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Donald no es Ronald pero tampoco Adolf
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Juan María Hernández Puértolas

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Donald no es Ronald pero tampoco Adolf

Tras el triunfo de Reagan, muchos se llevaron las manos a la cabeza por los mismos motivos que ahora, pero ambas figuras son muy diferentes. Y Trump está lejos de ser un fascista genuino

Foto: Una pantalla de televisión muestra a Donald Trump en la bolsa de Frankfurt, el 9 de noviembre de 2016 (Reuters)
Una pantalla de televisión muestra a Donald Trump en la bolsa de Frankfurt, el 9 de noviembre de 2016 (Reuters)

Transcurridas más de 24 horas del éxito más inesperado de su intensa vida empresarial –me resisto a hablar de triunfo político, su victoria es precisamente anti-política-, aún nos resulta extraordinario leer y oír “Donald Trump, cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos”. De alguna manera, cuando Ronald Reagan derrotó al presidente Jimmy Carter en las elecciones de 1980, el mundo también contuvo la respiración, porque se consideraba al ex actor de películas de la serie B un ignorante en política interior y un aventurero en política exterior.

Sin embargo, ahí acaban las similitudes entre el ex gobernador de California y el magnate neoyorquino que ha asombrado al mundo. Reagan era un tipo genuinamente simpático, una característica de su personalidad con la que a menudo desarmaba a sus adversarios ideológicos. Ese sentido del humor incluía la capacidad de reírse de sí mismo, como cuando hacía bromas sobre su edad o sobre su presunta alergia a trabajar muchas horas al día. Por el contrario, es posible que, en su juventud, Trump fuera un tipo agradable, pero en su madurez se ha convertido en un ser profundamente antipático, con un ego tan enorme y hortera como la torre que lleva su nombre en la Quinta Avenida neoyorquina. En cuanto a su relación con las mujeres, Reagan se separó contra su voluntad de su primera esposa, la actriz Jane Wyman, y fue un devotísimo marido de la segunda, la también actriz Nancy Davis, sin la cual apenas dio un paso a lo largo de casi medio siglo. La relación de Trump con las mujeres es pública y notoria, por lo que me ahorro más comentarios.

Reagan evolucionó del progresismo afín al presidente Franklin Roosevelt típico del Hollywood de la época a un conservadurismo radical debido fundamentalmente a dos cosas, a la creciente parte de los ingresos derivados de su carrera cinematográfica que se llevaba el Tío Sam en forma de impuestos y a la aversión al comunismo soviético en aquellos años de la guerra fría. Trump también es refractario a los impuestos, pero su enmienda a los tributos parece ser a la totalidad, mientras que su ideología es tan cambiante como difusa, al menos a juzgar por lo exhibido en esta campaña electoral.

Y ello me lleva al segundo argumento de estas líneas, a saber, que Trump tampoco es un fascista genuino, en la línea de un Adolf Hitler o Benito Mussolini. Está documentado que en temas sociales como la interrupción voluntaria del embarazo o las relaciones entre personas del mismo sexo, mantenía no hace demasiado tiempo posiciones liberales, que modificó sin el menor pudor en su exitosa campaña para convertirse en adalid y candidato a la presidencia por el Partido Republicano. Ciertamente, la expansión del Reich más allá de sus fronteras naturales o el holocausto formaban parte del ideario de Hitler, que era un auténtico iluminado. Por el contario, la ideología de Trump parece empezar y acabar en su propio e inconmensurable ego.

Ello hace extremadamente difícil predecir cuál puede ser su acción de gobierno a lo largo de los próximos cuatro años. El Partido Republicano, al que muchos dábamos por muerto o en trance de refundación hace apenas unos días, goza hoy paradójicamente de las mayores cotas de poder de su historia reciente, al controlar la Casa Blanca y las dos cámaras del Congreso. Sin embargo, rápidamente hay que añadir que el control de la Casa Blanca no procede del Partido Republicano, sino de Donald Trump, lo que no es exactamente lo mismo. El 'speaker' (presidente) de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, es un halcón en materia fiscal, lo que hace extremadamente difícil la aplicación de las grandes líneas del programa económico de Trump, consistente en volver a rebajar los impuestos e invertir en infraestructuras, todo ello sin aumentar la deuda.

En una cosa sí es posible que se asemejen la presidencia de Trump con las de Ronald Reagan, que es en la primacía de la retórica sobre las medidas concretas. No pasará mucho tiempo sin que los desheredados de la globalización de Ohio, Pennsylvania, Michigan o Wisconsin, al fin y al cabo los que le dieron la victoria en la histórica jornada del pasado martes, se den cuenta de que una cosa es predicar y otra bien distinta dar trigo. Por lo que respecta a disposiciones tan radicales como deportar por la fuerza a los inmigrantes sin papeles o prohibir la entrada en el país a las personas de fe musulmana, para su implementación harían falta medidas de corte dictatorial, impensables en una democracia basada en la separación de poderes como la estadounidense.

Transcurridas más de 24 horas del éxito más inesperado de su intensa vida empresarial –me resisto a hablar de triunfo político, su victoria es precisamente anti-política-, aún nos resulta extraordinario leer y oír “Donald Trump, cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos”. De alguna manera, cuando Ronald Reagan derrotó al presidente Jimmy Carter en las elecciones de 1980, el mundo también contuvo la respiración, porque se consideraba al ex actor de películas de la serie B un ignorante en política interior y un aventurero en política exterior.

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