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Héroes corrientes: historias reales que parecen un guion de película
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Javier Brandoli

Crónicas de tinta y barro

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Héroes corrientes: historias reales que parecen un guion de película

Hay personas e historias reales que parecen el guion de una película. Están ahí, los cruzamos en el ascensor, intercambiamos un buenos días

Foto: Abdoul ayuda a una niña a huir del atentado terrorista contra el centro comercial Westgate, en Nairobi (Reuters/Goran Tomasevic)
Abdoul ayuda a una niña a huir del atentado terrorista contra el centro comercial Westgate, en Nairobi (Reuters/Goran Tomasevic)

Hay personas e historias reales que parecen el guión de una película. Están ahí, los cruzamos en el ascensor, intercambiamos un buenos días. Son un grupo de personas, los héroes corrientes, capaces de hacer cosas extraordinarias. No necesariamente son perfectos, ni sus biografías deben ser modélicas, pero en un momento dado la vida les colocó ante la disyuntiva de tener que ser o no un héroe y ellos decidieron serlo. No con ese motivo en su cabeza, pero de pronto, en ese mismo instante en el que hay que elegir entre arriesgar o prevenir, entre el yo y los otros, entre rendirse o resistir, ellos tomaron el camino difícil. Al mundo no le faltan héroes, aunque no siempre se remarque.

El médico que no huyó de la guerra

A Miguel Ángel Luque, un médico granadino, lo conocí en 2011 en Ciudad del Cabo. Un tipazo, tranquilo, reflexivo y muy mesurado con el que de vez en cuando quedaba para tomar o comer algo. Tras varias citas, un día, en Mzoli’s, un popular restaurante de la barriada de Gugulethu, me esbozó, sin darse ninguna importancia, esta historia que leerán ahora (háganlo por favor).

Le llamé en 2020 para que me recordara con detalle aquellos sucesos. Hablamos casi dos horas, y luego lo hemos hecho algunas otras veces, y le escuché, ahora desde lejos, emocionarse al rememorar todo.

placeholder Miguel Ángel (cedida)
Miguel Ángel (cedida)

“En 2002 trabajaba como matrono en el hospital de El Ejido. Era uno de los hospitales con la tasa de natalidad más alta de España en aquel momento por el 'boom' de los invernaderos. Mi mayor motivación era entender por qué las mujeres subsaharianas se jugaban la vida en barcazas para venir a Europa”, recuerda Miguel.

Entonces vendió su coche y alquiló su casa para alistarse en Médicos sin Fronteras. Tras pasar varios controles y una espera de meses, un día cumplió su sueño y le mandaron a África, a República Centroafricana. “Recuerdo que preguntaba yo: ¿dónde está? Perdona mi ignorancia, pero no sabía que era un país, yo pensaba que me enviaban al centro de África”.

República Centroafricana es uno de esos lugares malditos del globo donde las guerras internas se suceden. En marzo de 2003, un nuevo golpe de estado, y el correspondiente baño de sangre, estaba en ciernes. En la sede de MSF de Bangui, la capital, todos se habían ido el fin de semana a una boda al sur y dejado al casi recién llegado solo. Miguel, me confiesa, cree que sus compañeros sabían lo que iba a ocurrir y decidieron huir.

Foto: Pedro, en el hospital de Bagdad (cedida)

Y ocurrió, de pronto comenzó el infierno. “Estaba en el cuarto de baño haciendo mis necesidades cuando de repente escuché la detonación de un mortero. A partir de ese primer momento ya fue una continua salva de disparos, explosiones. Pues eso, guerra. Recuerdo que en ese momento el miedo me paralizó por completo y la sensación era de pavor. Pensé: ¿qué hago aquí? Me van a matar”.

Pero los eventos se sucedieron deprisa. Llamaron a la puerta y los rebeldes traían un herido sangrando mucho. “Tenía una herida de bala en el ano”, recuerda él.

