Crónicas de tinta y barro
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La gran pregunta: ¿es mejor vivir en una democracia o en una dictadura?
¿Están seguros de que la democracia es el mejor sistema político? ¿Darían la misma respuesta si vivieran en otros países? ¿Hay algún sistema mejor?
¿Están seguros de que la democracia es el mejor sistema político?¿Darían la misma respuesta si vivieran en otros países? ¿Hay algún sistema mejor? En 2014 en Mozambique, en medio de una cena, una investigadora portuguesa, que justamente se dedicaba a trabajar para diversos 'think tank' de países occidentales y Sudáfrica sobre procesos electorales en África, soltó una frase que sonó como una herejía justo antes de las elecciones: "Yo creo que hay muchos países donde funciona mejor una dictadura que una democracia".
Eran tiempos de las llamadas primaveras árabes, las plazas se llenaban de personas que anhelaban la libertad, los dictadores morían empalados ante el aplauso horrorizado de la aldea global. El ideario occidental de la separación de poderes, de la creación de partidos políticos, de las urnas... parecía imponerse. Hoy, sin embargo, eso es un lejano ayer. Occidente genera y desmantela democracias al ritmo que marcan sus bolsas de valores. El sistema se ha empezado a podrir por dentro. La libertad empezó a importar menos que el hambre, y la democracia trae más libertad que platos de sopa.
A la señora Ángela Gutiérrez, de 67 años, con ocho hijos, que vive en una casucha miserable de la colonia San José Oriental de Managua, Nicaragua, le importa un carajo la democracia. Lo explica tranquilamente, sentada en una silla endeble de su sala con goteras donde un viejo televisor es su bien más preciado. A ella, a doña Ángela, le gusta ver sus telenovelas y le molesta tener que verlas con un paraguas. Porque en su vida pobre y sin expectativas ella espera que por fin llegue el regalo que le ha prometido el comandante: un techo de zinc que le quite por fin las goteras del salón de las tardes de lluvia.
"Estoy disgustada porque aún no me han dado el zinc de la cubierta", me dice con su boca apretada por la falta de algunos dientes. ¿A quién votará? "Siempre voto a mi presidente (Daniel Ortega), él me ha dado la mano. Una se siente gozosa cuando la tienen en cuenta", asegura ella. ¿Pero sabe usted que la oposición ha decidido no presentarse a estas elecciones que han sido tachadas de ser un fraude por todos los organismos internacionales? "No lo sé ni me importa. Yo necesito el zinc y eso me lo dará Ortega", zanja ella.
Entendí que hay una cosa que está muy por encima de la democracia y las libertades: comer
Las elecciones de 2016 que cubrí en Nicaragua eran un ejemplo de una democracia encubierta. El país en los últimos años había tenido buenos datos de crecimiento económico y había experimentado una quiebra total en su sistema democrático que había llevado a históricos sandinistas a enfrentarse al eterno Daniel Ortega. El presidente había colocado a su mujer de vicepresidenta y sus hijos eran dueños de las más importantes empresas del país.
El viernes antes de las elecciones decidí ir a los barrios más humildes a hablar con los votantes del gubernamental Frente Sandinista de Liberación Nacional. Entendí que hay una cosa que está muy por encima de la democracia y las libertades: comer. "Puede que sea una dictadura de la familia pero beneficia a los pobres", me reconocían un grupo de simpatizantes del FSLN que me pidieron por miedo que ocultara sus nombres. "No nos gusta mucho que los hijos de Ortega tenga tanto dinero, pero al menos sus empresas se quedan acá y crean empleo", admitían. "Ese es su caldo de cultivo, les dan un regalo y la gente debe devolverlo. Yo soy pobre también y el domingo me quedaré durmiendo", me decía Ana María, una trabajadora de un pequeño colmado de la barriada que era una de las pocas voces criticas con el Gobierno.
Al final ese domingo, hubo urnas y Ortega sin oposición salió elegido presidente. ¿Eso es una democracia? ¿Un techo de zinc es más importante que unas elecciones justas? Para la señora Ángela sí. ¿Que haría usted si fuera la señora Ángela?
El golpe de estado a los demócratas y radicales hermanos musulmanes
En junio de 2012, Mohamed Morsi, líder de los Hermanos Musulmanes, vencía las elecciones presidenciales de Egipto con el 51,7% de los votos. El considerado islamista moderado se convertía en presidente del país clave en el difícil tablero del mundo musulmán. Muchos gobiernos occidentales observaron la revolución egipcia y la caía del dictador Mubarak como un paso positivo, aunque preocupante, en la democratización y modernización del mundo árabe. Y lo fue, hasta que dejó de serlo. Pasó rápido. El moderado Morsi radicalizó su mensaje islamista apoyado por el ultraconservador partido salafista.
