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Del Katrina a Milton: los serios y desatendidos avisos del cambio climático
Los efectos del huracán Milton han sido, por suerte, más leves de lo previsto. Pero haríamos mal en desatender esta nueva advertencia. La próxima puede salirnos muy caro
Los graves daños económicos y el elevado número de víctimas que está causando la actual temporada de huracanes en el Atlántico, que todavía no ha concluido, nos recuerdan nuestra alta vulnerabilidad frente a los fenómenos meteorológicos extremos. En el caso del huracán Milton, los pronósticos tras alcanzar la categoría 5 en la escala de Saffir-Simpson, la que se utiliza para clasificar a los huracanes, hacían presagiar lo peor. Pero no fue así.
Pese a los graves daños causados en Florida, especialmente en la ciudad de Tampa, lo cierto es que no alcanzaron la gravedad prevista. Los 60.000 millones de dólares en daños, y sobre todo las 16 víctimas mortales, son una elevada factura, pero no lo convierten en el peor huracán de la temporada. Recordemos que a finales del mes pasado el huracán Helene causó finalmente cerca de 240 muertes a lo largo de su siniestro recorrido: desde Honduras hasta Estados Unidos, pasando por Cuba, México y las Caimán.
En el Atlántico, los huracanes se forman con la concentración de nubes bajas que comienzan a rotar en sentido contrario a las agujas del reloj, dando origen a centros de baja presión atmosférica. Esta situación puede dar origen a la formación de tormentas tropicales (con vientos de hasta 120 km/h) o, si se supera esa intensidad de viento, derivar en huracanes. Y uno de los principales agentes precursores tanto de la formación como del fortalecimiento de los huracanes es el aumento de la temperatura del agua del mar. Y aquí entra en juego el cambio climático.
Los científicos no dudan en asociar el aumento de la virulencia y la recurrencia de este fenómeno con el avance del calentamiento global. El constante aumento de la temperatura media del planeta se ve reflejado en el aumento de la temperatura del Atlántico, especialmente en el Golfo de México, donde dicho aumento supera ya los dos grados respecto a 1990. Se trata de una causa-efecto que ha quedado científicamente demostrada y que se hizo evidente hace casi dos décadas, en una de las temporadas de huracanes más devastadoras que se recuerdan: la del año 2005.
A principios de aquel año, el Centro Nacional de Huracanes (NHC por su sigla en inglés) de los Estados Unidos lanzó una clara advertencia: el Golfo de México, cuyas aguas se habían recalentado ya casi un grado y medio, se había convertido en un ‘inflador’ de huracanes. Y así era: si para que se genere un huracán la temperatura del agua debe rondar los 26 grados centígrados, en el verano de 2005 las aguas del Golfo superaron los 30. El inflador estaba listo.
Una catástrofe anunciada
El 24 de agosto de aquel año, el NHC identificó la formación de una tormenta tropical al sur de las Bahamas, con vientos que rondaban los cien kilómetros por hora. Todo normal. Ese mismo día, tras superar los 120 km/h, pasó a ser clasificada como huracán de categoría 1. Recibió el nombre de Katrina. Al día siguiente el moderado huracán tomó tierra al sur de la península de La Florida y se debilitó, ocasionando daños poco remarcables. Sin embargo, tras cruzar la estrecha península, aquel modesto huracán, que estaba a punto de ser clasificado de nuevo como tormenta tropical, entró en contacto con las aguas recalentadas del Golfo de México. Y empezó a inflarse rápidamente.
En aquellos momentos en la mesa de la Oficina Nacional de la Administración Oceánica y Atmosférica (NOAA) de los Estados Unidos tenían ya el borrador del cuarto informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, el famoso IPCC, cuyo resumen final se presentaría dos años más tarde. Y uno de los subrayados hacía referencia a lo que estaba a punto de suceder.
"América del Norte tiene una considerable capacidad de adaptación que se ha desplegado con eficacia en muchas ocasiones —señalaba el informe— pero esa facultad para proteger a su población de los impactos adversos de los fenómenos meteorológicos extremos se va a ver cuestionada por el cambio climático" (Informe aceptado por el Grupo de Trabajo II del IPCC pero no aprobado en detalles, pag.64).
El 29 de agosto de 2005, tras cruzar la península de La Florida y tocar las aguas recalentadas del golfo de México, el Katrina empezó a inflarse y subir de nivel hasta alcanzar la categoría 5. Con las baterías cargadas a tope se plantó frente a la costa sur de los Estados Unidos e inició un camino de devastación que acabaría afectando a centenares de ciudades y pueblos costeros de los estados de Alabama, Misisipi y muy especialmente Luisiana.
