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Aurora Nacarino-Brabo

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La sensación de colapso es tan vertiginosa que algunos no aciertan a explicarse lo que le sucedió a la coalición de Gobierno el pasado 28 de mayo. Hay muchos análisis posibles, pero puede resumirse así: sucedió España

Foto: Ayuso, Feijóo y Almeida celebran los resultados electorales. (EFE/Juanjo Martín)
Ayuso, Feijóo y Almeida celebran los resultados electorales. (EFE/Juanjo Martín)
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Es ya un lugar común, pero aquella viñeta de Chumy Chúmez sigue constituyendo el análisis político más fino sobre nuestra izquierda: "A veces pienso que esta gente no se merece que me lea entero El Capital" ―no lo leerían por grandes que fueran los méritos, claro, pero ese es otro tema―. El balance que ha hecho la coalición de Gobierno de su derrota ―bastante estrepitosa― en las elecciones municipales y autonómicas es esa: que la gente vota mal. De hecho, Sánchez ha dispuesto la convocatoria anticipada de las generales como una segunda vuelta en la que nos concede la oportunidad de redimirnos y votar, esta vez sí, bien.

Atendiendo a los discursos que salen de la Moncloa estos días, el vuelco político se explica por dos variables: la vieja "falsa conciencia" marxiana y la ola reaccionaria. Es difícil conciliar ambas justificaciones: por un lado, los españoles habrían votado en contra de sus propios intereses por desconocimiento; por el otro, el pueblo se ha entregado a la reacción, liderada por Feijóo, ese Trump improbable y gallego. En lógica, hay que respetar el principio de no contradicción: o ignorantes o fachas, pero no las dos cosas a la vez. Y en política conviene no abusar del principio de verosimilitud.

Foto: Alberto Garzón, ministro de Consumo y coordinador federal de Izquierda Unida.  EFE / Jennifer Gómez
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La ministra Teresa Ribera lamentó esta semana en el programa de Carlos Alsina que los españoles hubieran votado por razones emocionales y no económicas. Es el nuevo relato, aunque un relato perdedor: que la economía va "como una moto" y que eso es lo único que los votantes deberíamos tener en cuenta al acercarnos a la urna. Es llamativo que la izquierda que abrazó con entusiasmo las batallas culturales, la exaltación de las identidades, el voto expresivo y la exhibición moral quiera cancelar ahora la posmodernidad para retornar al materialismo. Demasiado tarde.

Sin embargo, los intereses materiales no han dejado de estar presentes en la toma de decisión del voto, lo que sucede es que hay una brecha entre las tendencias macroeconómicas de las que alardea el Gobierno y la realidad doméstica de las familias españolas: decir que la economía va como una moto suena a broma de mal gusto en demasiados hogares.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. (EFE/J. J. Guillén)

Con todo, no será la economía lo que haga caer a Sánchez. Y eso demuestra que un país es más que una cuenta de resultados. La patria no es el dato del paro desestacionalizado. La patria ni siquiera es un hospital, como dice Errejón. O no solo. Una mayoría de españoles parece converger en la idea de que la coalición gobernante y su constelación de socios son perjudiciales para los intereses nacionales. Es decir, hay una conciencia nacional, y eso es lo que la izquierda nunca vio venir. Se creyeron su propia cháchara: que España apenas existe como una realidad plurinacional, como un Estado contenedor de las verdaderas naciones, que son siete u ocho, según Miquel Iceta. Sánchez subestimó el apego de los españoles a su país: resulta que, después de todo, nos importa. Y, cuando el presidente le toca las narices a la nación, la nación comparece.

Un buen ejemplo es el de la reciente crisis de la fresa, en la que Sánchez y Teresa Ribera se alinearon con el lobby alemán que acusa a los agricultores españoles de hacer un cultivo poco sostenible. Tuvieron que recular. Del presidente y los ministros de una nación se espera que defiendan los intereses de la nación, y los nuestros lo descubrieron de golpe: hacer electoralismo contra los intereses nacionales sale mal.

Al mismo tiempo, el presidente ha sobrestimado la elasticidad del votante. Presumió que la sociedad es desmemoriada y creyó que la política lo aguantaba todo: el tacticismo de alianzas sin constreñimientos éticos, la contradicción permanente, la mentira o la ausencia de palabra, la acción impredecible, el caos legislativo y la gresca permanente en el Consejo de Ministros. Todo tiene un límite. De este ciclo político cabe concluir que los ciudadanos se cansan de los aventureros y los jugadores, y que, sin confiar demasiado en sus gobernantes, aspiran, al menos, a vivir en un país normal. Y el sanchismo ha sido un tiempo político de excepcionalidad.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (i), y el presidente de Castilla-La Mancha, Emiliano García-Page (d). (EFE/Jesús Monroy)

La peor encuesta para el Gobierno es la que se deduce del guirigay interno. Sánchez adelantó las elecciones, entre otros motivos, para que la premura de plazos impidiera a la oposición interna organizarse en su contra. Pero, incluso a pocas semanas de votar, el ruido de sables comienza a ser ensordecedor y trasluce que en el PSOE hay muchas competiciones y ninguna de ellas es contra Feijóo. Ya nadie cree que se pueda salvar el Gobierno, y la empresa cobra ahora aires agónicos de misión: hay que salvar el partido. Las siglas históricas. Mientras tanto, a su izquierda, Podemos y Sumar negocian una alianza a navajazos: ya no hay biquiños. Que la cursilería puede servir de coartada a las carnicerías más salvajes lo sabemos todos los que crecimos escuchando a Silvio Rodríguez.

La sensación de colapso es tan vertiginosa que algunos no aciertan a explicarse lo que le sucedió a la coalición de Gobierno el pasado 28 de mayo. Hay muchos análisis posibles, pero puede resumirse así: sucedió España.

Es ya un lugar común, pero aquella viñeta de Chumy Chúmez sigue constituyendo el análisis político más fino sobre nuestra izquierda: "A veces pienso que esta gente no se merece que me lea entero El Capital" ―no lo leerían por grandes que fueran los méritos, claro, pero ese es otro tema―. El balance que ha hecho la coalición de Gobierno de su derrota ―bastante estrepitosa― en las elecciones municipales y autonómicas es esa: que la gente vota mal. De hecho, Sánchez ha dispuesto la convocatoria anticipada de las generales como una segunda vuelta en la que nos concede la oportunidad de redimirnos y votar, esta vez sí, bien.

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