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Luján Artola

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El tiempo indefinido del miedo

Esperamos el cambio de año entre la espada de Damocles y la inocencia de creernos el cuento de la Cenicienta mientras solo se oyen toses de fondo

Foto: El tiempo indefinido del miedo. (iStock)
El tiempo indefinido del miedo. (iStock)

Ha pasado tanto tiempo desde el último 1 de enero, que despedir este 2020 va a ser como si hubiera sido multiplicado por meses invisibles, varios años en uno y demasiados días y semanas eternas. Horas que se convirtieron en infiernos que nos costará perdonar y demasiados minutos en que nos hemos tragado las lágrimas y nos hemos tenido que hacer los fuertes. Hasta este primer mes de nuestro calendario, la pandemia de la gripe de 1918 había sido consideraba la más devastadora de la historia humana, ya que en solo un año mató a cerca de 40 millones de personas. La primera alarma saltó en el mes de marzo (como la nuestra) en Fort Riley (Kansas, Estados Unidos), aunque ya en el otoño de 1917 se había producido una primera oleada en al menos 14 campamentos militares. El origen sigue siendo desconocido, indefinido y con China en la ecuación, pero el paciente cero fue localizado en Estados Unidos, concretamente, en el condado de Haskell, en abril de 1918, y en algún momento del verano de ese mismo año, este virus mutó y se convirtió en un agente infeccioso letal.

El primer caso confirmado de la mutación se dio el 22 de agosto de 1918 en Brest, el puerto francés por el que entraba la mitad de las tropas estadounidenses aliadas en la Primera Guerra Mundial. Recibió el deshonroso nombre de 'gripe española' porque la pandemia protagonizó muchas portadas de periódicos españoles que no estaban censurados, a diferencia del resto de Europa, metida hasta las trancas en la guerra. Esto es lo que todas las 'wikipedias' del mundo aclaran, pero que nadie aprende y cada vez que se hacen paralelismos, salen enfermos en blanco y negro, hacinados en hangares que, por supuesto, todos localizan en España. Como muchas veces, la historia se escribe así y se parece a la realidad como un huevo a una castaña. En estos tiempos, ya casi todo da igual y hasta rebatir se ha vuelto una actividad extrema y agotadora.

Foto: Reproducción de la época de cómo se transmitía la enfermedad (Anuario de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo de Málaga).

Las cifras de 1918 no son las mismas que las de 'nuestra' pandemia contemporánea, porque las oficiales aseguran alrededor de dos millones de fallecidos en todo el mundo. Dudo de esos números de manera proporcional al miedo que acumulo. Porque hay miles de muertos no contabilizados. En Estados Unidos, cerca de 100.000 indefinidos no concuerdan con las listas públicas y las de China son tan opacas que pueden haber muerto millones sin que nadie se haya enterado. Y así podemos empezar a darle vueltas al globo terráqueo y quizá, lo que a comienzos del siglo XX parecía una catástrofe, lo de este nuestro maldito 2020, puede ser indescriptiblemente peor. Porque a nadie se nos escapa ese nuevo enemigo llamado cepa mutante, que cuanto más intentan tranquilizarnos los expertos y asegurarnos los laboratorios que la vacuna no se verá afectada, yo, sinceramente, no lo veo nada claro. No piensen que no soy la alegría de la huerta. Cada día me río más y mejor. Pero esta moda de ponernos las mascarillas con brillantes para ver si así es menos peligroso todo, o poner el codo jocoso como pantalla protectora ante la realidad, es tan tediosa como estúpida.

