Una Cierta Mirada
Por
La traición de Yolanda Díaz y la venganza de Pablo Iglesias
No se encontrará un militante podemita o yolandista que sea capaz de explicar cuáles son las divergencias ideológicas o programáticas de fondo que separan a Podemos y Sumar
No es cierto que todas las disensiones internas en las formaciones políticas reciban castigo social. Lo que se castiga son los conflictos endogámicos y autorreferenciales, cuyo contenido aparece desligado del interés público y, además, nadie entiende ni pueden explicarse decorosamente. Por desgracia, los de esta clase son mayoría, de ahí el equívoco.
La historia de los partidos políticos está repleta de conflictos ultracodificados, indescifrables para el común de los mortales. Por citar tan solo dos ejemplos notorios: en el principio de los noventa, no había en España más de 50 personas (quizás exagero por arriba) capaces de explicar en términos comprensibles la naturaleza y los motivos reales del enfrentamiento entre Felipe González y Alfonso Guerra, más allá del destrozo de la confianza recíproca y, quizá, de un forcejeo por el control de la sucesión del líder. Algo parecido puede decirse de la reyerta irracional entre Isabel Díaz Ayuso y Pablo Casado, que desembocó en la defenestración del presidente del PP. No he encontrado un militante de ese partido —no digamos ya un ciudadano común— que identifique las diferencias de fondo existentes entre ellos, relativas a la ideología, al proyecto político o a cualquier cosa relacionada con la vida de los ciudadanos.
No quiero pensar en las consecuencias si alguno de esos conflictos hubiera desembocado en una ruptura como la que ha consumado Podemos respecto a Sumar. La criatura política montada por Yolanda Díaz acaba de sufrir su primera escisión. Es la más esperada y también la más grave, porque, en este caso, se trata del desahucio traumático de lo que fue inicialmente nave nodriza a cargo de lo que nació como satélite y terminó quedándose con todo.
Desde el principio de la democracia, en España siempre hubo un colectivo fluctuante de aproximadamente dos millones de personas que, sintiéndose de izquierdas, se niegan a votar al PSOE en cualquiera de sus versiones. En 2015 y 2016, al calor de la crisis, Pablo Iglesias, enarbolando una bandera morada y con un discurso populista de izquierda radical, logró elevar esa cifra por encima de los cinco millones de votantes, consiguió 71 escaños en el Congreso, se hizo con un puñado de alcaldías en las principales capitales del país y se quedó a un milímetro de desbancar al PSOE como primera fuerza de la izquierda. Después propulsó a Sánchez a la Moncloa en la moción de censura. En 2019, pese a la evidencia del declive del invento —o quizás a causa de ella—, se aferró a Sánchez, le ofreció la receta mágica del poder eterno y se convirtió en fuerza de gobierno.
Numerosos grupúsculos de distintos pelajes aproximaron su ascua al “núcleo irradiador” que definió Errejón antes de que lo enviaran a Siberia y, allí cobijados, prosperaron mucho más de lo que habrían hecho por su cuenta. Entre ellos, figuraba un grupo minúsculo de comunistas y nacionalistas gallegos que adoptó el pretencioso nombre de En Marea. Efectivamente, se subieron a la marea justo a tiempo, pero no fueron ellos quienes la crearon, sino la intuición y el arrojo de Pablo Iglesias antes de caer víctima de su egolatría.
Les ahorro la enésima crónica de cómo Iglesias dilapidó ese emporio, encadenando errores y purgas sucesivas hasta transformar la tercera fuerza política del país en un partido cuasifamiliar listo para el desecho. “Polvo eres y al polvo regresarás”, según la maldición bíblica.
No se sabe, ni nunca se sabrá, qué día y en qué órgano se votó la elección de Yolanda Díaz como lideresa de Unidas Podemos. No existió tal votación, ni en la dirección de Podemos, ni en el grupo parlamentario ni, después, al comparecer en las elecciones del 23-J. El dedazo que encumbró a Díaz fue el acto póstumo de Iglesias, que primero le entregó el único ministerio sustantivo de los que Sánchez cedió a su socio de coalición y después la designó heredera universal, mostrando una confianza en ella claramente no correspondida.
