Tribuna
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Reformar la Constitución, ¿para qué?
Durante los últimos 40 años, la Constitución española de 1978 ha constituido un marco ejemplar de convivencia, fruto de un consenso político igualmente ejemplar
El problema de la Constitución no es la Constitución en sí misma. Es la Constitución puesta en boca de los políticos. De los actuales. Nuestra Carta Magna ha pasado de percibirse como un marco estable de convivencia (con sus fallos, ha de admitirse) a ser un arma arrojadiza en manos de los políticos, que conscientes, o, lo que es peor, inconscientes de sus propias limitaciones, se han mostrado incapaces de crear consenso y de acercar posturas.
Superado con la crisis el bipartidismo (fruto del descontento popular, que dio lugar al nacimiento de Podemos y al auge de Ciudadanos), nuestra clase política ha creado otros dos bandos (lo cual resulta y a la vez encubre esa misma incapacidad de consenso): los constitucionalistas y los que no lo son. Los buenos y malos; el bien y el mal de Oriol Junqueras. Un reduccionismo muy propio de la clase política, que carente de argumentos sólidos, acude a una simplificación de la realidad. Ya se sabe, lo simple vende. Hasta ahí se ha logrado manipular el concepto de Constitución.
Ocurre como con el Estado de Derecho, la democracia, el imperio de la ley o la voluntad popular… Ambos bandos utilizan por igual estos conceptos, que les sirven tanto para defender una cosa como la contraria (baste ver sus discursos y sus debates televisivos, tan pobres y carentes de contenido), llegando incluso a apelar en sus arengas, si es preciso, a derechos que sencillamente no existen, ni han existido nunca, como el pretendido derecho de autodeterminación; ¿en qué ordenamiento jurídico de qué país libre y desarrollado se reconoce tal derecho? ¿Qué elementos definen su existencia y a qué territorio afecta?
En el caso de Cataluña, cuya extensión territorial es, para los independentistas, mucho más amplia que el de las cuatro provincias de su comunidad autónoma (pues incluyen, entre otras, la llamada Cataluña norte –departamento de los Pirineos Orientales en el sudeste de Francia- y los territorios de las Comunidades Autónomas de Valencia y Baleares), ¿por qué no se pretende un referéndum sobre el que ellos consideran el territorio real catalán, y lo intentan solo sobre una parte del mismo?; ¿qué legitimidad tendría una Cataluña así declarada independiente para impedir que cualquiera de sus territorios se autodeterminara a su vez, volviéndose a unir a España?
La anterior reflexión viene a propósito de que, entre quienes abogan por reformar la Constitución, es el modelo territorial del Estado el tema central del debate y, a su vez, el que genera mayor controversia.
El problema radica en que, aunque una amplia parte de la sociedad y de los políticos defiende la necesidad de revisar y actualizar la Constitución, no se sabe muy bien en qué sentido ha de hacerse.
Parte de la sociedad española (que no de los políticos, a los que el sistema autonómico les viene muy bien para el ejercicio de su oficio), considera el sistema autonómico, tal y como está concebido desde su inicio, carente de sentido y un mal para el país. Y no les falta razón, a juzgar por cómo nació, con el famoso “café para todos”, cuando realmente no era una demanda de la mayoría de los territorios que hoy se configuran como comunidades autónomas. La corrupción, el despilfarro, la duplicidad del gasto público o las simples incomodidades que muchas veces padece el ciudadano que se cambia de comunidad autónoma en temas como sanidad o educación hacen que, especialmente tras la crisis, muchos españoles vean con malos ojos el sistema.
En el lado opuesto, hay quien prefiere caminar hacia un Estado federal (no olvidemos que, se llame como se llame, el actual sistema autonómico no dista mucho del federalismo), y a quien le gustaría ser Estado independiente.
Y no faltan quienes, cómodos con el sistema actual, en el que nada se mueve, manifiestan no oponerse a una reforma de la Constitución pero alegan la necesidad de un amplio consenso que de antemano saben que no existe.
Mucho se ha escrito estos días sobre la pretendida reforma, y pocas soluciones se han dado. El problema radica no ya en ponerse de acuerdo sobre la necesidad o no de reformar la Constitución, y en particular, el modelo territorial del Estado, para adaptarlo a la realidad actual. La verdadera cuestión consiste en determinar en qué sentido ha de modificarse. Tarea que no parece sencilla a la luz de posiciones tan encontradas.
La reforma de la Constitución, de realizarse, debería de acometerse de una manera tranquila y reflexiva, teniendo claro hacia dónde se desea caminar y contando el mayor de los apoyos políticos y sociales. Tejer un parche rápido como solución a problemas actuales (v.gr., la crisis catalana) no generaría a mi juicio sino mayores problemas.
El éxito de toda Constitución reside en su capacidad de integración. La duradera Constitución de la República romana gozó de tal virtud y fue uno de los factores clave de la estabilidad de la República durante cuatro siglos, a lo largo de los cuales pudo superar notables dificultades. Hasta que devino su crisis, causada, entre otros motivos, por una profunda división de la clase política, entre la que se impuso la corrupción, la confrontación y la demagogia, y, como consecuencia de ello, por un notable alejamiento del pueblo de sus políticos. Es lo que dice la historia. Que cada cual extraiga sus conclusiones.
*Javier Goizueta es abogado y socio director de VACIERO, firma española de referencia en asesoramiento legal a empresas. Desde 1993 hasta 2014 ha sido abogado en Cuatrecasas, Director en el área legal de KPMG, y General Counsel de Gamesa en Latinoamérica. Ha dado clase de Derecho Civil y Mercantil en diversas Universidades y másteres jurídicos.
El problema de la Constitución no es la Constitución en sí misma. Es la Constitución puesta en boca de los políticos. De los actuales. Nuestra Carta Magna ha pasado de percibirse como un marco estable de convivencia (con sus fallos, ha de admitirse) a ser un arma arrojadiza en manos de los políticos, que conscientes, o, lo que es peor, inconscientes de sus propias limitaciones, se han mostrado incapaces de crear consenso y de acercar posturas.