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El motín de Esquilache y las mascarillas o cómo Sánchez sale al rescate de Ayuso
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Marta García Aller

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El motín de Esquilache y las mascarillas o cómo Sánchez sale al rescate de Ayuso

El presidente da oxígeno a Ayuso, cuya gestión con los test de antígenos estaba siendo muy criticada

Foto: Ayuso, en el pleno de la Asamblea de Madrid (Efe)
Ayuso, en el pleno de la Asamblea de Madrid (Efe)

Alguien podría haber recordado en la conferencia de presidentes lo que pasó en el motín de Esquilache para que el Gobierno se pensara anunciar la vuelta a la obligatoriedad de mascarilla en exteriores el día de Nochebuena. Un pueblo puede estar harto, muy harto, pasando hambre y frío, rodeado de gobernantes impopulares, y acostumbrarse dócilmente a ello. Sin embargo, el hartazgo ante una medida aparentemente anecdótica puede romper la inercia y cambiarlo todo. No siempre es la medida más injusta, sino la más absurda, la que colma el vaso de todas las paciencias.

Empezó en la plazuela de Antón Martín, un Domingo de Ramos de 1766. En Madrid se pasaba hambre, mucha. El precio del pan había subido demasiado y los impuestos al traslado del grano no habían hecho más que empeorar la situación, ya complicada tras años de malas cosechas. Sin embargo, no fue al ir a comprar un mendrugo de pan cuando los madrileños se armaron con palos para protestar contra el gobierno en una de las revueltas populares más famosas de la capital. Fue al prohibirles que fueran embozados por la calle en capa larga y sombrero redondo. Se estaban muriendo de hambre, pero lo que prendió la mecha del malestar contra el ministro Esquilache fue una orden sobre la vestimenta. Al pasar por delante del cuartel de Antón Martín, un soldado preguntó a un embozado por qué no cumplía la orden, a lo que este contestó que no le daba la gana. Y ahí fue cuando se lió.

En tiempos de pandemia la controversia no es quitarse el embozo sino ponerlo. En plena sexta ola de la pandemia, el gobierno de Sánchez ha vuelto a decretar el uso de la mascarilla en exteriores sin explicar claramente en qué se diferencia de la obligatoriedad ya vigente ni cómo puede ayudar a prevenir la Omicron. También ha anunciado otras medidas, como aumentar la disponibilidad de test, reforzar los equipos de vacunación y mejorar las condiciones laborales de los sanitarios, que pueden ser muy útiles pero a las que ya nadie ha prestado atención, eclipsadas por la dichosa obligatoriedad de mascarilla al aire libre. También Esquilache decretó el alumbrado público y el empedrado de las calles, pero quién se acuerda de eso.

Sánchez ha conseguido algo que parecía imposible: unir a izquierda y derecha en la desazón

Llevar mascarilla por la calle, algo que por otra parte mucha gente seguía haciendo en las ciudades de forma preventiva o por evitarse el trasiego de quitar y ponérsela, es una medida de cuya utilidad dudan numerosos científicos, salvo que se esté a poca distancia de otra gente (algo que ya era obligatorio desde que en mayo decretaron la vuelta de la sonrisas). Aún está por ver aún en qué se concreta este nuevo uso de mascarilla en exteriores, y si es realmente nuevo o no, ya que en la rueda de prensa el presidente Sánchez habló de “excepciones” similares a las ya existentes, pero a la vez insistió en que se trata de “una protección extra” necesaria para mejorar la protección en pleno aumento de contagios.

Al filtrarse la medida, la indignación corrió rápidamente por las redes, que es como la gente coge ahora los palos que antes se llevaban frente al Cuartel de los Inválidos desde una taberna de Amor de Dios. La clave está ahora en el BOE que siga al Consejo de Ministros. Se verá entonces en qué queda la medida y si el revuelo que se produjo al conocerse el nuevo decreto hizo al gobierno recular sobre la marcha esta medida que le pedían a Sánchez media docena de comunidades autónomas de todos los colores políticos.

La imposición de la mascarilla en exteriores ha conseguido, eso sí, algo que parecía imposible en España. Unir a científicos y negacionistas, a derechas e izquierdas, a populistas y moderados. Todos por fin están de acuerdo. Todos, en contra. Dicen que es una medida inútil. Tanta animadversión generó en redes la vuelta al embozo en los primeros minutos que mucha gente que hasta ahora llevaba siempre puesta la mascarilla por la calle por mera inercia se planteó quitársela para siempre. Para algo que aún no estaba politizado en España, la mascarilla, ya lo hemos estropeado.

placeholder Sánchez, vendiendo una de las medidas más impopulares de la democracia (Efe)
Sánchez, vendiendo una de las medidas más impopulares de la democracia (Efe)

El anuncio ha tenido también otro efecto. En la sexta ola el debate ya no estaba siendo si restricciones o libertad, que es el que más contribuyó a la popularidad de la presidenta de la Comunidad de Madrid en los anteriores repuntes de la pandemia y la catapultó en las elecciones del 4-M. Esta vez la indignación corría por otros lares menos favorables para Ayuso. Horas antes de que la indignación la canalizara un anuncio confuso sobre las mascarillas, el debate estaba centrado en la falta de refuerzo de la sanidad pública y la crítica a la precariedad de los sanitarios. Cundía también la indignación por la escasez de los test de antígenos prometidos por Ayuso y por las largas listas de espera para conseguir una simple baja laboral al dar positivo.

Mientras la sexta ola no gire en torno a las restricciones, sino a la capacidad de atención primaria para atender una avalancha de positivos mayoritariamente leves, la izquierda partía con ventaja para canalizar el discurso de la falta de inversión en recursos públicos durante la pandemia. Todo eso, sin embargo, quedó tapado por la indignación popular que generó la idea de volver a imponer el embozo en exteriores. Twitter se llenó de gente diciendo que no le daba la gana taparse, como aquella plaza de Antón Martín en tiempos de Carlos III en la que la gente gritaba que no quería destaparse. Ahora que las revueltas arden en redes en vez de en las plazas, no darán para pintar un cuadro de Goya, pero permiten a los gobernantes enterarse de cuándo se está fraguando un motín a sus medidas antes incluso de terminar de tomarlas.

Alguien podría haber recordado en la conferencia de presidentes lo que pasó en el motín de Esquilache para que el Gobierno se pensara anunciar la vuelta a la obligatoriedad de mascarilla en exteriores el día de Nochebuena. Un pueblo puede estar harto, muy harto, pasando hambre y frío, rodeado de gobernantes impopulares, y acostumbrarse dócilmente a ello. Sin embargo, el hartazgo ante una medida aparentemente anecdótica puede romper la inercia y cambiarlo todo. No siempre es la medida más injusta, sino la más absurda, la que colma el vaso de todas las paciencias.

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