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¿Por qué el ser humano exhibe cómo apalea a una mujer desnuda o trocea a alguien vivo?
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Javier Brandoli

Crónicas de tinta y barro

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¿Por qué el ser humano exhibe cómo apalea a una mujer desnuda o trocea a alguien vivo?

El narco mexicano, el soldado mozambiqueño, el revolucionario camboyano y el chimpancé de Kibale tienen algo en común: usan la crueldad como herramienta

Foto: Una sala de torturas Tuol Sleng (Javier Brandoli)
Una sala de torturas Tuol Sleng (Javier Brandoli)

“Unos soldados del ejército de Mozambique persiguen, insultan y pegan con un palo a una mujer totalmente desnuda que camina por una carretera. Le pegan fortísimo, en el cuerpo, en la cabeza. Ella grita...”. Así comenzaba el artículo que escribí en este periódico el mes pasado sobre el terrible conflicto que está sucediendo en el norte de Mozambique.

El párrafo describe con literalidad la secuencia de un terrible video que se hizo viral en redes sociales a mediados de septiembre. La mujer acaba muerta tras recibir una andanada de disparos casi a bocajarro. No tiembla siquiera el pulso de la persona que graba la escena y sólo, después de varios tiros que recibe ya un cadáver, se escucha un simple “chega” (suficiente) .

La imagen me recordó lo jodidamente cruel que puede llegar a ser en ocasiones el ser humano, me recordó escenas que en ese mismo país yo había vivido. “Son animales o están locos”, definió Aristóteles a los que eran crueles. Pero no, no lo son, salvo alguna rara excepción de justo nuestro animal más cercano, los animales son mucho más humanos, si por humanidad entendemos no ser capaz de generar gratuito dolor hasta a nuestros propios congéneres. Podemos definir el acto arriba resumido como una crueldad salvaje cuyo único fin es satisfacer un impulso, pero hay también una crueldad que es una herramienta para obtener o mantener el poder por ostentación de ensañamiento. Una crueldad no loca, inteligente.

Sin duda hay maldad en apretar un botón y volar por los aires una aldea llena de personas inocentes o provocar el hambre y ruina de millones de personas para ganar dinero, pero generalmente se camufla o se esconde. Sin embargo, hay un tipo de crueldad que se exhibe. ¿Por qué?

El placer sádico de los chimpancés

La selva lluviosa de Kibale, en Uganda, tiene una vegetación densa por la que pululan decenas de diversos simios, los raros elefantes del bosque, muy amenzados en su conservación por los cazadores ilegales sapiens, y toda una colección de ungulados, facóqueros y algún leopardo. Nosotros estábamos allí en 2010 para hacer un reportaje sobre los chimpancés, el auténtico emblema del parque. El suelo era barro, llevaba lloviendo desde la noche anterior, y empezamos a caminar entre el fango. Entonces escuchamos un griterio enorme que venía de las copas de los árboles. Era como si alguien hubiera subido de golpe el volumen de la selva.

“Debe haber cerca chimpancés. El resto de monos enloquece cuando los sienten cerca y dan la alarma para huir”, nos explicaba nuestro guía de la empresa Gorilla Tours. ¿Por qué? “Los chimpancés son muy territoriales y agresivos, y atacan al resto de monos. Si tienen hambre se los llegan a comer vivos, pero también pueden arrancarles un brazo o una pierna”, explicaba. “Atacan también por placer, con saña, por un instinto casi cruel de demostrar que ellos mandan. Dejan monos moribundos a los que muerden. No lo he visto en ningún otro animal”, nos dijo el ranger que nos acompañaba.

placeholder Chimpancés en el parque. (J.B.)
Chimpancés en el parque. (J.B.)

Encontramos a los chimpancés, efectivamente bajo la cúpula de gritos, y comenzamos a seguirlos mientras saltaban por las copas de los árboles. Nos caía una lluvía ahora de frutos, no de gotas, sin que parara el estruendo de su amenazante presencia. “Gritan también ellos como símbolo de amenaza. Las madres protegen a sus crías toda la vida y hay un macho dominante. El de este grupo lo hemos bautizado como Mobutu, en honor del dictador del Zaire. Es tan malo y dominante como él”, nos contó entre risas el ranger.

Había una segunda gran manada en los alrededores con la que, según nos dijeron, de vez en cuando se producían refriegas por dominar el territorio. Algunos estudios de esta especie realizados en otros países africanos afirman que los chimpancés “pueden pensar en el pasado y en el futuro para planificar el presente”. Es decir, estos primates tienen la capacidad de razonar sus movimientos para subsistir y, curiosamente, algunos son gratuitamente crueles.