Miguel tenía su botiquín personal de matrona y cosió al herido, lo que le convirtió rápido en el hombre al que acudían todos los que necesitaban cura. Empezó a coser heridos hasta que se dio cuenta de que se había quedado sin material y sus pacientes podían morir.

Llamaron a la puerta y los rebeldes traían un herido sangrando mucho. "Tenía una herida de bala en el ano", recuerda

Entonces llamó al jefe de proyecto que le indicó que la única opción era ir hasta una sede de MSF donde había más medicinas y había sólo dos administrativos. La idea era hacer un hospital de campaña en el patio. Salir en medio de aquella cacería era jugarse la vida. “Decidimos armarnos de valor y salir con los heridos, con la típica banderita blanca que era una camiseta de MSF en el palo de una fregona”.

¿Cómo recuerdas ese trayecto? “No he pasado más miedo en mi vida. Tenía una sensación de angustia a la hora de moverme. Mis piernas eran rígidas y notaba el frío y el sudor que me caía por la frente porque pensaba que no íbamos a llegar. Era una procesión grande de gente que nos seguía, posiblemente, no lo recuerdo, fuera una decena. Recuerdo ver correr gente por la calle, pero sin verlos porque a las seis de la noche allí es oscuro, y ver también el fuego y el sonido de una detonación a pocos metros. Tuvimos la suerte de llegar a las oficinas de MSF y poder hacer el hospital de campaña”.

Foto: Guardería en una zona controlada por la Mara Salvatrucha en El Salvador. (Javier Brandoli) Opinión

A partir de ahí, Miguel, con la única ayuda de dos administrativos que no sabían nada de medicina y aportaban manos, comienza durante 48 horas ininterrumpidas a suturar heridas y salvar vidas. “Gracias a dios sólo murió una persona que llegó ya muy grave. Cuando le iba a coger una vía para meterle un expansor de plasma, el tipo me miraba diciéndome no, haciéndome ver que ya estaba. Falleció”.

Trató gente con machetazos, balas y de pronto apareció un niño con una herida de bala en la rodilla por la que sangraba mucho. “La mirada del niño era profunda y tenía una sensación de pavor, como de pánico. Yo recuerdo haberle cogido una vía venosa para introducirle el expansor del plasma y por el hueco lo que veía salir ya no era sangre, era una sangre diluida con el expansor del plasma. Pensé que ahí había que hacer un torniquete y seguir atendiendo a otras personas porque aquello tenía mala pinta. Hice el torniquete al chaval y empecé a hacer suturas, a intentar sacar balas…”.

Ahí, en ese momento de la historia, se rompe Miguel casi 20 años después. “Oía las voces. Esas voces no las olvidaré en la vida y las recuerdo, las recuerdo, y bueno pues entre tanto me olvidé del torniquete y del niño. Y pasaron las horas, siguió llegando gente, y a las 48 horas llegaron refuerzos, llegaron los compañeros que estaban en el sur del país porque la situación bélica se estaba calmando un poco. Los rebeldes habían quitado del poder al dictador y la situación se estabilizaba”.

Foto: Imagen de archivo de un grupo de monjas misioneras. (EFE)

Y entonces Miguel se fue a la cama, tras dos días sin dormir, y tras una hora de sueño se despertó de golpe: “Mi gran angustia era que había hecho un torniquete y no lo había aflojado. Una vez que haces un torniquete lo tienes que volver a aflojar pasados ciertos minutos para que no se gangrene la pierna. Y mi remordimiento era si la pierna se había gangrenado y se la tenían que amputar”.

Decidió preguntar, los heridos habían sido ya trasladados a algunos hospitales, y buscar al niño. Había cadáveres en las calles, también de ladrones que habían aprovechado la confusión para intentar robar en las casas y los rebeldes exponían en plazas para aleccionar a otros. Uno de ellos lo hizo en un almacén de MSF y los soldados lo ajusticiaron allí mismo, delante de algún médico de la ONG, tras atraparlo in fraganti. La ciudad era un caos.