Lo demás es la historia de una traición. Como suele suceder en política, aquel a quien le toca el poder en una tómbola por la designación caprichosa de una sola persona no tiene otro propósito que el de matar al padre (que se lo pregunten, por ejemplo, a Susana Díaz respecto a Pedro Sánchez, o a Casado respecto a Ayuso).
Si se repasa la trayectoria de Yolanda Díaz desde el día en que fue investida con el liderazgo sin que nadie la votara, pero navegando sobre los restos ya maltrechos del portaaviones llamado Podemos, es fácil reconstruir los pasos de un proyecto personal destinado a liquidar metódicamente la marca original, subir a bordo a todos los centrifugados o represaliados por el fundador, encerrar a los fieles de este en el calabozo, dar a la nave una mano de pintura, cambiarle el nombre para que parezca una cosa nueva y distinta y salir de nuevo a buscar fortuna de la mano de un Sánchez encantado de que le hayan hecho el trabajo sucio de librarlo de los Ceausescu de Galapagar.
No es Podemos quien ha roto con Sumar, sino Yolanda Díaz quien, valiéndose del bastón de mando que Iglesias le regaló, ha ido acorralando paso a paso a los restos de Podemos hasta no dejarle otra salida que saltarle a los ojos y escapar de la matanza. El destino de los cinco diputados de Podemos dentro de Sumar era tenebroso. No solo sacados a patadas del Gobierno; también privados de la posibilidad de presentar ninguna iniciativa en el Congreso, vetados para tomar la palabra, despojados de visibilidad, condenados a la condición de subalternos con la única misión de apretar sumisamente el botón de las votaciones según las indicaciones del mando y, por si algo faltara, amenazados por un reglamento sancionador redactado ex profeso para ellos.
Por una vez, Iglesias ha tomado una decisión pertinente y lo ha hecho en el momento adecuado: una vez acreditada la pulsión hegemónica de Díaz (incompatible con la pervivencia visible de Podemos), justo después de la investidura, con la legislatura recién iniciada y a tiempo de hacer valer sus preciosos cinco votos para las votaciones cruciales que se avecinan, empezando por los presupuestos. Podemos no se ha ido de la mayoría sanchista, pero ha sacado el pasaporte para que se sepa que puede hacerlo cuando le convenga. De momento no va contra Sánchez, solo contra la usurpadora, pero todo llegará si es necesario para consumar la venganza.
También está a tiempo de intentar componer un eje formado por Podemos, ERC, Bildu y el BNG, que frene la sospechosa aproximación de Sánchez al eje alternativo de la derecha nacionalista del PNV y JxCAT. Emparedada entre esos dos ejes quedaría Sumar, por ahora desprovista de articulación orgánica y de una organización que merezca tal nombre, y dependiente de la capacidad personal de Díaz para influir en las decisiones que se gestan en la Moncloa.
Quedan pocos meses para comprobar si la asociación de Podemos con la ultraizquierda nacionalista se transforma en una candidatura común para las europeas: es cuestión de hacer números y encontrar la fórmula más ventajosa para competir eficientemente con Sumar y, quizá, que alguien se lleve un susto en la votación del próximo 9 de junio.
No se encontrará un militante podemita o yolandista que sea capaz de explicar cuáles son las divergencias ideológicas o programáticas de fondo que separan a Podemos y Sumar. Pero todos los fieles del partido morado, sean pocos o muchos, comparten algo que une y motiva mucho más: el sentimiento de agravio y el orgullo herido. Mientras tanto, la historia nos da una muestra postrera de que, de todas las batallas domésticas de la política partidaria, las más cruentas son siempre las que se dan entre comunistas. Compren palomitas y tomen asiento, que esta película promete.
No es cierto que todas las disensiones internas en las formaciones políticas reciban castigo social. Lo que se castiga son los conflictos endogámicos y autorreferenciales, cuyo contenido aparece desligado del interés público y, además, nadie entiende ni pueden explicarse decorosamente. Por desgracia, los de esta clase son mayoría, de ahí el equívoco.
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