El mundo se ha parado, y todavía están los superoptimistas del planeta lobotomizados con mensajes de ensueño que tras las uvas nos conviertan a todos en inmunes a la catástrofe que tenemos sobre nuestras cabezas. Esperamos el cambio de año entre la espada de Damocles y la inocencia de querer creernos el cuento de la Cenicienta, mientras solo se oyen toses de fondo muertas de miedo. Hoy, un día más, el estado de California está sufriendo la saturación hospitalaria que no consiguen descongestionar. En África, los contagios siguen y suben. En India, la gente se muere por las esquinas y sufre los picos más altos de no se sabe qué oleada. Y así por todo el mundo, los árabes, los chinos, los negros y blancos estamos atados por las orejas y protegiéndonos como podemos del virus mientras apretamos los dientes para que este enero, de este nuevo año, no sea peor. Decía la humorista americana Enma Bombeck que el miedo era “como una mecedora: te da algo que hacer, pero no te lleva a ningún lado”. Y es verdad que acurrucarse bailando solo en una silla de madera no provoca ninguna mejora. Pero es real y quizá sentirlo no esté de más. Marie Curie, sobre el mismo miedo, afirmaba: “No hay que temer nada en la vida, solo hay que entenderla. Ahora es el momento de entender más, para que podamos temer menos”.

"Ver cómo a los que les quedan menos eneros pelean sin descanso por llegar a primavera"

Ambas me hacen pensar sobre este momento tan cruel que está dando latigazos al mundo de una manera silenciosa, anónima, saltando entre países y continentes sin ningún pudor ni respeto. Cobrándose las vidas de los más vulnerables y dejándonos temblando a los que creemos que no lo somos. Veo, casi llorando, los hombros débiles y valientes al mismo tiempo de miles de ancianos de un lado al otro del charco poniéndose la vacuna y aplaudiendo casi sin poder juntar sus manos torcidas por el tiempo, pero al que pretender sacar y rascar todo lo que puedan. Verles volver a sus habitaciones en silla de ruedas, arrugados, pero con una imagen de auténticos gladiadores, tiene que ser esa señal de esperanza que esta humanidad tan torcida necesita. Ver cómo a los que les quedan menos eneros pelean sin descanso por llegar a primavera. Esa esperanza en dos pinchazos en los que ya han vivido todo se ha convertido de repente en nuestra prioridad. Es como quien intenta salvar de las llamas ese retrato familiar antiguo que está a punto quemarse junto a toda la casa. Y ellos son esas estrellas que nos han dado en toda nuestra cara de burgueses mimados. Nos han explicado con cada imagen y en todos los idiomas posibles que, aunque todo pinte oscuro, ellos no van a rendirse. Que quieren vivir igual que todos. Que quieren seguir comiéndose el mundo. Que no quieren morirse solos en esas residencias. Que quieren seguir viendo lo que les quede por vivir. Conozco a un niño de 10 años que esta pasada Nochebuena tenía ese miedo metido hasta las entrañas por ver de lejos a su abuelo. Temblaba tanto que el disimulo que forzaba era inútil. Lo sintió como el de los valientes que temen a la muerte. Y así cruzaremos al próximo año con la ausencia de carcajadas y silencios que honren a los muertos desde la Puerta del Sol a Time Square. Estrenaremos un nuevo calendario con la sonrisa tapada y responsable de los niños, la esperanza de los ancianos que quieren hacerse más viejos y el intento de un mundo que no juegue a atragantarse con las uvas y las falsas campanadas. Feliz 2021.

Ha pasado tanto tiempo desde el último 1 de enero, que despedir este 2020 va a ser como si hubiera sido multiplicado por meses invisibles, varios años en uno y demasiados días y semanas eternas. Horas que se convirtieron en infiernos que nos costará perdonar y demasiados minutos en que nos hemos tragado las lágrimas y nos hemos tenido que hacer los fuertes. Hasta este primer mes de nuestro calendario, la pandemia de la gripe de 1918 había sido consideraba la más devastadora de la historia humana, ya que en solo un año mató a cerca de 40 millones de personas. La primera alarma saltó en el mes de marzo (como la nuestra) en Fort Riley (Kansas, Estados Unidos), aunque ya en el otoño de 1917 se había producido una primera oleada en al menos 14 campamentos militares. El origen sigue siendo desconocido, indefinido y con China en la ecuación, pero el paciente cero fue localizado en Estados Unidos, concretamente, en el condado de Haskell, en abril de 1918, y en algún momento del verano de ese mismo año, este virus mutó y se convirtió en un agente infeccioso letal.

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