Finalmente, unos días después encontró a su pequeño paciente. “Al entrar en la habitación del hospital lo único que pude apreciar es su cara de agradecimiento y la sonrisa que fue la que me hizo recobrar una sensación de plenitud y tranquilidad enorme”.

De aquella experiencia le ha quedado a Miguel una herida, un orgullo, una crítica hacia la ligereza de mandar a avisperos a ciertos cooperantes inexpertos, aunque él regresó a El Congo poco tiempo después de aquello, y una enseñanza que compartir: “Si alguien tiene en un momento determinado la voluntad y las ganas de intentar hacer algo por cambiar la realidad, alabado sea. Venga, adelante. Y si hay alguien que no las tiene, no pasa absolutamente nada. Es cuestión única y exclusivamente de respetar y que cada cuál haga lo que le dé la gana”.

El hombre que se metió entre las balas

En 2013, viendo la televisión en Mozambique donde vivía entonces, contemplábamos las imágenes del atentado del centro comercial de Westgate, en Nairobi, donde unos terroristas islamistas de Al Shabab mataron a 68 personas y dejaron decenas de heridos. Hablaban de un héroe que cuando todos huían por los disparos y matanzas entró en el centro comercial a salvar la vida de su hermano y consiguió salvar la vida de diversos rehenes, entre ellos la de una niña pequeña cuya historia se hizo viral en la aldea global. De pronto, mi pareja, cuando muestran las imágenes de aquel héroe, exclama: “¡Pero si ese es Abdul, yo lo conozco!”.

Escribí a Abdul Haji, el héroe de Westgate que salía en la CNN, Al Jazeera o la BBC para pedirle una entrevista. Así me narró él aquella historia: “Tengo malos recuerdos, malas imágenes de gente muerta o herida. También veo a mucha gente huyendo”, me explicó.

¿Por qué entraste en un lugar en el que sabías que estaban matando gente? “Fui allí porque estaba mi hermano, no sé si hubiera actuado igual si hubiera sabido que él no estaba allí”. Su hermano le mandó un sms de socorro pero consiguió escapar antes de que Abdul llegara a Westgate y se viera envuelto en la refriega. Él no lo supo mientras le buscaba entre las tiendas.

Sin embargo, mientras con una pistola que siempre llevaba en su coche iba adentrándose dentro de una masacre, fue encontrado personas escondidas, muertas de miedo, a las que comenzó a ayudar a salir. “Todo lo hice por instinto. Nunca pensé que podía morir. Todo pasó muy rápido. Era la adrenalina la que me hacía actuar así”.

La historia más famosa, quizá porque hubo una viral foto, fue la de una niña, la norteamericana Portia Walton, a la que Abdul protege y saca del tiroteo junto a su familia. “He tenido contacto y muestras de afecto de muchos de los supervivientes del rescate, pero lo que recuerdo con más cariño fue el reencuentro con la pequeña Portia, una preciosa y valiente pequeña de cuatro años”. (La niña, su madre y sus hermanas se vieron envueltas en medio de la masacre y se escondieron bajo una mesa mientras les sobrevolaban las balas. Abdul las sacó de allí).

"No me considero un héroe, no hice nada heroico. Hice lo mismo que cualquier persona preocupada por la seguridad de un familiar"

Abdul, musulmán, rechazaba el extremismo de los terroristas islamistas a los que se enfrentó. “Odio a esas personas por secuestrar el significado del islam y hacer cosas en su nombre”, me dijo. ¿Hubieras matado a un terrorista si lo hubieras tenido en frente? “Por supuesto que lo hubiera hecho si hubiera tenido que elegir entre ellos y yo. Si hubiera tenido un disparo claro los hubiera matado”, contestó.

