Es noticia
Las jornadas maratonianas en los despachos
  1. Jurídico
  2. Tribuna
Colaboradores ECJurídico

Tribuna

Por

Las jornadas maratonianas en los despachos

Llegar por las mañanas más tarde que el común de los sufridos empleados es lo que siempre ha distinguido a un letrado de postín. Al menos a los de los grandes bufetes

Foto: Dos abogados examinan unos papeles. (iStock)
Dos abogados examinan unos papeles. (iStock)

Los abogados gozamos de una curiosa prebenda. Podemos acudir a nuestro centro de trabajo pasadas las diez sin que nadie nos mire raro ni nos catalogue de vagos redomados. De hecho, en realidad ocurre lo contrario. Llegar por las mañanas más tarde que el común de los sufridos empleados es precisamente lo que, de siempre, ha distinguido a un letrado de postín. Al menos a los de los grandes bufetes. Porque es la prueba definitiva de que uno se ha deslomado la noche anterior hasta bien entrada la madrugada. Y claro, tampoco es cosa de ponerse a currar como un poseso hasta la tarde si uno casi no ha podido ni dormir. Así que, en la práctica, el gran abogado comienza su jornada llegadas las cinco y la termina pasada la medianoche. Ocho horas clavadas. Y si cenas entre medias, menos. O, en tal caso, te vas a casa a las dos de la madrugada. Y vuelta a empezar.

Este particular régimen supone, en definitiva, un deslizamiento del período productivo del jurista, que termina por permanecer en la oficina 16 horas y a horarios imposibles cuando podría haber hecho lo mismo en ocho y sin trasnochar, acompasado con el resto de la población activa.

Por supuesto, lo anterior es un poco caricatura —por desgracia, no tanto, pregunten ustedes a cualquier junior de los mayores despachos—, pero nos sirve para poner un poco en perspectiva la realidad de fondo que ha despertado (por fin) el interés inspector por parte de los reguladores laborales en sede de las auditoras y es de esperar que, en breve, en las de los bufetes.

Foto: Las Cuatro Torres de Madrid. (Reuters/Paul Hanna)

Ahora bien, dejando a un lado la poca eficiencia de este sistema de producción, habríamos de preguntarnos por el porqué de estas maratonianas jornadas. Y es que algunos de los atrapados en esa locura de sistema sí que trabajan de verdad las mencionadas 16 horas diarias.

A este respecto y al hilo de las referidas recientes inspecciones, se han esgrimido variopintas razones que justifican ese modus laborandi. Las más habituales apuntan al alto valor añadido de la función a realizar, que requiere de una mayor intensidad y no permite dejar labores inacabadas; y a una especie de pacto implícito por el cual el recién aterrizado, deseoso de aprender y de verse involucrado en operaciones de alto nivel, acepta dejarse la vida (personal) a cambio de poder adquirir conocimientos y sentirse partícipe de esas élites para llegar a culminar su aspiración y convertirse en socio, contraprestación a un machaque mayúsculo durante más (a veces mucho más) de una década de interminables días en la oficina.

Foto: Vista de las Cuatro Torres de Madrid. (iStock/Marta Fernández) Opinión

Se nos olvida, por otra parte, que durante muchos años (en el origen de estas jornadas alocadas) los abogados no eran trabajadores laborales, sino autónomos, esto es, profesionales liberales sin horario que cumplir, orfebres del Derecho que metían el tiempo que se precisase hasta culminar su obra.

Lo que ocurre es que todas las mencionadas razones han acabado por perder su vigencia. Para empezar, a raíz del Real Decreto 1331/2006, fruto de otra oleada inspectora, los letrados (al menos los de las grandes firmas de servicios jurídicos), dejaron de ser autónomos y pasaron a convertirse en personal de nómina, lo que, automáticamente, les arrogaba multitud de derechos, entre otros, a una jornada máxima y a un descanso mínimo, de forma y manera que los deslomes habituales tendrían que ser remunerados como horas extra.

Los recién licenciados ya no trabajan con los maestros, sino que son "explotados" por otros que les pasan las tareas que no quieren hacer

Pero es que, aunque así no hubiera sido, el crecimiento exponencial de estas organizaciones, que pasaron de contar con a lo sumo 50 abogados a acercarse a los 1.000, ha anulado los otros dos argumentos que se esgrimen en defensa del modelo. Porque los recién licenciados, los aprendices del oficio, ya no trabajan mano a mano con maestros de los que aprender, sino que son "explotados" por otros licenciados algo menos jóvenes (pero no demasiado) que les trasladan las tareas de las que ellos no quieren o no tienen tiempo de encargarse.

Por último, la hipertrofia de las plantillas hacen en la práctica imposible llegar a su cúspide, el ansiado puesto de socio, y, caso de lograrse, será necesario haber empleado muchos más años que antes, al no haber gozado de las enseñanzas cotidianas de los socios. Es por ello que la promesa de sociatura ha dejado de ser un incentivo creíble y, por eso mismo, honesto.

Sin embargo, el problema no es ese en mi opinión. Mientras los unos rememoran con (sana) nostalgia los tiempos pasados como si fueran actuales y los otros atacan con ferocidad a dichas organizaciones (que, no olvidemos, cumplen una función clave en nuestra economía, basada en ofrecer servicios sofisticados), la pérdida de talento joven se vuelve irremediable y esto es algo que no nos podemos permitir ni la sociedad, ni los propios jóvenes, empujados a tareas de menor capacitación de las que ellos podrían acometer, víctimas de eso que se ha dado en denominar románticamente como la Gran Renuncia.

* Javier Vasserot es abogado y escritor.

Los abogados gozamos de una curiosa prebenda. Podemos acudir a nuestro centro de trabajo pasadas las diez sin que nadie nos mire raro ni nos catalogue de vagos redomados. De hecho, en realidad ocurre lo contrario. Llegar por las mañanas más tarde que el común de los sufridos empleados es precisamente lo que, de siempre, ha distinguido a un letrado de postín. Al menos a los de los grandes bufetes. Porque es la prueba definitiva de que uno se ha deslomado la noche anterior hasta bien entrada la madrugada. Y claro, tampoco es cosa de ponerse a currar como un poseso hasta la tarde si uno casi no ha podido ni dormir. Así que, en la práctica, el gran abogado comienza su jornada llegadas las cinco y la termina pasada la medianoche. Ocho horas clavadas. Y si cenas entre medias, menos. O, en tal caso, te vas a casa a las dos de la madrugada. Y vuelta a empezar.

Despachos Abogados
El redactor recomienda