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El matonismo y el puritanismo en la política española
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Esteban Hernández

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El matonismo y el puritanismo en la política española

Lo personal se ha convertido en el centro de la política, con consecuencias bastante perjudiciales, también para el periodismo. Y encubre una doble impotencia

Foto: Pedro Sánchez no está preocupado por su tesis. (EFE)
Pedro Sánchez no está preocupado por su tesis. (EFE)

La política es un juego de poder. Incluye una dimensión mecánica, siempre presente, que posee una dinámica propia y cuyo objetivo es derrotar al adversario. En un contexto democrático, en el que los votos deciden quién gobierna, es imposible que esa lectura de la política desaparezca, porque es la que sugiere cómo ganar adeptos, cómo minar a los rivales y cómo situarse tácticamente. Ya señalaba el dirigente alemán Richard von Weizsäcker (citado por Fernando Vallespín), que resulta frecuente que “el político de profesión no sea ni un especialista ni un diletante, sino un generalista únicamente experto en oponerse a un adversario”.

Sin embargo, que esta pura oposición de fuerzas esté continuamente presente no significa que no quede sujeta a límites. El problema tiene lugar cuando se sobrepasan, esto es, cuando la dimensión del poder se impone y ahoga al resto de contenido político. Si eso ocurre, y sucede a menudo, las ideas y los mensajes pierden su sentido porque se convierten en meros instrumentos de la intención última, ganar. Nuestro país muestra, en este sentido un escenario paradójico, ya que tras un tiempo en el que el término regeneración ha estado muy presente, en el que la lucha contra la corrupción se convirtió en el motor de los cambios y la transparencia en una de las mayores aspiraciones, todos estos conceptos también han sido absorbidos por ese monstruo que solo busca la victoria.

¿De verdad?

Los últimos escándalos en la política nacional, que han tenido como pretexto los másteres, los TFM y demás, están muy relacionados con esta dinámica. Se han cobrado piezas políticas de importancia (la presidenta de una Comunidad autónoma y una ministra), amenazan al presidente del Gobierno y al líder de la oposición, y sobrevuelan al líder del cuarto partido. De pronto, todos nos hemos visto discutiendo sobre la originalidad de la tesis de Sánchez, sobre si hubo un 'negro' o sobre cómo es posible que su trabajo tuviera tantas faltas de ortografía. Y uno se pregunta cómo hemos llegado a esto. ¿De verdad es relevante políticamente que el presidente haya copiado unos párrafos para un libro? ¿De verdad es un elemento importante para enjuiciar la labor de un representante público? ¿De verdad tiene esto algo que ver con nuestra vida?

Si un máster cobra tanta importancia es por su aspecto simbólico, ya que permite fijar una sombra de sospecha sobre los acusados

Plagiar una tesis, no ir a clase y que te den un máster o inflar un CV son asuntos que pueden tener un interés, pero son políticamente menores. Si cobran tanta importancia es por su aspecto simbólico, ya que permiten fijar una zona de sospecha sobre los acusados. Si son capaces de aceptar que les regalen un título, ¿no lo serán de cosas peores? Si falsean su trayectoria académica, ¿no es buena prueba de que harán trampas en asuntos de mucha mayor trascendencia? Se trata de indicios que dejan la puerta abierta a una desconfianza inhabilitante para ejercer un cargo público.

Apariencias y realidades

Es la misma línea de razonamiento que enlaza la vida privada con la representación política. Si es capaz de engañar a su mujer con la becaria, ¿no es lógico pensar que también nos mentirá a los ciudadanos? Este es el mar de fondo puritano por el que circula la política, en el que se da mayor importancia a las apariencias que a las realidades, a las sospechas que a los hechos, a la superficie que al fondo, a la personalidad que a los actos públicos. Las medidas que un dirigente decida tomar nada tienen que ver con sus relaciones sentimentales, y su capacidad como representante debe ser juzgada a partir de sus acciones, del trabajo que ha realizado en su función y no a partir de consideraciones morales. Un ejemplo de esta semana. Aznar no falseó su CV, pero entre otras cosas metió a España en la guerra de Irak con pruebas falsas, presidió un gobierno lleno de encausados por corrupción y un partido en el que las comisiones trazaban una red subterránea en forma de caja B. Y ahí sigue: lo mismo si se descubre que ha plagiado alguno de sus libros sí se le sancionaría, quién sabe.