La primera vez que se documentó un ataque premeditado de un grupo de chimpancés sobre un miembro de una “pandilla” rival fue en 1970 en el Parque Gombe, en Tanzania. La primatóloga Jane Goodall y su equipo constataron un agresión en la que varios miembros de una manada apalearon hasta la muerte, durante diez minutos, a un miembro solitario de una colindante manada. Eso desencadenó una guerra entre ambas “pandillas” que duró cuatro años, la del valle de Kahama y la del valle de Kasekela, que cambió para siempre el modo de entender a estos simios. “Es muy raro que los animales vayan por ahí matando a otros de su especie. Por eso genera tanto interés. Lo que ha quedado claro durante tantos años después de la primera observación en Gombe es ¿por qué los chimpancés matan a miembros de otros grupos? Nuestro trabajo en Ngogo ha demostrado, creo, de forma bastante concluyente que se trata de una estrategia a largo plazo para lograr el dominio sobre los grupos vecinos”, explicaba el antropólogo de la Universidad de Michigan, John Mitani, en un largo artículo sobre aquel gran suceso publicado por la revista Materia.

Obligar a una madre a matar a su hijo

Viví en Mozambique entre 2012 y finales de 2014. Fueron tres años donde me acostumbré a escuchar en ocasiones relatos que olían a cloroformo. Tras los más de 30 años seguidos de encadenada guerra, entre la de independencia y la civil, el país se había desangrado por dentro. La guerra deja cicatrices en el cuerpo y el alma. Aquella fue especialmente cruel y, de alguna manera, entendí que había podrido el alma de muchas personas incapaces de esquivar su conciencia. Mozambique fue durante años el país más pobre de la tierra y, también, quizá el más cruel.

Pasé seis meses ayudando a unos amigos a llevar un hotel en la aldea de Vilankulos. Había poquísimos clientes fuera de la temporada alta y muchas noches las pasaba solo junto a una hoguera en la playa a la que se acercaban los dos guardas nocturnos, el sargento Rafael y el señor Bernardo. El primero había luchado en la guerra civil con Renamo, el segundo con Frelimo, bandos contrarios. El sargento Rafael era pequeño, menudo, el señor Bernardo, un gigante. Hablamos alguna vez de la guerra, pero se me quedó marcada una noche que aquel inmenso hombre que manejaba en su escucadrón la ametralladora de gran calibre empezó a narrar todas las personas que había matado, todo el dolor que había causado, todo la brutalidad que había presenciado, y mientras lo hacía, con el tono bajo de un mozambiqueño, se le resbalaban en cascada lágrimas por la cara. Entendí que el bueno de Bernardo, para mí así era, convivía con la pena y remordimientos de su ayer.

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Cementerio en Mozambique (J.B.)

Dos años después acabé bajo la sombra de un castaño, en una aldea perdida de la provincia de Gaza (Mozambique), entrevistando a tres ex niñas soldado. Tras mi primera pregunta comprendí que no me hablaban a mí, hablaban entre ellas y me dejaban escucharlas. Se estaban exorcizando, sacando la bilis cuarteada que tenían dentro y nunca habían expulsado, y acabaron abrazadas y llorando a cántaros. “Nunca nos habías dicho esto” o “¿por qué no nos lo dijiste?, se decían las tres, que eran miembros de la misma asociación de ex combatientes mujeres pese a haber luchado dos con Renamo y una con Frelimo.

Complicado resumir en unos párrafos todo lo que escuché. No se puede superar el horror que vivieron aquellas niñas. Las raptaron con 11, 14 y 15 años. Las apalearon, metieron en cercas como ganado, convirtieron en esclavas sexuales de una tropa que las violaba a su antojo, vivieron el canibalismo y les enseñaron a asesinar en una guerra que no era suya.

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Las sombras de las tres niñas soldado. (J.B.)

“Me dolió mucho ver matar a tanta gente. Entrábamos en poblados y los soldados obligaban a las madres a posar a sus bebés en el suelo y a matarlos ellas mismas de un palazo en la cabeza o mataban al resto de sus hijos. En una ocasión entramos en un poblado y comenzaron a matar bebés y niños a machetazos. Nosotras nos asustamos. Reculamos, y el comandante nos salvó de ser fusiladas al volver al cuartel y decir al general Gomes que luchamos en el frente hasta el final”, es uno de los entrecomillados de aquel reportaje de la niña que con 11 años fue secuestrada por Renamo. “Una vez me pegaron una paliza por asustarme. Estaba viendo como una madre era obligada a matar a su hijo y vieron que me asustaba”, me contó otra de las niñas soldado, una ahora mujer a la que le faltaba una pierna por haber pisado una mina. Historias parecidas a esas emergían entre risas, lágrimas, silencios tensos, toses nerviosas... Era un vómito, todo era un vómito.

¿Qué peso tiene ese pasado en una sociedad? Entendí que mucho, que hay un poso que tiene que ver con la rutina de la muerte, los instintos primarios, la falta de referentes y valores, la ausencia de educación y de estado de derecho.