En este último estado el Katrina se cebó con una de sus ciudades más emblemáticas: Nueva Orleans. Ubicada en el estuario del río y, ojo, por debajo del nivel del mar, la ciudad del Jazz, que en aquellos momentos rondaba el medio millón de habitantes, quedó arrasada e inundada casi por completo. Las imágenes dieron la vuelta al mundo y generaron una de las mayores campañas de solidaridad a nivel estatal e internacional.
El huracán Katrina provocó más de cien mil millones de dólares en pérdidas económicas, mientras que el número de víctimas y desaparecidos rondó los dos mil. Respecto a los desplazados, a finales de aquel año el censo de habitantes apenas llegaba a los doscientos mil. La ciudad nunca volvería a ser la misma. Pero la trágica campaña de huracanes del 2005 en el Atlántico no acabó ahí.
Después del Katrina llegó el huracán Rita, que menos de un mes después, el 21 de septiembre, volvió a castigar la zona. De hecho, el Rita superó en potencia a su predecesor al alcanzar una presión mínima de 897 milibares y unos vientos sostenidos de 300 km/h. Se alcanzaron olas de más de seis metros de altura frente a las costas y las lluvias llegaron a descargar más de 400 litros por metro cuadrado. El éxodo ciudadano en los estados afectados no tuvo precedentes. De nuevo las imágenes de millones de personas colapsando las autopistas de Texas y Lousiana abrieron los informativos de medio mundo.
El Rita fue catalogado como el segundo huracán más importante de la historia (los datos se recogen desde finales del siglo XIX) por el NHC, y los científicos no dudaron en atribuir esa elevada intensidad con el calentamiento global, pues si bien es cierto que el cambio climático no actúa como precursor, está demostrado que "las temperaturas más altas proporcionan más energía para la formación y fortalecimiento de estos sistemas" (Sexto Informe de Evaluación del IPCC, capítulo 11).
Huracanes y cambio climático
Pero, en una temporada de récords, cuando aún se estaban valorando los daños del Rita, llegaron otras dos nuevas advertencias del cambio climático. El uno de octubre, el huracán Stan asoló El Salvador, Guatemala, Nicaragua y México, dejando un rastro de alrededor de cuatro mil muertos y más de un millón de damnificados. Y el 19 de ese mismo mes llegó el huracán Wilma, que con vientos superiores a los 400 km/h, inundó la ciudad de La Habana y arrasó al Yucatán mexicano, siendo considerado como el huracán más fuerte de la historia y el potencialmente más catastrófico de todos los tiempos.
Desde entonces los expertos que siguen la evolución de este tipo de fenómenos meteorológicos extremos no dejan de alertar que la crisis climática está provocando una nueva tipología de huracanes. Unos huracanes que se empiezan a manifestarse fuera de temporada, con vientos mucho más violentos, con más intensidad de precipitaciones y que, lejos de descargarse, al llegar a la costa ralentizan su desplazamiento, manteniendo su capacidad destructora tierra adentro.
Se ha podido comprobar que mientras a mediados del pasado siglo los huracanes perdían casi el 80% de su energía en cuanto tocaban tierra, ahora solo pierden la mitad: como si se retroalimentaran a sí mismos para adentrarse muchos kilómetros, cada vez más lejos de la costa. Por último, también parece demostrado que el cambio climático está desacelerando su velocidad de paso, lo que, como en el caso de los grandes incendios forestales, multiplica su poder devastador.
Todas estas mutaciones de los fenómenos meteorológicos extremos incrementan el nivel de riesgo, y lo van a seguir haciendo a medida que avancemos hacia los peores escenarios climáticos. Este es el reto al que vamos a tener que hacer frente de ahora en adelante. Los avisos van a ser cada vez más serios y desatenderlos nos saldría muy caro. La respuesta inteligente es desplegar mayores medidas de mitigación y adaptación a la crisis climática, empezando por acelerar la transición energética.
Los graves daños económicos y el elevado número de víctimas que está causando la actual temporada de huracanes en el Atlántico, que todavía no ha concluido, nos recuerdan nuestra alta vulnerabilidad frente a los fenómenos meteorológicos extremos. En el caso del huracán Milton, los pronósticos tras alcanzar la categoría 5 en la escala de Saffir-Simpson, la que se utiliza para clasificar a los huracanes, hacían presagiar lo peor. Pero no fue así.