierno de coalición.

La respuesta y el hartazgo

¿La solución? A saber. Pero con seguridad no está en concentrarse ante la sede del PSOE, hostigar a la Policía y recurrir a consignas ofensivas y a actitudes nostálgicas de tiempos pasados y nada mejores. Tal comportamiento satisfará una voraz y aparente reciprocidad ofensiva, pero aumentará el problema en vez de disminuirlo. Por el contrario, el uso de la libertad de expresión y manifestación en las calles de forma adecuada (comunicación a las autoridades, responsabilidad de los convocantes, orden en la expresión de la protesta) es un instrumento democrático cuya eficacia depende de la intensidad y razonabilidad del mensaje. En todo caso: al iliberalismo se le combate con estricta observancia de la Constitución, con coherencia institucional y, al tiempo, con la activación de todos los resortes sociales, políticos y económicos disponibles, incluidos los que proporciona la pertenencia española a la Unión Europea, siempre desenvueltos en los límites de la ley.

Existe el designio de que se incremente el número de ciudadanos hartos, cuya presencia numerosa y características detecta acertadamente Esteban Hernández en su último ensayo (El corazón del presente). Y cada vez son más. El peligro es hacer un país lleno de hartos los unos de los otros. Ese hartazgo, históricamente recurrente en España, es lo que se trató de conjurar con el pacto constitucional de 1978 y que ahora se pretende derogar mediante una fraudulenta mutación constitucional que, al alimón, intentan, con posibilidades de éxito, la nueva-vieja izquierda y el independentismo secularmente irredento en Cataluña y el País Vasco.

Ni dictadura ni golpe de Estado. Esas son expresiones hiperbólicas que se oyen en nuestro país con una frecuencia creciente, pero que carecen de capacidad descriptiva de los nuevos fenómenos políticos en los países occidentales con sistemas democráticos como el español. En algunos de ellos, lo que acontece es la tentación (a veces, consumada) iliberal sugerida, impulsada y modelada por líderes con perfiles autocráticos. Está ocurriendo en ambas orillas del Atlántico, en Estados Unidos, en otros varios de Latinoamérica y en algunos europeos como, reconocidamente, en Hungría y Polonia. Este último país, sin embargo, acredita que, en tanto se mantenga un modelo electoral transparente y fiable, los sesgos iliberales y los propósitos autocráticos son reversibles. Y que, mientras unos están de vuelta de la experiencia iliberal, otros se encaminan a ella. ¿Es el caso de España y es Sánchez un dirigente autocrático?

Pedro Sánchez
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