En julio de 2013, cientos de miles de opositores a Morsi tomaron las calles para derrocar a un presidente que amenazaba sus libertades. Pocos días después, un golpe de estado anunciado como ultimátum derrocaba a Morsi y alzaba en el poder al militar Abdelfatah Al-Sisi. En general, salvo excepciones contadas, el silencio de occidente fue atronador. El año en el poder de los Hermanos Musulmanes hizo temer al mundo que un nuevo Irán nacía en el corazón mismo del Mediterráneo, frente a las costas de Europa, en la frontera con Israel. Los riesgos para los intereses occidentales eran evidentes. Poco importaba la democracia ante esta coyuntura.
"La gente estaba harta. No fue un golpe de estado. Los Hermanos Musulmanes estaban creando leyes antidemocráticas y nos llevaban a la sharia. El pueblo los derrocó", nos decían en El Cairo, en marzo de 2014, un grupo de egipcios que apoyaban el golpe. La conversación se produjo en la Isla Gezira, una zona exclusiva de la ciudad donde viven personas adineradas y están buena parte de las embajadas. Unos días después y muchos cientos de kilómetros al sur, en la ciudad de Asuán, una joven musulmana recepcionista de un hotel nos decía: "¿Para qué nos dijeron que votáramos si lo que decidimos lo han anulado? La democracia es un invento occidental que no existe en Egipto. Sus gobiernos han apoyado este golpe. Mucha gente está sufriendo y desaparece cada día, pero a nadie le importa".
¿Deben respetarse las democracias de otros países aunque esto suponga un riesgo para valores que en occidente se consideran básicos? ¿Habría que haber actuado sobre la democrática victoria del Partido Nazi en 1933? Si 1.000 veganos ganan las elecciones ante 900 carnívoros, ¿es legítimo que se prohíba el consumo de carne?
"Yo elijo no votar"
Fue tan rotunda su respuesta y tan clara que no dejaba lugar a dudas. Kanya, una mujer tailandesa casada con un amigo italiano, me decía en una cena en su casa de Bangkok que "yo elijo no votar. No voté nunca, no me importa. Yo lo que quiero es vivir bien".
Pocos meses antes de nuestra llegada a Tailandia, diciembre de 2014, se había producido en el país un golpe de estado, el número 19 desde 1932, que acababa con años de enfrentamientos entre las irreconciliables facciones de los camisas rojas y los camisas amarillas. En las elecciones previas de 2011, el país estaba dividido en dos mitades físicas, este y oeste, al igual que la capital, Bangkok, partida en dos sectores perfectamente delimitadas. Tras cinco años de dictadura, en las recientes elecciones de 2019, con un 74% de participación, el vencedor ha sido el partido creado ad hoc por los propios militares que dieron el golpe. Prayut Chan-O-Cha, líder de la junta militar, ganó con 8,4 millones de apoyos.
Los jóvenes que anhelaban un cambio se sintieron frustrados tras unas elecciones que no cambiaron nada. Otra parte de los jóvenes, como Kanya, está contagiada del creciente desapego global a la política: "Somos muchos los que preferimos que no haya elecciones. A mi no me interesa que vayamos a votar si cada vez que lo hacemos se desestabiliza todo. Yo quiero tener un trabajo, comida y seguridad, eso es lo más importante", mantiene Kanya. "A muchos jóvenes tailandeses la democracia no es algo que les importe. Hay muchísima gente también que no va a las multitudinarias protestas porque lo que le importa es tener un buen teléfono móvil, ropa o un coche. El dinero es un problema mucho mayor para la gente que la libertad. Si eso se lo da la Junta Militar para ellos está bien", me explicaba Carlo, mi amigo italiano que llevaba entonces ya años viviendo en Tailandia.
Un artículo del New York Times de 2013 llevaba un sorprendente titular que ahonda esta teoría del desapego democrático: "Tailandia se alza para que haya menos democracia". El primer párrafo de la crónica dice: las masivas protestas en las calles demandan menos democracia, no más". Unos meses después de aquel texto llegó el golpe de estado.
El censo milagroso de centenarios de Mugabe
A los dictadores nada les gusta más que hacer plebiscitos que demuestren el amor de sus pueblos. El ejemplo del demócrata Robert Mugabe, convertido en dictador para reafirmar que su pueblo le amaba o se llevaba una somanta de palos, es aleccionador del peligro de las urnas para revestir de legitimidad una dictadura.
