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Pedro Sánchez: el populista bueno
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Aurora Nacarino-Brabo

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Pedro Sánchez: el populista bueno

Una se hace cargo del desgaste y la presión a la que se ven sometidos quienes nos gobiernan, pero no comparto que Sánchez merezca un trato especial del que se ha dispensado, por ejemplo, a Díaz Ayuso

Foto: Concentración en Ferraz en apoyo a Pedro Sánchez. (EP/A. Pérez Meca)
Concentración en Ferraz en apoyo a Pedro Sánchez. (EP/A. Pérez Meca)

El término populismo ha sido tan abusado en los últimos años que corre el riesgo de vaciarse de significado. Populista es una palabra empleada a menudo de forma perezosa como sinónimo de demagogo, o simplemente como un recurso de descalificación del adversario político. Con todo, el populismo es una corriente que cuenta con un corpus teórico y algunos exponentes reconocidos. En las líneas que siguen trataré de argumentar que el comportamiento exhibido por Pedro Sánchez en los últimos días presenta rasgos de un populismo que pretendo describir con asepsia y toda la distancia que me es posible, admitiendo que mi condición de diputada invalida mi neutralidad, pero no así mi capacidad de análisis.

El presidente del Gobierno ha publicado en una red social una carta dirigida a los españoles poniendo en duda su continuidad al frente del Ejecutivo e indicando que se tomará unos días para reflexionar sobre su futuro. Como consecuencia del anuncio, el país se encuentra inmerso en un estado de excepción emocional, y envuelto en una confusión que compromete la gobernabilidad: ¿Quién sostiene las riendas del Gobierno, toda vez que el presidente ha cancelado su agenda?

Que la comunicación se haya hecho a través de una plataforma digital, soslayando los canales institucionales, da cuenta de un proceso de ruptura de la mediación que hace posible la tecnología —el líder puede interpelar directamente a los ciudadanos sin necesidad de acudir al parlamento o convocar una rueda de prensa oficial— pero es, sin duda, un gesto que puede rastrearse en la tradición y el canon del populismo.

No es la única reminiscencia populista que contiene la carta. Muy elocuente resulta la presentación del presidente ante los españoles como si, en la práctica, se tratara de un opositor: se nos hace partícipes de una confabulación de élites, que no se hacen explícitas, que caben bajo sujetos colectivos cuyas fronteras son ambiguas, pero que poseen fuerte carga ideológica —"la derecha", "la ultraderecha", "la fachosfera"—, y que actúan en la sombra para entorpecer un verdadero mandato democrático del pueblo.

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Situarse discursivamente en la oposición permite a Sánchez soslayar la rendición de cuentas y trasladar la fiscalización a aquellos que le impiden llevar a cabo libre y eficazmente su acción de Gobierno: los partidos que no forman parte del bloque de investidura, los medios que no le son afectos y cualquier instancia judicial que pueda encausar a su entorno.

El presidente no solo deslegitima la fiscalización del poder que es propia de la democracia liberal —y su condición de posibilidad— sino que la revierte y la dirige contra aquellos que debieran asegurarla. Así, emerge una fiscalización horizontal ejercida desde unos medios de comunicación afines contra otros críticos o escépticos, y una fiscalización de los partidos que sostienen al Gobierno —y no solo el PSOE— contra los partidos de la oposición. También se desarticula la fiscalización que bajo el liberalismo toma la forma de resistencia al poder y ejerce el ciudadano soberano: se convocan manifestaciones para apuntalar a un Gobierno en aprietos que recuerdan los días del procés, cuando se hacían pasar cierres patronales por huelgas de trabajadores.ç

Foto: Sánchez en la campaña de las elecciones vascas. (Europa Press/Iñaki Berasaluce)

Deslegitimar las instituciones contribuye a alimentar el escepticismo en el sistema y extiende la especie de que la democracia solo es legítima mientras la controlan uno y sus partidarios. En este sentido, desprestigiar a los jueces que investiguen o sancionen los comportamientos del Gobierno o el entorno del presidente es tanto como erigirse en un todopoder infalible, inmune y suprapartes. Es un paso más en la deriva presidencialista de nuestro modelo, que va adquiriendo tintes cesaristas: la presidencia del Gobierno es una institución crecientemente singular y desgajada, el Consejo de Ministros es un órgano cada vez menos colegiado, el parlamento nunca fue tan subsidiario de un solo hombre como lo es hoy, y la vocación plebiscitaria se queda ya pequeña. Es la aclamación lo que se persigue, en las tribunas de prensa y a las puertas de Ferraz. Precisamente, en esa deriva presidencialista, Sánchez ha arrastrado a su cónyuge a la posición virtual de Primera Dama, sin que nuestra democracia representativa prevea un estatuto garantista para tal figura. Y, claro, a la mujer del César se le exige ser honrada y parecerlo.

Una se hace cargo del desgaste y la presión a la que se ven sometidos quienes nos gobiernan, pero no comparto que el presidente Sánchez merezca un trato especial y diferenciado del que se ha dispensado, por ejemplo, a la presidenta de la Comunidad de Madrid. Esa distinción solo puede justificarse en argumentos morales, tan del gusto del populismo. Y algo de eso hay. En un mensaje compartido en X, la ministra Morán afirmó: "No pueden ganar los malos". Esa dialéctica schmittiana amigo-enemigo eleva el voltaje de la polarización y contribuye a la confrontación social. Pero hay algo peor: que no es tanto un desiderátum cuanto una sentencia. Una que da pavor.

El término populismo ha sido tan abusado en los últimos años que corre el riesgo de vaciarse de significado. Populista es una palabra empleada a menudo de forma perezosa como sinónimo de demagogo, o simplemente como un recurso de descalificación del adversario político. Con todo, el populismo es una corriente que cuenta con un corpus teórico y algunos exponentes reconocidos. En las líneas que siguen trataré de argumentar que el comportamiento exhibido por Pedro Sánchez en los últimos días presenta rasgos de un populismo que pretendo describir con asepsia y toda la distancia que me es posible, admitiendo que mi condición de diputada invalida mi neutralidad, pero no así mi capacidad de análisis.

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