Basta con afear alguna conducta personal para tener un arma para atacar a los rivales y para encender la indignación social

La respuesta a por qué estamos inmersos en esta dinámica tan superficialmente feroz es fácil de entender. Cuando la política se vuelve una mera confrontación para llegar al poder, el puritanismo es un arma eficaz, porque se puede golpear fácilmente a los adversarios. No es necesario descubrir grandes asuntos, tampoco argumentar y por supuesto, no es preciso recurrir a la confrontación de ideas. Basta con afear alguna conducta personal para tener un arma con la que atacar a los rivales y para encender la indignación social.

La moral y los gritos

Esta es la esencia de este movimiento puritano, convertir la política en un asunto privado: ya no valoramos las acciones de los dirigentes, sino sus personas. ¿Es guapo? ¿Es honesto? ¿Da buena imagen? ¿Cae bien? ¿Hay algo en su vida que arroje una sombra de sospecha? ¿Está limpio? De pronto, todo aquello que los ciudadanos debíamos tener en cuenta para dar o negar nuestro apoyo a un político desaparece de escena, y queda sustituido por una versión cool de Sálvame: un montón de gente gritando sobre las acciones moralmente deficientes de los otros.

Ninguna vida soporta un exhaustivo escrutinio público. Y los seres angelicales nada podrían hacer contra las tergiversaciones y manipulaciones

Por supuesto, situar los plagios en un lugar menor de la escala de importancia política nada tiene que ver con disculpar tales comportamientos. Tampoco con pasar por alto delitos, si los hubiera, por pequeños que fuesen. Nadie puede utilizar un cargo público para beneficiarse, sea para obtener una carrera o una cuenta en Suiza, y esto no debería admitir discusión. Sin embargo, vivir en ese puritanismo que va buscando cualquier rastro de pecado, estar continuamente pendientes de la sospecha, es un grave error. Ninguna vida soporta un exhaustivo escrutinio público, e incluso quien pudiera pasar la prueba, nada tendría que hacer contra las tergiversaciones y manipulaciones

El síntoma y la enfermedad

El mundo político debería reflexionar, porque ha entrado en un escenario que se le vuelve en contra, y en cierta medida ha de reconocerse que lo tiene bien merecido. Hemos de recordar que este asunto de las titulaciones académicas comenzó con Cifuentes, a la que se expulsó de la presidencia de la Comunidad de una manera vergonzosa con forma de vídeo. Pero les venía bien a todos: a parte de los suyos, a los rivales políticos y a los que clamaban por la regeneración. El problema es que, una vez desatado el síntoma, la enfermedad se ha reproducido y ya no reconoce amigos ni enemigos. Cuando lo único que importa es vencer al rival se cae en estas cosas y se convierten asuntos menores en portadas continuas, mientras los asuntos mayores pasan completamente desapercibidos.

Cuando se comienza por decir que el rival es ciego, demasiado ideológico o directamente imbécil, ya no es necesario recurrir a razones

El segundo asunto típico de nuestra era política es el matonismo. Si con el puritanismo se logra evitar la utilización de argumentos, razones e ideas mediante la devaluación del otro, lo que se consigue señalando sus teóricos defectos morales, con el matonismo se llega al mismo lugar pero a través del desprecio. El rival es demasiado ideológico, es alguien ciego, o directamente imbécil. Al emplear la descalificación como punto de partida, ya no es necesario explicar los motivos, que se dan por conocidos; ni tampoco recurrir a razones, porque todos sabemos que con lo estúpida que es esa persona nada bueno puede hacer.

Si dibujas al oponente como alguien desatado e irracional, es fácil que puedas decir de ti mismo que eres alguien sensato y razonable

El matonismo es una táctica usual. La hemos visto esta semana con el artículo en el que un periodista recomendaba dirigirse a Rufián en estos términos “La polla, maricón, ¿cómo quieres comérmela?”, pero la sufrimos a menudo, tanto en las redes como en los medios de comunicación. Esta actitud, más allá de las exageraciones, forma parte de una técnica que consiste en dibujar al adversario como un ser profundamente ideologizado, desatado e irracional, lo cual permite afirmarse sin contradicciones como alguien sensato y razonable. Si se es neoliberal extremo, lo más frecuente es que señale al oponente como un rojo amigo de Stalin, lo cual permite decir de sí que es centrista. Es una técnica política que el PP de Aznar practicó de continuo, con aquellas pancartas de ‘zETAp’, con las TDT y demás, que Rajoy recogió contra Podemos, y que el mismo señor del bigote ha empleado esta semana en su comparecencia en el Congreso. En fin, si llamaban comunista a ZP, no quiero saber qué habría ocurrido si se hubieran encontrado con Lenin.