¿Te consideras un héroe? “No me considero un héroe, no hice nada heroico. Hice lo mismo que cualquier persona preocupada por la seguridad de un familiar hubiera hecho”. ¿Mirando para atrás cambiarías algo de lo que hiciste? “Difícil pregunta que responder”, concluyó.

Abdul es un héroe porque hizo puntualmente algo heroico, jugarse la vida por un hermano y un montón de desconocidos. Se puede legítimamente huir de las balas, por miedo, por incapacidad, por rechazo a usar violencia contra violencia… o tener el valor de afrontarlas, sabiendo que una puede matarte, para salvar a otros. Abdul decidió hacer lo segundo.

El naufrago que sobrevivió 14 meses en el mar

¿Qué capacidad de resistencia puede tener un ser humano para sobrevivir? En 2015 escribí, hablando con varios protagonistas, un reportaje de la sorprendente historia de José Salvador Alvarenga, un pescador de El Salvador que el 17 de noviembre de 2012 pescaba tiburones junto a su compañero, el mexicano Ezequiel Córdoba, en las aguas de la costa de Chiapas y el 30 de enero de 2014 apareció a 10.500 kilómetros de distancia, en las Islas Marshall, tras sobrevivir 14 meses, 11 de ellos solo, a la deriva en su barca. Una película de Hollywood, con dificultad, habría sido capaz de inventar esta historia.

Primero hablé con la madre del compañero muerto, Roselia Díaz, que saltó a la actualidad a finales de 2015 porque aparentemente había denunciado a Salvador por comerse a su hijo. “Si habla con él dígale a Salvador por favor que me llame. No quiero tener malentendidos con el muchacho, quiero aclarar lo ocurrido. Si yo hubiera querido reprocharle algo se lo habría dicho cuando lo tuve cerca. Soy pobre y analfabeta y no tengo dinero para una llamada, me están usando”, me dijo la mamá del pescador muerto.

Foto: Alvarenga, retratado junto a su familia en su retorno a El Salvador. (Reuters/Jessica Orellana)

Obviaré en este relato todas las miserias de abogados, representantes, familiares y demás 'troupe' que quiso hacer negocio con la asombrosa historia de Alvarenga. Yo conseguí hablar finalmente con él y, a los cuatro minutos de complicada conversación telefónica, el naufrago me solicitó dinero por la entrevista. Le dije que yo no pagaba por hacer entrevistas y él me replicó que por qué iba entonces él a hablar conmigo. Colgó.

Su agencia de representación de EEUU se disculpó por lo sucedido, me dijo que era una persona muy pobre, y a mí, pese a que al inicio me molestó su forma brusca de pedir dinero, me pareció finalmente que en todo caso si había alguien que tenía derecho a negociar con su historia era él. Quizá el problema es que se hartó de ver que todos sacaban tajada de su capacidad de sobrevivir en una barca solo 14 meses.

placeholder El náufrago salvadoreño José Salvador Alvarenga (EFE/Roberto Escobar)
El náufrago salvadoreño José Salvador Alvarenga (EFE/Roberto Escobar)

Hay un libro, escrito por el periodista estadounidense Jonathan Franklin, que narra esa descomunal historia de supervivencia desde que ese 17 de noviembre el motor de la barca en la que iban Salvador y Ezequiel se averiara y ambos quedaran al pairo de las olas. “Al inicio escuchaba el sonido lejano de un avión, pero no nos encontraron”, dijo él naufrago sobre los primeros días a la deriva.

“La desgracia vino para Ezequiel el día que comió un pájaro que estaba envenenado con una serpiente que se había comido. Esto lo envenenó a él, pero se pudo recuperar. El problema fue que por miedo comenzó a dejar de comer, se debilitó y finalmente falleció. Tenía 23 años. Fue un golpe terrible para mí, que de pronto me vi solo totalmente en medio del mar. No tuve valor de lanzar su cuerpo al océano de día, tuve que hacerlo de noche. Habían pasado dos meses y medio, casi tres, de habernos perdido en el mar”, contó el salvadoreño. Mantuvo el cadáver de su compañero más de una semana en la barca, incluso hablaba con el después de muerto, hasta que una noche, cuando vio que empezaba a pudrirse, lo empujó al océano.

