Una Cierta Mirada
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El chollo de que te prohíban un referéndum
El texto de la ley de autodeterminación es tan descaradamente antijurídico que solo cabe una interpretación: carece de cualquier asomo de juridicidad de forma premeditada
En el preámbulo de la ley que se presentó ayer se afirma que “el derecho de los pueblos a la autodeterminación es el primero de los derechos humanos”. ¿De verdad? El disparate es monumental, pero está bien que vaya aclarándose lo que piensan algunos sobre los derechos humanos.
El texto de esa ley de autodeterminación es tan descaradamente antijurídico que solo cabe una interpretación: carece de cualquier asomo de juridicidad de forma premeditada. No se busca un instrumento legal para regular una votación que se sabe que no ocurrirá, sino volar los puentes y crear una situación límite que provoque una respuesta tan dura como sea posible. Cuanto más dura, mejor.
La diferencia entre la estrategia del Gobierno y la de los independentistas es que el primero se afana en impedir el referéndum con la ley en la mano y los segundos hace tiempo que dieron el referéndum por impracticable y todo lo hacen ya pensando en el día después.
Ellos son los que mejor saben que no habrá ningún referéndum en Cataluña el 1 de octubre. Y no solo lo asumen, sino que les parece bien. Hace tiempo que los más despejados de entre ellos llegaron a la conclusión de que lo mejor para sus intereses es que millones de catalanes queden frustrados por no poder votar. Siempre y cuando se llegue a ese punto tras una traumática escalada de la tensión que les permita explotar al máximo esa frustración.
En realidad, si por un despiste del Estado se llegara a celebrar algo parecido a un referéndum, sería un quebradero de cabeza para los dirigentes independentistas. Primero, porque deberían hacer frente a un resultado diabólico: una mayoría búlgara de votos a favor de la secesión, pero que representarían apenas a un tercio de los catalanes mayores de edad.
Y segundo —y esto es lo más enojoso— porque no tendrían otro remedio que declarar la independencia. Y al día siguiente, ¿qué? ¿Empezaría a funcionar armónicamente la flamante República Catalana, el Estado español se retiraría discreta y pacíficamente a la otra orilla del Ebro, los partidos que se negaron a participar en el referéndum aceptarían sumisamente una situación que no reconocen, los países europeos se apresurarían a abrir embajadas en Barcelona? ¿O más bien entraríamos en una pesadilla económica e institucional para despertar sentados a una mesa, pidiendo árnica para arreglar dignamente el estropicio y teniendo que admitir que todo fue un enorme engaño?
¿Empezaría a funcionar armónicamente la flamante República Catalana y el Estado español se retiraría discreta y pacíficamente a la otra orilla del Ebro?
Mucho más promisorio para ellos sería el escenario del 2 de octubre después de una batalla homérica que desemboque en un acto de fuerza del Estado atajando la votación.
Por un lado, toneladas de combustible para alimentar el victimismo. La administración de esa herida les debería permitir sumar varios cientos de miles a su causa y superar al fin la barrera del 50% de catalanes partidarios de romper con España.
Por otro lado, la ocasión única para situar el conflicto catalán bajo el foco de la opinión pública internacional. Imaginen a los diputados del 'procés' encerrados en la sede del Parlament, declarando la independencia tras la interdicción del referéndum. Fuera, miles de personas acampadas al estilo del 15-M, actuando como escudo humano y como atracción para todas las televisiones del mundo. Se acabó el penoso deambular por las cancillerías y las redacciones ante la indiferencia general: en su lugar, los líderes independentistas convertidos en héroes de la resistencia y el Gobierno español haciendo frente a una oleada de protestas.
El objetivo no es que haya referéndum, sino poner un precio altísimo al hecho de que no lo haya: hacer caja con la prohibición. Algo que multiplique por cien el rédito obtenido con aquella sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto. Se trata de ganar perdiendo, convertir una aparente derrota inmediata —la no celebración del referéndum— en una gran victoria política a medio plazo. Que la llama, lejos de apagarse, se convierta al fin en un verdadero incendio.
Ello exige de aquí a octubre elevar al máximo el listón del desafío y de la provocación, para situar a los poderes del Estado ante un dilema perdedor: o represión, o capitulación. Los dirigentes independentistas han decidido lanzarse sin frenos al choque frontal, con la intención de obligar al Gobierno a hacer lo mismo. Si de resultas de la colisión alguien termina en la cárcel, miel sobre hojuelas. Y si se llegara a la represión física, tanto mejor. Nada rinde tanto políticamente como los mártires.
Por eso Puigdemont y los suyos han adoptado como propias las actitudes y el vocabulario insurreccional de la CUP. Es fácil observar que poco a poco los dirigentes del partido extremista marcan el paso y adquieren más protagonismo en las puestas en escena del frente rupturista. Probablemente es algo calculado y consentido. Si se trata de volar puentes, demos paso a nuestros mejores artificieros, ya habrá tiempo más tarde de ponerlos en su sitio.
La ley que se presentó ayer forma parte de ese plan. Ya no se habla de derecho a decidir, porque la decisión está tomada: se habla directamente de autodeterminación, que es lo que siempre exigió la CUP (como la inclusión de la palabra 'república' en el texto de la pregunta). Lo explicó bien su portavoz: esta no es una ley para el referéndum, es una ley para la autodeterminación. El referéndum es una mera excusa, un trámite que solo sirve como plataforma eficaz de agitación.
Ya no se habla de derecho a decidir, porque la decisión está tomada: se habla directamente de autodeterminación, lo que siempre exigió la CUP
Es esa estrategia de tierra quemada y la previsión de sus consecuencias lo que probablemente ha inducido al consejero Baiget a provocar su propio cese. Como los futbolistas que buscan la expulsión dando patadas delante del árbitro, el consejero hizo la declaración que no se podía hacer en el día menos indicado. Y por si alguien creía que había sido un desliz, la repitió para asegurarse la tarjeta roja. Como él mismo explicó después, cualquier cosa menos que me toquen el patrimonio.
¿Cómo asegurar el imperio de la ley sin contribuir al evidente propósito independentista de convertir el obligado aborto del referéndum en material inflamable para los próximos años? Este es una problema nada sencillo que Rajoy y Sánchez deberían analizar en profundidad en su próxima reunión.
Lo más siniestro de esta contienda insensata de catalanes contra catalanes que ayer describía Zarzalejos es que cuando los organizadores del caos se retiren con su botín político, quedará sobre el campo de batalla una sociedad exhausta, amargada y fracturada para varias generaciones. No hay derecho.
En el preámbulo de la ley que se presentó ayer se afirma que “el derecho de los pueblos a la autodeterminación es el primero de los derechos humanos”. ¿De verdad? El disparate es monumental, pero está bien que vaya aclarándose lo que piensan algunos sobre los derechos humanos.