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Ramón González Férriz

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¿Y si Estados Unidos no es una democracia?

Una parte de la derecha cada vez insiste más en que el sistema político estadounidense no es el democrático, sino el republicano: uno que acate la esencia mítica de la nación

Foto: Votaciones anticipadas de las elecciones de mitad de mandato. (EFE/Etienne Laurent)
Votaciones anticipadas de las elecciones de mitad de mandato. (EFE/Etienne Laurent)
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El 9 de octubre de 2020, a pocas semanas de las elecciones presidenciales estadounidenses, un senador republicano, Mike Lee, publicó una serie de extraños tuits. “No somos una democracia”, decía en uno de ellos. “La palabra democracia no aparece en la Constitución, quizá porque nuestra forma de gobierno no es una democracia. Es una república constitucional. Y eso para mí es importante. Debería importarle a cualquiera que se preocupe por la excesiva acumulación de poder en manos de unos pocos”.

Aunque pueda parecer una mera cuestión de matiz, Lee, un personaje secundario en la tumultuosa política estadounidense, tiene parte de razón. En la Constitución estadounidense aparecen palabras como “justicia”, “tranquilidad”, “bienestar” y “libertad” y, por supuesto, “pueblo”, pero no “democracia”. Los padres fundadores temían por encima de todo la tiranía, y recordaban con frecuencia los experimentos de la Grecia clásica en los que una democracia pura —un ciudadano, un voto— se había acabado convirtiendo en el Gobierno de las masas, que oprimían a las minorías y daban un poder omnímodo a un populista. A pesar de ese recelo, y de que ciertamente la palabra democracia no define con exactitud la organización política estadounidense, el diseño institucional que imaginaron —con controles y contrapesos, elecciones y representación— se parece mucho a lo que entendemos hoy en día por democracia.

República, no democracia

Sin embargo, para Lee y cada vez más republicanos, está claro que hay que recuperar la noción “republicana”, y no “democrática”, de la política estadounidense. Y eso se está viendo ahora en la antesala de las elecciones legislativas y estatales que se celebran el próximo martes. Por un lado, muchos candidatos con posibilidades de alcanzar un puesto en el Senado o la Cámara de Representantes afirman que los procesos electorales estadounidenses están fatalmente dañados y que, de hecho, en las últimas presidenciales el aparato burocrático robó la victoria a Donald Trump. Y varios candidatos a gobernador o secretario de Estado —un cargo que tiene, entre otras funciones, supervisar las elecciones— han sugerido que, en el caso de obtener el puesto, no confirmarían los resultados de las próximas elecciones nacionales si estos fueran ajustados y desfavorables para los republicanos.

Foto: Reuters. Opinión

Más allá de cuestiones coyunturales, la reivindicación de la “república” frente a la “democracia” por parte de algunos políticos conservadores tiene raíces mucho más profundas, que ahora rara vez se hacen explícitas. De acuerdo con su interpretación de la Constitución, aunque el país estuviera abierto a la inmigración y protegiera explícitamente la libertad religiosa y de expresión, la nación se constituyó como blanca, protestante y hablante de inglés (nada de esto aparece en el texto constitucional).

Dentro de ese orden esencial, la pluralidad era completamente legítima, aunque no carente de problemas: es conocido el trato dado a los pueblos originarios y la ambigua relación con los hispanos que pasaron a formar parte del país con las conquistas del siglo XIX o la inmigración posterior; durante décadas, se especuló con la expulsión de los inmigrantes italianos e irlandeses, porque se consideraba que su catolicismo les hacía fieles al Papa, no a la nación estadounidense; y, por supuesto, el caso más extremo de los negros, que no solo llegaron al país como esclavos, sino que incluso tras su liberación fueron sometidos a una opresión constante y se les negaron los derechos políticos y su integración plena en la sociedad. Aun así, Estados Unidos era un país plural y el objetivo de muchas minorías era que fuera, además, igualitario. Los conservadores, en todo caso, siempre afirmaron que, por mucho pluralismo e igualitarismo que se alcanzara, esa identidad era inamovible, el ADN de la nación, y que su mantenimiento requería que el poder estuviera siempre en manos de representantes y defensores de esa visión. Aunque, por lamentable que resultara, fueran de izquierdas.

El pacto roto

Sin embargo, al igual que sucedió en los años 60 del siglo pasado, muchos conservadores blancos sienten ahora que ese pacto esencial se ha roto. Creen que la inmigración, sumada al crecimiento interior —bien sea en términos demográficos o de preponderancia social— de las minorías hispanas y negra les han convertido a ellos en la minoría amenazada por la democracia. Sienten que el Estado no solo ha traicionado las raíces libertarias de la Constitución al entrometerse en todos los aspectos de la vida privada de los ciudadanos, sino que ha fomentado a propósito una ideología progresista cuyo fin es destruir el carácter cristiano de la nación. Creen que, precisamente desde los años 60, unas élites internacionalistas, laicas e hipócritas han conspirado para desnaturalizar la nación hasta el punto en que se encuentra hoy: bajo una amenaza existencial que, de no revertirse, acabará finalmente con la excepcionalidad americana, una singular concepción de la libertad y los equilibrios que solo puede mantenerse si el poder está en manos de blancos fieles al proyecto primigenio, o de minorías que no aspiren a subvertirlo. Piensan, como tuiteó el senador Lee, que “el objetivo no es la democracia; lo son la libertad, la paz y la prosperidad. Queremos que la condición humana florezca. La democracia total puede acabar con eso”. En las situaciones más extremas, creen algunos —no es el caso de Lee—, la violencia es un sistema legítimo para impedirla.

Foto: El expresidente de EEUU Donald Trump. (Reuters/Carlos Barria)

Estas ideas, como decía, rara vez se expresan con esta franqueza en público. Pero aparecen de manera soterrada una y otra vez, en los discursos de algunos republicanos, pero también en las fuentes intelectuales, legales y religiosas de esa tendencia republicana: no solo en la Fox o en los programas de radio y YouTube de locutores de aspecto tosco y fanático, sino en revistas conservadoras pequeñas y sofisticadas que defienden con infinidad de argumentos lo que consideran la naturaleza de América.

No esperen ver una dictadura en Estados Unidos. Seguirá siendo una nación plural, en la que se produce una genuina lucha por el igualitarismo y las instituciones resisten. Pero ahora la política allí tiene dos interpretaciones apocalípticas contrapuestas: los republicanos piensan que está en riesgo la nación; los demócratas creen que está en riesgo la democracia. Los segundos son, a veces, mojigatos e intransigentes. Pero los primeros están obsesionados con fantasmagorías de supervivencia y aniquilación. El resultado puede ser catastrófico para la que, con muchos matices, fue la primera Constitución democrática del planeta.

El 9 de octubre de 2020, a pocas semanas de las elecciones presidenciales estadounidenses, un senador republicano, Mike Lee, publicó una serie de extraños tuits. “No somos una democracia”, decía en uno de ellos. “La palabra democracia no aparece en la Constitución, quizá porque nuestra forma de gobierno no es una democracia. Es una república constitucional. Y eso para mí es importante. Debería importarle a cualquiera que se preocupe por la excesiva acumulación de poder en manos de unos pocos”.

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