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De obra maestra de la diplomacia a comerse un cuscús con Mohamed VI
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Ángel Villarino

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De obra maestra de la diplomacia a comerse un cuscús con Mohamed VI

La cesión con el Sáhara es sencillamente la única solución que ha encontrado este Gobierno para acabar con una situación que consideraban insostenible durante más tiempo

Foto: El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, durante la rueda de prensa ofrecida este jueves en Rabat. (EFE/Mariscal)
El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, durante la rueda de prensa ofrecida este jueves en Rabat. (EFE/Mariscal)
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Cuando, el pasado viernes 18 de marzo, se anunció el cambio histórico de España en el Sáhara, se airearon muchas hipótesis. Se habló de presuntas amenazas de Rabat aprovechando el río revuelto en Ucrania, de presiones de Washington y París imposibles de resistir, incluso de una maniobra de Sánchez para incomodar a sus socios y forzar una crisis de gobierno en un momento propicio, con la voladura del PP aún humeando.

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Pero la más llamativa, y seguramente la más repetida, era la que hablaba de una negociación a varias bandas, una gran obra maestra de la diplomacia en la que todos salían ganando. El constructo, convenientemente susurrado en sus diferentes versiones, partía de ensoñaciones prodigiosas. Se habló de un nuevo contexto internacional en el que Estados Unidos y la Unión Europea necesitaban sellar la barrera de seguridad en el norte de África para taponar el caos del Sahel. Se dijo que Marruecos obtendría por fin vía libre para el Sáhara Occidental. Y que Argelia, a cambio, podría convertirse en el gran suministrador de gas europeo a través del MidCat y pasar página de su dependencia con una Rusia arruinada, su principal suministrador de armamento.

Foto: El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez (d), se reúne con el rey Mohamed VI de Marruecos (i). (EFE/Mariscal)

España, por supuesto, iba a ser la mejor parada. Estábamos matando por lo menos 12 pájaros de un tiro: vía libre a convertirnos en el ‘hub gasístico’ del continente, una solución definitiva para los problemas con nuestro vecino levantisco, garantías para la integridad de Ceuta y Melilla, un vuelco para el lastre del Sáhara (“antes o después había que hacerlo, llevamos medio siglo así y no vamos a ningún sitio, no es realista”). Quizás Argelia patalearía brevemente de cara a su parroquia y al Polisario, pero tampoco mucho. Todos contentos, con la excepción de los saharauis. Y ni siquiera, porque a largo plazo iba a ser mejor también para ellos.

La fantasía se fue viniendo abajo por fases. Primero con el monumental cabreo de Argel, detallado minuto a minuto en las páginas de este diario por Ignacio Cembrero y aprovechado por la diplomacia italiana para cortejar a Sonatrach, la compañía de argelina hidrocarburos. Después, con los detalles de la famosa carta. Más tarde, con la reacción del arco parlamentario español al completo, que ha acabado con una desautorización aprobada en el Congreso pocas horas antes del viaje del presidente a Marruecos. Y, finalmente, con la cancelación en el último minuto del viaje del ministro José Manuel Albares, que llevaba soñando con coger ese avión desde que entró al Palacio de Santa Cruz. Tan precipitado fue el plantón que se quedaron colgados cientos de invitados y un nutrido puñado de periodistas que ya habían viajado a Rabat.

Al final se ha impuesto la navaja de Ockham. La explicación más simple era la más probable. El acuerdo entre España y Marruecos, escenificado ayer con una cena de fin de Ramadán, y sellado con más compromisos de procedimiento que anuncios concretos (aunque sí que los hubo, en contra de lo que anticipábamos algunos), es sencillamente la única solución que ha encontrado este Gobierno para acabar con una situación que consideraban insostenible durante más tiempo. Rabat, que no ha cedido ni un milímetro en largos meses de desafío, ha conseguido hacernos pasar por el aro, tras dejar claro que la única manera de arreglar las cosas era ceder sobre el Sáhara. Alineándonos, incluso sobrepasando en algunos casos, lo aceptado por Francia, Alemania y Estados Unidos.

Foto: El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en su visita a Rabat. Fotografía: MAP.

“Para Marruecos, el Sáhara es un tema estratégico, de soberanía, como puede serlo Cataluña. Para Argelia también es importante, pero se puede tener una relación con Argel a pesar de ello. Con Rabat no se puede. Y, en cualquier caso, la vecindad con Marruecos es más estrecha y más importante que la de Argelia para nosotros”. Este razonamiento, o muy parecido, es el que se ha hecho desde el Ministerio de Exteriores. “Si no fuera por todo lo que ha pasado antes, habría sido una reunión muy positiva con un espíritu de cultivar relaciones de buena vecindad”, resume una fuente diplomática muy crítica durante todo el proceso. A cambio del Sáhara, una luna de miel con promesas arrobadas. Que ya veremos lo que dura.

La decisión estaba tomada, con invasión de Ucrania de fondo y sin ella, como desenlace irremediable de meses de frustraciones y negociaciones. La explicación de máximos deja a un lado los matices, los procedimientos, los pelos en la gatera, el crédito dilapidado por el camino —escenificando incluso el sacrificio de una ministra—, el abandono del pueblo saharaui y la cara que se le queda en las fotos al enviado especial del secretario general de la ONU para el Sáhara Occidental, Staffan de Mistura.

Cuando, el pasado viernes 18 de marzo, se anunció el cambio histórico de España en el Sáhara, se airearon muchas hipótesis. Se habló de presuntas amenazas de Rabat aprovechando el río revuelto en Ucrania, de presiones de Washington y París imposibles de resistir, incluso de una maniobra de Sánchez para incomodar a sus socios y forzar una crisis de gobierno en un momento propicio, con la voladura del PP aún humeando.

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