En el hotel yo convivía casi a veces a solas con más de 20 mozambiqueños que vivían en medio del campo, algunos sin luz ni agua, no tenían apenas estudios, y vivían en una sociedad donde las normas eran naturales y se manejaban desde el prisma de sobrevivir. Eran unos compañeros magníficos, tuvimos una relación muy cercana y divertida en las largas ausencias de clientes, pero un día resultó que alguien había robado la caja de las propinas que ellos se repartían. Para ellos ese extra era importantísimo. Investigué como eventual responsable todo lo que pude, hablé con todos y, ante el clima raro que se había creado, convoqué una reunión. No faltó ninguno, estaban muy enfadados, pero no había forma de saber qué había pasado. Entonces el señor Bernardo tomó la palabra y dijo que había que usar el simboko (es una traducción fonética, pero me dijeron que así llamaban en xitsua al palo). “La rata va a salir. Usted toma el palo y pega fuerte a todo el mundo que es sospechoso hasta que la rata reconozca que ha robado. Así se hace aquí”, dijo convencido el señor Bernardo. Todos asintieron y jalearon la propuesta. Me quedé unos segundos callado intentando digerir lo que escuchaba, no sabía ni qué contestar. (No lo entiendan como un problema de identidad, sino de educación. En un barrio desarrollado de Maputo, Nairobi o Johannesburgo sería casi imposible escuchar esa dura propuesta de castigo).

Trocear a un hombre vivo

México es bipolar. Nunca creo que viviré en un país donde las personas sean más calidas y acogedoras, y nunca creo que viviré en un país con una capacidad de practicar la crueldad hasta extremos que provocan arcadas. Literal. He visto parte de un video de un hombre desnudo vivo, atado al suelo en cruz, al que iban cortando a machetazos poco a poco sus extremidades hasta matarlo. Los agresores, miembros de un grupo narco opositor, le chillaban, insultaban, humillaban, y el tipo pedía clemencia mientras le iban troceando. Aguanté pocos trozos desmembrados hasta apartar la mirada. Me costó olvidarlo. Me costó entender que se grabaran y exhibieran matando así a alguien.

Foto: Policía mexicana en Tijuana. (Reuters)

Esa escena de trocear a un hombre vivo no es algo casual, es algo común en los enfrentamientos entre los diversos grupos narcos donde cada cártel ha ido perfeccionando sus métodos de tortura y guerra sicológica. No vale con matar, hay que decapitar, desollar, violar, quemar a la víctima… y luego enseñarlo. Los Z y Los Caballeros Templarios eran especialmente crueles. Entre sus prácticas se incluía el canibalismo, la extraccción de órganos, todo tipo de torturas. Y se grababa, se hacía público y se mostraba para dominar. “Es una forma de también controlar a sus propios sicarios. Los hacen partícipes de actos muy violentos y penados, los hacen públicamente culpables al mostrar los videos, y se aseguran su eterna lealtad al cártel. La otra opción es morir en la cárcel o de igual forma si los atrapan los contrarios”, me contaba un veterano colega mexicano, que fue secuestrado y milagrosamente soltado por los Z, con el que trabajé varios días en la muy violenta ciudad de Tampico.

No vale con matar, hay que decapitar, desollar, violar, quemar a la víctima… y luego enseñarlo.

El poeta y activista por la paz y las víctimas, Javier Sicilia, al que asesinaron a su hijo unos narcos, me dijo en una ocasión: “Hay 25 millones de mexicanos que viven junto al absoluto y cruel infierno y no saben nada de él”. Encima, esa parte del país vive en el letargo de haber normalizado el horror hasta que le golpeaba a ellos.

Un kisoko de prensa mexicano era cada día un museo de los horrores con portadas donde se veía gente desangrada, decapitados, cuerpos quemados...Para llamar la atención, el narco macho alfa debía elevar la apuesta y desde luego eran capaces de ser muy imaginativos. “La violencia es como una epidemia, una enfermedad infecciosa”, me dijo en una entrevista sobre la desatada y macabra violencia en México y Centroamérica, Manuel Eisner, reputado profesor de criminología de la Universidad de Cambridge. ¿La pobreza es la culpable? “La pobreza es un problema grave que no necesariamente va vinculado a una mayor violencia. Ser pobre no te hace un criminal ni ser rico evita que lo seas”, respondió. La crueldad de los cárteles mexicanos tenía dos objetivos: generar fidelidad entre sus filas y pánico entre las enemigas.

placeholder Un sicario en México. (J.B.)
Un sicario en México. (J.B.)