Cuando Mugabe en 1980 llegó al poder tras vencer en las primeras elecciones libres que acababan con el terrible régimen antidemocrático y racial de Ian Smith en un país inventado por el magnate Cecil John Rhodes, su figura fue venerada en todo occidente por su deseo de reconciliación y sus valores democráticos. Cuando en 2011 visité por primera vez la desolada Zimbabue no quedaba ningún país occidental que apoyara al viejo león y nadie dentro del país que creyera que Mugabe era un demócrata. No había dejado de ganar elecciones desde entonces y, sin embargo, era un perfecto dictador. "Los ndebele no olvidamos lo que pasó, siento una enorme tristeza de que ese asesino sea nuestro presidente", me decía bajito Lengton, un zimbabuense negro. Las noticias en occidente, especialmente en Gran Bretaña, hablaron durante años de las confiscaciones de tierras a granjeros blancos por parte de Mugabe, pero lo peor que hizo el sátrapa fue un intento de genocidio a sus hermanos negros en la operación Gukurahundi. Cerca de 20.000 ndebele fueron aniquilados en un intento de limpieza étnica contra sus adversarios.
No había dejado de ganar elecciones desde entonces y, sin embargo, era un perfecto dictador
¿Y cómo ocultar que uno es un dictador cuando prometió liberar a su pueblo? Poniendo urnas. En 2011 y 2013 escribí sendos reportajes de como Mugabe manipulaba el censo. Era casi cómico. Un informe del profesor R W Johson descubrió que había "1.490 votantes nunca censados de más de 100 años y 41.100 votantes que superaban los 100 años en un país con una esperanza de vida de 45 años". Lo divertido es que tampoco se tomaron muchas molestias en manipular el censo y había 16.800 personas que aparecían como nacidas el 1 de enero de 1901, primera fecha que daba el ordenador y que alguien decidió hacer realidad pulsando enter 16.800 veces. En total, el censo daba 2,5 millones de votantes más que la población estimada en Zimbabue.
Mugabe ganó las elecciones de 1980 con un 63% de votos; en 1985, 77,2%; en 1996 (ya elecciones presidenciales), 92,7%; 2002, un 56,2%; 2008, 85,5%; 2013, 61%. En muchas de ellas hubo acusaciones y demostraciones evidentes de fraude. Mugabe murió finalmente este pasado 6 de septiembre de 2019 tras permanecer 37 "democráticos" años en la cima del poder.
La democracia del ágora de los 5 Estrellas
La democracia ateniense del ágora es un ideal casi revolucionario de devolver el poder al pueblo. El descrédito de la democracia representativa en el globo, ante una clase política que en general se considera corrupta y que responde a sus propios intereses, ha generado brotes de recuperar una democracia participativa. Primero la población tomó las plazas y luego hubo movimientos políticos que capitalizaron la idea.
Quizá el Movimiento 5 Estrellas italiano (M5S) sea el más significativo por alcanzar el poder en un país del G7. Ellos promueven un sistema entre sus afiliados, conocido como 'Rosseau', en le que votan de forma telemática sus grandes decisiones. En 2018, los 5 Estrellas se convirtieron en la primera fuerza de Italia ganando las elecciones con un 32% de los votos. Tras un año en el poder en alianza con la derecha de la Lega, su descalabro electoral es constante y en las pasadas elecciones europeas quedaron ya en tercer lugar con un 17,1% de los votos.
Luego llegó la crisis de gobierno propiciada por el deseo de Salvini, líder de la Lega, de alcanzar la presidencia tras convocarse unas nuevas elecciones. Los 5 Estrellas decidieron entonces formar un nuevo gobierno con sus hasta entonces archienemigos de la izquierda del PD que sometieron al designio de la plataforma Rousseu. La consulta se decidió casi a última hora. Entre los dirigentes del M5S cundió el pánico. La desunión fue evidente. Una decisión de ese calibre dependía ahora de los descontentos afiliados. "Yo no votaré a favor y si se hace el acuerdo con el PD dejaré de votarles", me decía en Roma Dino, votante del M5S, antes de la consulta. Al final ganó el sí con un 79%, pero el coste de la fractura ya con un 20% de su electorado no parece rentable ante una opinión pública que no parece premiar ese ejercicio democrático. Las encuestas actuales en Italia dan a Salvini cerca del 35% de los votos, y al "democrático" M5S le colocan en tercer lugar, tras el PD, con un 16,3%.
La senda de Putin
Y ante todo este descrédito de la democracia representativa y la difícil gestión de la democracia participativa, ha aparecido una nueva vía que mezcla ambas ideas y le añade toques dictatoriales: el líder supremo.
