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De paseo con Baroja
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Marta García Aller

Segundo Párrafo

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De paseo con Baroja

El de memorialista seguramente sea el oficio callejero más interesante de todos los que recuerda Baroja. Ahora es el mundo conectado el que lo está cambiando todo

Foto: La madrileña Puerta del Sol en los años 40.
La madrileña Puerta del Sol en los años 40.

En uno de sus paseos por Madrid, Pío Baroja, ya mayor, reflexionaba sobre todas esas gentes que recordaba ganándose la vida por las calles de la capital cuando era joven y cuyos oficios poco a poco habían ido desapareciendo. En los años 40 ya no quedaban aguadores sentados sobre una cuba para llevar agua a domicilio ni servirla con azucarillos y aguardiente, como en la zarzuela de Chueca. Habían desaparecido también los santeros, los pescaderos con traje maragato y los vendedores que a finales del XIX todavía pregonaban a gritos el género: requesón, periódicos, castañas, liebres... Medio siglo más tarde, cuando la electricidad ya lo había cambiado todo, Baroja recordaba aquel caos con más curiosidad que nostalgia.

El de memorialista seguramente sea el oficio callejero más interesante de todos los que recuerda Baroja en ese ensayo recogido en ‘Las calles siniestras. Antología del eterno paseante’ (Editorial La Felguera), una delicia de libro. El memorialista era el escribiente del pueblo, una especie de secretario asequible para criadas, pinches y cigarreras. Como en la gran ciudad la burocracia avanzaba más rápido que la alfabetización, la necesidad de escribir era mayor que nunca. Los memorialistas apuntaban en plena calle lo que les mandaban, apoyados en cajas de madera que servían de escritorio improvisado, a veces detrás de un biombo. Lo mismo rellenaban licencias o esquelas que escribían cartas de amor por encargo. Baroja recuerda uno en un tugurio de la calle de la Luna, pero los memorialistas madrileños más reputados eran los que se instalaban en la Plaza Mayor o en la Puerta del Sol, cerca de la Real Casa de Correos.

placeholder Casetas de memorialistas de la época.
Casetas de memorialistas de la época.

Apenas quedan ya oficios callejeros por Madrid de esos que con solo un vistazo pueda identificar un paseante. Menos poéticos que los memorialistas, aunque también anden por la calle tomando notas, son los del SER. No es un nombre metafísico sino recaudatorio, que responde al Servicio de Estacionamiento Regulado. No dará para una zarzuela, pero es un oficio callejero, al fin y al cabo, pasearse por las aceras con un chaleco amarillo poniendo multas de aparcamiento. Se los conoce como “los de la hora”, que oficialmente no lleva ‘h’ porque es la ORA (Ordenanza para la Regulación de Aparcamientos). Igual que esa ‘h’, no es esta una profesión que vaya a echarse mucho de menos cuando desaparezca.

Ganándose la vida están también los que se visten de Pocoyó en Sol para la foto, los encuestadores de las ONG en Preciados y los que reparten publicidad de garitos en Huertas. Creo, sin embargo, que el oficio callejero que mejor retrata la ciudad en esta época de tránsito es el de los ‘riders’. Miles de chavales cargan a todas horas a la espalda sus mochilas verdes o azules y recorren en bici la ciudad llevando a cuestas de un sitio a otro las compras online de todos aquellos a los que les ha dado pereza salir de casa. Son una versión contemporánea de los vendedores ambulantes decimonónicos que describe Baroja, solo que ahora los gritos los dan las apps que llevamos en el móvil. El verdadero ruido está online.

Foto: La llamada 'ley rider' entró en vigor el pasado 12 de agosto. ( EFE/Juan Carlos Hidalgo)

Resisten algunas otras profesiones callejeras. Vendedores de castañas, como los de Callao y Atocha, que ahora también venden batatas dulces y mazorcas de maíz, pero sus puestos han ido sofisticando tanto que van perdiendo el aire ambulante que tenían aquellos bidones ardiendo. Callejeros sí que son los manteros vendiendo pulseras de terraza en terraza y los malabaristas que en semáforos eternos como el de José Abascal amenizan la espera por la voluntad. No sé qué fue de los que vendían rosas, hace mucho que no los veo. También hace mucho que no voy a ver a mi quiosquero.

Estos tiempos, como los de Baroja, también reflejan un tránsito tecnológico entre dos mundos

Estos tiempos, como los de Baroja, también reflejan un tránsito tecnológico entre dos mundos. Entre la infancia del escritor en el XIX y su vejez en el XX, la electricidad fue una de las revoluciones tecnológicas con las que vio cambiar el mundo, que es la manera rimbombante que tenemos de decir que cambió el aspecto de las calles por las que paseaba todos los días y la manera que tenía la gente de ganarse la vida. Ahora es el mundo conectado el que lo está cambiando todo y muchas otras profesiones desaparecerán. A los ‘riders’ ya están en algunas ciudades estadounidenses sustituyéndolos una especie de robots que llevan la comida a domicilio en carritos autónomos. También hay drones y sensores vigilando el tráfico que lo mismo no tardando pueden automatizar las multas.

placeholder Antiguo quiosco de los años 50 en Madrid.
Antiguo quiosco de los años 50 en Madrid.

Los cambios a veces tardan más en llegar de lo que parece. En 1930, el diario El Liberal publicaba una entrevista a don Braulio, el último memorialista de Madrid. Cuenta Juan Jimenez, estudioso del tema, que la de memorialista pasó de ser una profesión esencial en el siglo XIX a una rareza en el XX que difícilmente daba para subsistir pero a cuya desaparición se resistían sus protagonistas porque no sabían hacer otra cosa. Don Braulio seguía escribiendo cartas por un real en la calle de la Paloma, pero en realidad la mayor parte del tiempo remendaba zapatos para ganarse la vida.

A medida que vamos mudando más ratos de la vida online, van quedando menos oficios callejeros que no dependan de un algoritmo. Bien lo saben los penúltimos quiosqueros, que hace tiempo que venden más refrescos que periódicos. Fernando siempre dice que no sabe si la profesión le aguantará hasta que se jubile. Su quiosco está abajo del todo de la cuesta de Moyano, no muy lejos de la estatua que Madrid le dedicó a Pío Baroja.

En uno de sus paseos por Madrid, Pío Baroja, ya mayor, reflexionaba sobre todas esas gentes que recordaba ganándose la vida por las calles de la capital cuando era joven y cuyos oficios poco a poco habían ido desapareciendo. En los años 40 ya no quedaban aguadores sentados sobre una cuba para llevar agua a domicilio ni servirla con azucarillos y aguardiente, como en la zarzuela de Chueca. Habían desaparecido también los santeros, los pescaderos con traje maragato y los vendedores que a finales del XIX todavía pregonaban a gritos el género: requesón, periódicos, castañas, liebres... Medio siglo más tarde, cuando la electricidad ya lo había cambiado todo, Baroja recordaba aquel caos con más curiosidad que nostalgia.

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