La bipolaridad de los mayores y crueles genocidas de la historia se basa en mostrar su bondad con el pueblo bueno y su crueldad con el pueblo malo. El narco paga escuelas y medicinas a los agricultores o sicarios buenos que trabajan sus campos de marihuana y amapola, pero corta a trozos, y lo enseña, a los agricultores o sicarios malos que trabajan para otros narcos. Hay también una simbología de poder, de líder que sobrepasa cualquier límite. Se confunde infundir miedo con ganar respeto.

Masacres en la tierra de la espiritualidad

Cuando se viaja por el sudeste asiático cuesta pensar que alguien pueda solamente toser a los demás con algo de descuido. Nepal, Tailandia, Laos, Vietnam, Camboya… es una larga y fácil excursión para una tropa de decenas de miles de mochileros de la aldea global que cada año recorren la tierra de los templos budistas y la espiritualidad con la creencia de que una diarrea puede ser el mayor riesgo del viaje.

En Camboya los turistas pasábamos los días visitando templos, descubriendo pueblos indígenas que vivían en lagos, preocupados porque no nos untaran demasiado aceite en los masajes a diez euros. “Me fascina esta tierra porque las personas tienen una bondad especial, te ofrecen lo poco que tienen”, me decía una amiga residente en la vecina Tailandia. Y lo son, y lo eran, hasta que dejaron de serlo por un tiempo en el que el país enloqueció en una orgía de violencia cruel. ¿Todo ser humano, hasta el que vive en un entorno de espiritualidad y paz promovido por una cultura pacífica, puede convertirse en un sádico asesino? Supongo que todo ser humano no, y la historia nos dice que toda sociedad sí. Una minoría se ensucia las manos y una mayoría mira a otro lado. Generalmente, este tipo de régimen se sustenta en una crueldad absoluta. Camboya es sólo un ejemplo que sorprende especialmente por la supuesta espiritualidad entre la que emergió todo aquel espanto.

placeholder Sala de torturas en Tuol Sleng (J.B.)
Sala de torturas en Tuol Sleng (J.B.)

Ahí van sólo unos datos de lo que el régimen de los Jemeres Rojos y su revolución comunista agraria hicieron en el país. El museo de la capital, Phnom Penh, llamado Tuol Sleng y ubicado en la terrorífica cárcel S-21, lo narra con precisión. Fue un genocidio, protagonizado por los hombres del sádico Pol Pot, que acabó con 1,7 millones de personas, un 20% de la entonces población del país. La crueldad era aquí un método para descubrir a los traidores a la revolución y la verdad se sacaba arrancando uñas y pezones con tenazas, aplicando electrochoques en genitales y oídos, ahogando a la gente en bañeras llenas de agua y, por último, impidiendo que los presos que no podían más se pudieran suicidar.

¿Quiénes eran las víctimas? Todos los que iban contra el régimen y la revolución y, entre ellos, los especialmente más temidos no eran los más fuertes sino los más listos. Se prohibía leer, tener libros, pensar, y a los que se atrevían a hacerlo se les torturaba. Temer a los pensadores es común a todos los sátrapas sádicos. La crueldad es una forma de asegurarse el poder por miedo, por eso se exhibe, para generar pánico y paralizar la respuesta ante el mero instinto de supervivencia. A morir hay gente dispuesta, a que les martiricen durante semanas hay menos. Pensar amenaza lo más profundo de ese plan, pensar hace libre, y el sapiens cruel no puede permitirse el lujo de la libertad de los demás para alcanzar su verdadero objetivo que no es provocar ese también satisfactorio dolor, sino dominar a través de ese dolor.

La debilidad del cruel

Al principio de este texto explicaba que Aristóteles decía que la crueldad era cosa de bestias o locos, sin embargo el poder es un ansia muy humana y la crueldad es un eficaz método para obtenerlo. Ni locos ni bestias, simplemente personas que ejecutan un plan preciso justamente por una debilidad manifiesta. Su poder se tambalea y necesitan pavonear su fuerza como método para equilibrar sus carencias. El ISIS en Siria llevó el uso de la publicidad de la crueldad a un punto hasta entonces desconocido. ¿Animales? No, todo estaba perfectamente pensado para obtener una respuesta. Hay sapiens crueles, por suerte sólo algunos, muy pocos, pero no son estúpidos que usan sus instintos como las hienas, son mujeres y hombres bastante inteligentes que tienen un plan: ser extremadamente crueles para que les teman. Su pesadilla, el mayor de sus temores, es descubrir que un día su entorno deja de hacerlo. Sin exhibir su crueldad se saben débiles porque su crueldad, en realidad, es una defensa.

“Unos soldados del ejército de Mozambique persiguen, insultan y pegan con un palo a una mujer totalmente desnuda que camina por una carretera. Le pegan fortísimo, en el cuerpo, en la cabeza. Ella grita...”. Así comenzaba el artículo que escribí en este periódico el mes pasado sobre el terrible conflicto que está sucediendo en el norte de Mozambique.

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