En estos últimos años he escuchado en México, El Salvador, Etiopía, Perú, Bosnia, Italia, Mozambique... "mejor tener un único líder que esta panda de políticos que nos roban. Al menos en las dictaduras sólo roba uno". El mensaje es preocupante. El descrédito de la clase política es global. Salvo algunas excepciones de países con un estado de derecho consolidado, la gente ha dejado de creer en la política.
En México, El Salvador, Etiopía, Perú, Bosnia, Italia, Mozambique... he oído "mejor tener un único líder que esta panda de políticos que nos roban. Al menos en las dictaduras sólo roba uno"
"A mi lo que me importa es que Putin ha traído las pensiones a las personas mayores y ha levantado Rusia", me decía cerca de la Plaza Roja de Moscú una joven rusa nacida poco antes de caer el muro de Berlín. Años después, el político que parece capaz de saltarse cualquier norma interna o externa para conseguir sus objetivos, aunque esto suponga demoler cimientos democráticos, ha vencido con un 76% de los votos las elecciones presidenciales rusas de 2018. Putin ha multiplicado el PIB y ha sacado a Rusia del ostracismo y depresión económica que vivía tras la caída del régimen comunista. ¿Le importa ante esos datos a sus votantes que su presidente haya hecho desaparecer o encarcelar opositores? La respuesta de hace un año afirma que a un 76% parece que les importa un bledo la salud democrática de Rusia.
La llegada del líder supremo
El descrédito del sistema es constante. Se pone en duda la propia democracia. El último latinobarómetro preguntaba por el apoyo a la democracia en América Latina. El resultado es que el apoyo sin matices a la democracia no llega ni al 50% en el continente. La pregunta -"¿la democracia es mejor que cualquier otro sistema de gobierno?"-, ha recibido en todos los países consultados un descenso en la respuesta "estoy muy de acuerdo". En algunos casos como México, Colombia, Venezuela, R. Domincana y Bolivia, el descenso de apoyos respecto a consultas anteriores supera ahí el 20%.
Trump, Bolsonaro, López Obrador, Duterte, Orbán, Salvini... El discurso de todos ellos es parecido: el sistema no funciona y hay que reformarlo
Ante este panorama, los fracasados partidos políticos están dado paso a líderes, en individual, que acaparan todo el poder. Trump, Bolsonaro, López Obrador, Duterte, Orbán, Salvini... son marcas propias que no necesitan un partido detrás para llegar al gobierno. El discurso de todos ellos es parecido: el sistema no funciona y hay que reformarlo. Todos señalan amenazas, generalmente con un alto contenido patriótico, y se convierten en su antídoto.
El problema es que su poder se basa en demoler el sistema, en acusarlo de corrupto, ineficaz y, por tanto, necesitado de reformas. Muchos de esos demócratas presidentes están tomando decisiones basadas en plebiscitos de los suyos, en deseos populares que se trasmiten por Twitter, como el actual presidente de El Salvador, Nayib Bukele, que da las órdenes a sus ministros a través de las redes sociales para enseñar su magnánimo poder al pueblo que aplaude dando likes. La ágora griega convertida en pantalla de teléfono móvil.
Los liderazgos del Twitter son una moda que arrasa. Yo, líder, me comunico con vosotros pueblo. Ambos somos la misma cosa. El resto son mal pueblo, casta o amenazas. ¿Recuerdan el 'bad boys' de Trump? Las responsabilidades se difuminan. El liderazgo se convierte en personal. El líder supremo escucha al pueblo y decide. Lo hace en directo y ve la respuesta en directo. Los expertos dejan de ser necesarios. La razón no importa, se gobierna con los sentimientos. La democracia desmontada por dentro. Poco a poco, sin necesidad de revoluciones. La oposición es señalada. Los medios de comunicación críticos son señalados. Sin tapujos. Todos los que critican al líder lo que hacen es conspirar en contra del pueblo por sus propios intereses: bancos, Europa, mafias, malos patriotas...El deber es callarlos por interés de la patria. Y el pueblo se entrega ante el mesías y la única duda que queda es: cuándo estos líderes pasen, porque todos los liderazgos personalistas se agotan, y el sistema se haya hecho pedazos, ¿qué vendrá después?
¿Están seguros de que la democracia es el mejor sistema político?¿Darían la misma respuesta si vivieran en otros países? ¿Hay algún sistema mejor? En 2014 en Mozambique, en medio de una cena, una investigadora portuguesa, que justamente se dedicaba a trabajar para diversos 'think tank' de países occidentales y Sudáfrica sobre procesos electorales en África, soltó una frase que sonó como una herejía justo antes de las elecciones: "Yo creo que hay muchos países donde funciona mejor una dictadura que una democracia".