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Los jóvenes viven mal por culpa de los mayores o el cansancio infinito
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Esteban Hernández

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Los jóvenes viven mal por culpa de los mayores o el cansancio infinito

La última cuita cultural insiste en enfrentar a las generaciones más jóvenes con las más mayores, como si las segundas fueran las responsables del deterioro español

Foto: Jóvenes en una fila para realizar una prueba. (EFE)
Jóvenes en una fila para realizar una prueba. (EFE)

Generar indignación es una estrategia que funciona. Basta con emitir una tesis contundente que oponga una parte de la población a otra para que, entre refutaciones y adhesiones, la idea comience a circular. Puede ser el caso de la 'generación tapón', en la que incide un reciente libro de Josep Sala i Cullell, que ahonda en este tipo de polémicas agotadoras, ya que llueve sobre mojado.

Las peleas del patio de vecinos

Una de las críticas que con más frecuencia se han formulado a la izquierda actual, y desde luego me he sumado a esa línea, es su escasa capacidad para entender el conjunto, lo que venía llamándose el sistema, para, en su lugar, provocar enfrentamientos estériles entre grupos de población, cuyo resultado obvio era asentar las transformaciones que el mismo sistema estaba llevando a cabo. Buena parte de las últimas cuitas políticas, banales y hostiles, pero finalmente relevantes, se han tejido gracias a este tipo de argumentos que nos entretenían con las peleas entre los vecinos del primero y los del quinto mientras el edificio se deterioraba por el peso de los vicios estructurales.

Ahora tenemos una nueva cuita cultural, los viejos nos roban. Como siempre que surgen, la tesis se apoya en una parte real que exagera

Pero daba igual, porque teníamos algo de qué discutir. Este progresismo chorra fue rápidamente seguido por una derecha igual de lamentable, que nos enfrascaba en discusiones estériles pero entretenidas. La polarización consiste sobre todo en esto, en enfrentar a gente que forma parte de lo mismo de manera que luchen por el poder, el reconocimiento y los recursos disponibles, que son pocos, en lugar de intentar cambiar el marco para que salga beneficiado el mayor número de personas posible.

Ahora tenemos una nueva cuita cultural, los viejos nos roban. Como siempre que surgen estas historias, la tesis se apoya en una parte que es real. Las generaciones anteriores han vivido mejor que las nuestras, al menos una parte de su vida. Porque hay que entender cuáles eran las condiciones laborales en la España de los 50 y 60, las penurias y dificultades que la mayor parte de la gente tuvo que afrontar, las condiciones lamentables que soportaron y la cantidad de sacrificios que tuvieron que realizar hasta alcanzar cierta estabilidad, para entender el mapa completo. Hagamos abstracción, eso sí, de que estas son las generaciones que han muerto en residencias durante el coronavirus.

Las pensiones son un problema

Pero es cierto que estas generaciones pudieron tener un piso en propiedad que se pagaba en diez años, que fue más fácil su acceso a un trabajo estable, ya fuera en la función pública, en empresas estatales, en grandes compañías o en pequeños negocios, que pudieron enviar a sus hijos a la universidad porque tenían recursos y ayudas para ello, y que se han jubilado en condiciones que nosotros no tendremos nunca. Pero quizá fuera más sensato pelear por conseguir que esas condiciones perduren o que se mejoren en lugar de atizar el resentimiento contra ellos. Porque si el problema es que los mayores cobran pensiones de mil euros y una casa en propiedad quizá la solución no sea rebajar sus pensiones a la mitad y quitarles la casa.

Los viejos son un comodín: son los culpables del Brexit y de Trump, los que no se adaptan a la digitalización, los que adoptan ideas reaccionarias

Otra de las cuestiones interesantes de este tipo de polarización es que suele funcionar, en parte porque un grupo se siente atacado y otro se ve reflejado. Es probable que mucha gente, y no solo los jóvenes, sino personas en la treintena larga o en la cuarentena, vean limitadas sus posibilidades, vivan en la frustración y encuentren una diana fácil a la que culpar. Piensan en los enormes méritos que atesoran sin que se les reconozca lo suficiente, o en las insuficientes condiciones salariales, o en el recorrido corto que entrevén, y encuentran alguien a quien responsabilizar. En fin, esto se parece mucho a lo que ese tipo de gente critica del populismo, soluciones fáciles. Los viejos, además, se han convertido en un comodín: son los culpables del Brexit y de Trump, los que no se adaptan a la digitalización, los que tienen ideas reaccionarias. Pero además de todo esto, nos dicen, son los que tienen el poder en sus manos.

Las élites españolas

Es cierto también que en las últimas décadas la circulación entre las élites españolas, pero también de muchos otros países, ha sido escasa. En fin, así suelen funcionar las cosas: quienes llegan al poder tratan de conservarlo el máximo de tiempo posible. En el caso español, lo han conseguido en buena medida gracias a una estrategia generalizada, también fuera: la gente que asciende llega hasta cierto tope, justo antes de alcanzar la parte de arriba del todo; en ese momento, se les despide o se les desplaza lateralmente. Les ha pasado a generaciones anteriores a la de Josep Sala, le está pasando a la suya y le ocurrirá probablemente a las siguientes.

A esto se lo puede nombrar de muchas formas, el sistema, el capitalismo, el deseo de poder, pero no “los viejos”. Forma parte de un estado de cosas, de un tipo de funcionamiento de las compañías y de las instituciones contemporáneas, y si no te gusta, que es probable que no, harías bien en intentar cambiarlo en lugar de culpar a un conjunto de personas, muchas de las cuales han sido despedidas para que sus puestos sean ocupados por gente con menor edad y menor salario. En todas partes cuecen habas, por utilizar una vieja expresión.

Enfrentan a los veteranos contra los novatos, a los jóvenes contra los viejos, a los negros contra los blancos, para mantenernos a todos en nuestro lugar

Esto, en el fondo, no es más que la estrategia del 'reality'. Coges a unas cuantas personas, las metes en un espacio cerrado, las pones a competir, combaten entre ellas, y el espectador mira a través de las pantallas y toma partido por unos u otros. Es fácil, además, implicarse emocionalmente, porque hay participantes más capullos y menos, y simpatizar con unos y rechazar a otros es lo usual. Pero, enfrascados en esas cuitas, raramente se cae en la cuenta de que todo está organizado para que ocurra así. Por citar el ejemplo actual, se eligen parejas con una personalidad determinada, que se sabe que darán juego, y se ponen todos los mimbres para que las tensiones explotes. La gente se pelea en el programa, se discute sobre ellos en tertulias ad hoc, los espectadores lo comentan por redes y el resultado es que alguien hace dinero con todo ese ruido. Estas cuitas políticas funcionan igual: hay declaraciones encendidas, hostilidad, posicionamiento a favor o en contra, pero hasta que llegue la siguiente polémica. Paul Schrader, director y guionista, ofrecía una visión sobre quién hace caja en su película ‘Blue Collar’: “Enfrentan a los veteranos contra los novatos, los jóvenes contra los viejos, los negros contra los blancos, para mantenernos a todos en nuestro lugar”. Pues ya está.

Generar indignación es una estrategia que funciona. Basta con emitir una tesis contundente que oponga una parte de la población a otra para que, entre refutaciones y adhesiones, la idea comience a circular. Puede ser el caso de la 'generación tapón', en la que incide un reciente libro de Josep Sala i Cullell, que ahonda en este tipo de polémicas agotadoras, ya que llueve sobre mojado.

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