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Una campaña electoral sin compra de votos no sería una campaña
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Josep Martí Blanch

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Una campaña electoral sin compra de votos no sería una campaña

Es obligado militar en la aspiración de que algún día todos los votos se ganen en el terreno de las ideas, abandonando la práctica de comprarlos en el mercado legal del obsequio electoralista

Foto: Efectivos de la Policía Nacional, delante de la oficina de Correos de Melilla. (EFE/Paqui Sánchez)
Efectivos de la Policía Nacional, delante de la oficina de Correos de Melilla. (EFE/Paqui Sánchez)
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Una campaña electoral consiste principalmente en comprar votos. Solo que es conveniente, para que el invento no se vaya al traste, tener la seriedad de hacerlo por los cauces legales. Pero lo cierto es que toda maquinaria electoral bien engrasada aspira a adquirir sufragios al por mayor y al menor precio posible. Vean, a título de ejemplo, el Consejo de Ministros. Las entradas de cine a dos euros para los mayores de 65 años y los viajes en tren por Europa a mitad de precio para los menores de 35 años son un buen ejemplo de lo que decimos. El envoltorio de la palabrería —los mayores tienen derecho a la cultura, los jóvenes a pasearse por el mundo— intenta disfrazar estas decisiones con los ropajes del interés general. Pero no hay que ser muy perspicaz para advertir que detrás de tanto verbo solemne lo que opera es únicamente la voluntad de comprar papeletas. Para hacerlo, bastan dos condiciones. Tener dinero para pagarlos —y los gobernantes lo tienen— y una mirada nada optimista del populacho, al que hay que considerar una masa dispuesta a conformarse con cualquier mendrugo con el que tengamos a bien obsequiarlo. Quede claro que este no es un modo de hacer atribuible a unas siglas en particular. Es la manera común de hacer del gobernante. Ahora el PSOE, en el pasado y en el futuro, cualquier otro.

Lo sucedido en Melilla y Mojácar, más los casos pendientes de confirmación que salpican municipios de Zamora, Cáceres, Huelva o Murcia, pertenece a otra división. La principal diferencia es que comprar votos con dinero privado para intentar asegurarse un cargo de representación es ilegal, mientras que utilizar los fondos públicos para repartir dádivas sinsentido entre los votantes no lo es, aunque el objetivo venga a ser más o menos el mismo. No menospreciamos esa diferencia, por supuesto. Pero sí señalamos que ambos modos de proceder parten de un mismo presupuesto moral: un fondo de desprecio hacia el ciudadano, al que se ofrece una ventaja particular de cobro rápido a cambio de su sufragio (compra en efectivo) o una promesa que se hará efectiva más tarde con la aspiración de influir decisivamente en su decisión de voto (dádivas electoralistas gubernamentales o promesas de la oposición).

Foto: Fotografía de una oficina de Correos. (EFE/Carlos Barba)

Centrándonos en los delincuentes electorales, las experiencias acumuladas, por minoritarias y residuales que puedan parecernos, advierten claramente de la necesidad de introducir algunas mejoras en la Loreg para dificultar la aparición de estas pequeñas mafias. Los especialistas deberán determinar hasta dónde puede llegarse sin convertir el voto por correo en una insalvable carrera de obstáculos para quien no pueda ejercer el derecho de sufragio activo. Pero las mejoras debieran ser posibles. Con más motivo, cuando todos los partidos comparten el incentivo de evitarse y evitarnos espectáculos como los de los últimos días. Sobre todo, porque ninguno puede poner la mano en el fuego por todos y cada uno de los alcaldables y aspirantes a concejales repartidos en miles de candidaturas por toda España. El escándalo que hoy beneficia a unos y perjudica a otros puede presentarse mañana del revés.

Lo que no tiene remedio posible es aquello que, siendo igualmente deleznable, forma parte de nuestra atávica cultura política. Cosas a las que solo puede plantarse cara desde la ensoñación utópica y naíf. El domingo por la noche, muchos de nuestros compatriotas estarán pendientes de los resultados electorales de sus municipios. El interés de la mayoría de ellos resultará explicable única y exclusivamente por el sano compromiso democrático con la gobernanza de lo público. Pero lamentablemente serán también muchos los que seguirán al detalle el escrutinio por un interés particular, bien porque ya forman parte de una red clientelar en funcionamiento, bien porque aspiran a ingresar en la que vaya a crearse si gobierna quien hasta entonces permanecía en la oposición. Y de esta enfermedad no vamos a curarnos. Entre otras cosas, porque ni siquiera está catalogada como tal. Sin embargo, es el mecanismo de compra de votos más habitual en las elecciones municipales. Sin ruido, sin escándalo. Tratado con normalidad, como la vida misma.

Foto: El ministro de Presidencia, Félix Bolaños (dcha.), el pasado viernes, en un mitin en Mojácar para apoyar al candidato socialista a la alcaldía del municipio almeriense, Manuel Zamora. (PSOE Mojácar)

Afortunadamente, nada de esto es suficiente para cuestionar la calidad democrática y el buen funcionamiento de nuestro sistema de representación institucional. Solo con levantar la vista del ombligo, uno se da de bruces con realidades otrora idealizadas —el funcionamiento de la democracia norteamericana, por ejemplo— que lo obligan a hacer las paces con su entorno más inmediato y considerar que, con algunos borrones, nos manejamos con cierto grado de excelencia en la organización de elecciones y en mantener alejados de los procesos electorales a aquellos que aspiran a corromperlos. Aun así, como todo es mejorable, es obligado militar en la aspiración de que algún día todos los votos se ganen en el terreno de las ideas y los proyectos, abandonando por completo la práctica, también censurable, de comprarlos en el mercado legal del obsequio electoralista o a través de cualquier otra forma encubierta de alterar voluntades a cambio de favores particulares. Por pedir que no quede, que aún estamos en campaña.

Una campaña electoral consiste principalmente en comprar votos. Solo que es conveniente, para que el invento no se vaya al traste, tener la seriedad de hacerlo por los cauces legales. Pero lo cierto es que toda maquinaria electoral bien engrasada aspira a adquirir sufragios al por mayor y al menor precio posible. Vean, a título de ejemplo, el Consejo de Ministros. Las entradas de cine a dos euros para los mayores de 65 años y los viajes en tren por Europa a mitad de precio para los menores de 35 años son un buen ejemplo de lo que decimos. El envoltorio de la palabrería —los mayores tienen derecho a la cultura, los jóvenes a pasearse por el mundo— intenta disfrazar estas decisiones con los ropajes del interés general. Pero no hay que ser muy perspicaz para advertir que detrás de tanto verbo solemne lo que opera es únicamente la voluntad de comprar papeletas. Para hacerlo, bastan dos condiciones. Tener dinero para pagarlos —y los gobernantes lo tienen— y una mirada nada optimista del populacho, al que hay que considerar una masa dispuesta a conformarse con cualquier mendrugo con el que tengamos a bien obsequiarlo. Quede claro que este no es un modo de hacer atribuible a unas siglas en particular. Es la manera común de hacer del gobernante. Ahora el PSOE, en el pasado y en el futuro, cualquier otro.

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