Los rojipardos

Esta artimaña no es exclusiva de la derecha aznarista. La hemos visto aparecer, por ejemplo en la última discusión en la izquierda: si una corriente decide que lo material se defiende mejor dentro de las fronteras nacionales, sus compañeros y enemigos zanjan la historia llamándoles rojipardos, blanqueadores y fascistas, porque, en fin, para qué se van a valorar los argumentos y las razones si con los insultos la conversación se termina antes.

Se alimentan la indignación, las conversaciones airadas de bar y el resentimiento, es decir, el espectáculo; y ya sabe que el espectáculo vende

El puritanismo y el matonismo son señales de una doble impotencia. Desde luego periodística: son escenarios que vienen muy bien para generar polémicas, conseguir lecturas y fidelizar a los partidarios. Además, son técnicas sencillas: se escarba hasta encontrar cualquier cosa superficial de los partidos y de los políticos menos afines, se estira todo lo posible, y se hace moralina con el traje de justiciero. Se alimentan así la indignación, las conversaciones de bar y el resentimiento, es decir, el espectáculo, y ya sabe que el espectáculo vende. Al menos en teoría: porque si todo lo malo que se puede descubrir de un presidente del Gobierno es que ha copiado unos párrafos de un libro o que su tesis es poco original, o el periodista no está haciendo su trabajo o el presidente es un ser casi ejemplar.

La impotencia real

El segundo tipo de impotencia es político. No se trata únicamente de que en esta guerra por el poder se recurran a tácticas poco éticas, sino que estas no son más que lo único que les queda cuando no se puede hacer política. La realidad es que, en el escenario actual, cualquier partido que llegue al poder tiene un ámbito de actuación muy limitado, y en especial en lo económico. Pueden prometer lo que quieran cuando están fuera de la Moncloa, pero saben que no cumplirán con lo prometido. El PP de Rajoy juraba ante la Biblia que iba a bajar los impuestos, pero en cuanto llegó al poder los subió; el PSOE de Sánchez hablaba de impuesto a la banca, a las tecnológicas y tantas otras cosas que no tienen ninguna pinta de que vayan a producirse. Las diferencias reales entre unos y otros partidos se producen en ámbitos materialmente vacíos, como la exhumación de Franco, pero poco más.

Esta reducción de lo político a lo personal borra todo aquello que daba sentido a la política

En ese escenario donde la política española tiene las manos bastante atadas, a nuestros representantes y algunos medios afines, no les queda más remedio que recurrir al puritanismo y al matonismo para construir la ficción de un enfrentamiento radical entre gente que tiene ideas muy similares, salvo en la forma de vestir, si van o no a misa o en a qué dedican su tiempo libre. Entre la furia por las pequeñas cosas y el ruido de las batallas por el poder, los españoles nos quedamos huérfanos de ideas, que es justo lo que más necesitamos. Porque esta reducción de lo político a lo personal borra todo aquello que le daba sentido: los proyectos de sociedad, de presente y de futuro, las soluciones concretas a los problemas, y el modo de mejorar nuestras vidas. Pero aquí estamos, en una versión hostil de Sálvame.

La política es un juego de poder. Incluye una dimensión mecánica, siempre presente, que posee una dinámica propia y cuyo objetivo es derrotar al adversario. En un contexto democrático, en el que los votos deciden quién gobierna, es imposible que esa lectura de la política desaparezca, porque es la que sugiere cómo ganar adeptos, cómo minar a los rivales y cómo situarse tácticamente. Ya señalaba el dirigente alemán Richard von Weizsäcker (citado por Fernando Vallespín), que resulta frecuente que “el político de profesión no sea ni un especialista ni un diletante, sino un generalista únicamente experto en oponerse a un adversario”.

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