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La triste y merecida agonía de Podemos
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Ramón González Férriz

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La triste y merecida agonía de Podemos

La pureza y el control político, mezclados con los intereses familiares, han podido más que la genuina ambición de ganar con la que empezó esta historia

Foto: La secretaria general y diputada de Podemos, Ione Belarra (2i, delante), acompañada por los diputados de su grupo. (EFE/Borja Sánchez-Trillo)
La secretaria general y diputada de Podemos, Ione Belarra (2i, delante), acompañada por los diputados de su grupo. (EFE/Borja Sánchez-Trillo)
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Con su abandono del grupo parlamentario de Sumar en el Congreso, Podemos ha escrito el penúltimo capítulo de una historia que empezó hace diez años. Fue el 17 de enero de 2014, cuando el partido se presentó en público en el Teatro del Barrio de Lavapiés. Su intención era recoger el malestar que había estallado el 15M y llevarlo a las instituciones.“Dijeron en las plazas que 'sí se puede' y nosotros queremos decir hoy que 'Podemos”, afirmó enfáticamente Pablo Iglesias.

Este, como la mayor parte de los fundadores que estaban allí, pertenecía a la clase media-alta a la que había sorprendido la intensidad de la crisis económica, y había entendido que esta podía ser el catalizador de un profundo cambio político. Iglesias, Errejón, Alegre, Maestre o Monedero se habían formado ideológicamente en Latinoamérica y creían que muchas de las ideas que habían visto en acción allí —el peronismo, la lucha contra la casta, el sentimentalismo revolucionario— servirían para una España devastada económica y políticamente. Su ascenso fue fulgurante: al cabo de unos pocos meses, Podemos contaba con representantes en el Parlamento Europeo y, el año siguiente, tenía, junto a sus alianzas regionales, el 20% de los votos y 69 diputados en el Congreso.

Pero su caída posterior fue igualmente espectacular. Esta tuvo muchos motivos, pero el más importante es que no supo resolver su gran dilema ideológico: ¿debía seguir actuando como un partido de radicales de izquierdas enamorados de la retórica latinoamericana? ¿O convertirse en una formación transversal que pudiera seducir a amplias capas de la clase media que querían un cambio pero no una revolución? Pablo Iglesias apostó por lo primero y, con ello, al mismo tiempo que alcanzaba su mayor cota de poder institucional, hundió al partido. Tomó tantas malas decisiones que al final no tuvo más remedio que empotrarlo en una coalición, Sumar, en la que eran detestados él y la pequeña empresa familiar en la que se había convertido la cúpula dirigente.

Pero anteayer los cinco diputados que le quedan a Podemos abandonaron la coalición porque también esta es, para ellos, demasiado moderada y acomodaticia. La pureza y el control político, mezclados con los intereses familiares, han podido más que la genuina ambición de ganar con la que empezó esta historia.

Foto: La vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, junto a Pedro Sánchez, tras la votación de su investidura. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)

Tradición comunista modernizada

Podemos nunca ha sido un partido comunista. Pero, al igual que los partidos comunistas, siempre ha tenido una tendencia instintiva hacia la purga y la escisión. Como los partidos comunistas, ha utilizado una retórica democrática adaptada a los tiempos con términos como asamblea ciudadana, círculos, inscritos y consultas, pero ha estado fuertemente dominado por una vanguardia que, en última instancia, se redujo a una sola persona, Iglesias. En la mejor tradición comunista, cuyos líderes acumulaban títulos oficiales, este quería ser muchas cosas: el intelectual de referencia, el director del periódico del partido, el comprometido padre de familia, el férreo timonel y el ciudadano de clase media-alta con casa en la sierra. Muchas veces ha parecido que, simplemente, quería ser famoso, una celebridad cuyo atractivo residía en su capacidad para generar miedo en la mitad del país. Pero siempre ha sido un pésimo político: creer que Yolanda Díaz se iba a someter a sus intereses fue un error de juicio que, como tantas cosas en Podemos, mezclaba la arrogancia con la ineptitud. Al igual que pensar que Ione Belarra e Irene Montero podían sostener el rostro institucional del partido. Ambas han demostrado tener el talento polarizante de Iglesias, pero también su instinto suicida. Como dijo anteayer en un tuit Jorge Lago, uno de los primeros ideólogos de Podemos: “Ya no podían purgar a nadie más, así que se han purgado a sí mismos”.

Foto: Ione Belarra y Yolanda Díaz. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)

La función de Podemos

Tras estos 10 años, Podemos ha encontrado por fin su función. Con cinco diputados —a menos que se produzcan nuevas escisiones, algo que no se puede descartar dada la deriva del partido y los instintos de sus miembros— se ha convertido en un pequeño grupúsculo revolucionario que promete guardar las esencias radicales. Como tantos partidos de esa naturaleza, podrá molestar mucho al Gobierno, pero no podrá construir absolutamente nada. A falta de elementos ideológicos que le diferencien de Sumar, ha apostado por volver a las viejas causas que alentaban a sus fundadores antes de entrar en la política mainstream: Palestina, el antiamericanismo, la OTAN, el carácter estructuralmente fascista del Estado español y del capitalismo. Sus aliados preferentes son ahora Bildu y Esquerra, pero quizá sea hasta demasiado destructivo para ellos.

En enero de 2014, los fundadores de Podemos tuvieron un momento de genial intuición. Entendieron antes que casi nadie, y mejor que casi todos, que los españoles se habían cansado de la política “as usual”. Desde entonces, y desde que mediante purgas y escisiones el poder fue quedando centralizado en Pablo Iglesias, el partido tomó todas las malas decisiones imaginables, no supo dejar de ser oposición ni siquiera cuando llegó al Gobierno y se fue marginando a sí mismo. La salida de Sumar es el penúltimo episodio de este proceso. Podemos no desaparecerá: se convertirá definitivamente en una fuerza residual cuyo único objetivo ideológico es instigar la polarización, cuya única capacidad consiste en bloquear decisiones del gobierno y cuyo poder se debe solamente a la casi inmanejable fragmentación del Congreso de los Diputados. Iglesias, en su empeño por seguir siendo una celebridad relevante, seguirá cometiendo un error tras otro. Es probable que todo ello baste para mantener en marcha una pequeña empresa familiar rentable. Pero es una agonía triste y merecida.

Con su abandono del grupo parlamentario de Sumar en el Congreso, Podemos ha escrito el penúltimo capítulo de una historia que empezó hace diez años. Fue el 17 de enero de 2014, cuando el partido se presentó en público en el Teatro del Barrio de Lavapiés. Su intención era recoger el malestar que había estallado el 15M y llevarlo a las instituciones.“Dijeron en las plazas que 'sí se puede' y nosotros queremos decir hoy que 'Podemos”, afirmó enfáticamente Pablo Iglesias.

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