Sobre la posibilidad de que hubiera practicado el canibalismo, Franklin señaló:

“No. Y hay razones para apoyar lo que digo: ellos aún tienen bastante comida almacenada cuando muere Ezequiel. No era un hombre muerto de hambre. No hizo eso, ni hay ninguna evidencia que apoye ese pensamiento. Por el contrario, él lo cuidó, le daba de comer cuando estaba más débil, le daba agua, siempre estuvo pendiente de él”.

Muchos dudaron de la historia de Alvarenga, de que hubiera podido sobrevivir tanto tiempo en alta mar sin pillar el escorbuto

Muchos dudaron de la historia de Alvarenga, de que hubiera podido sobrevivir tanto tiempo en alta mar sin pillar el escorbuto, de aparecer en un atolón del sur del Pacífico… “Pescaba, cazaba algunas aves, limpiaba la barca, recogía los objetos que encontraba en el océano”, ha explicado él que fue su rutina durante meses en la que se incluía beber agua de lluvia, sangre de gaviotas o su propio orín.

Finalmente, las corrientes marinas, corroboradas por científicos que estudiaron la ruta, le llevaron a una lejana tierra. El naufrago vio unos árboles a lo lejos, su barca volcó antes de tocar tierra y él nadó y se desmayó en la orilla.

A la mañana siguiente, los lugareños encontraron un hombre en calzoncillos, barbas largas y que hablaba un extraño idioma. Ese hombre había sobrevivido 14 meses solo en medio de un océano. Para hacer eso hay que ser uno de esos seres humanos con una determinación única por sobrevivir. Salvador fue un héroe de él mismo.

La perra que se jugaba la vida entre escombros

El 19 de septiembre de 2017, al mediodía, la tierra tembló con virulencia en Ciudad de México y alrededores. En unos segundos, millones de personas que pasábamos una mañana apacible y soleada estábamos en medio de una pesadilla. Había derrumbes por toda la ciudad, algunas explosiones, llamas, noticias confusas, miedo. Y no había tiempo de pensar porque debajo de muchas toneladas de escombros había personas atrapadas cuyas vidas dependían de la velocidad con la que las pudieran sacar otros. Entre escapes de gas, posibles nuevos temblores, derrumbes dentro de los derrumbes, había que decidir qué hacer.

La heroicidad puede ser contagiosa o de grupo. La masa puede ser cruel, dicen, y en ocasiones lo es, pero también puede convertir en grandes y pequeños héroes a decenas de miles de personas a la vez. Eso es lo que vi yo, durante las primeras 72 horas, en las que como ciudadano, y como periodista que debía contarlo, estaba inmerso en una hecatombe.

placeholder La perra 'rescatadora' mexicana Frida. (Reuters/José Luis González)
La perra 'rescatadora' mexicana Frida. (Reuters/José Luis González)

Surgieron líderes anónimos, porque siempre hay alguien como aquel tipo del derrumbe de la calle Laredo, La Iguana se hacía llamar, que con su coche 4x4 equipado con material de aventura y un megáfono dirigía las primeras horas las operaciones de rescate que comandaban civiles. Todo eran manos, todo el mundo se ofrecía a hacer algo. Se hicieron cadenas humanas para retirar escombros. Había gente subida entre bloques de hormigón tratando de retirar pedazos de muros para salvar a personas desconocidas que estaban sepultadas bajo toneladas de cemento. Se jugaban la vida, literal. Otros hacían sándwiches o se encargaban de traer agua y bebidas para los rescatistas. Otros organizaban recogidas de víveres, o llevaban personas a dormir a sus casas…

En ese mismo derrumbe de Laredo, al que regresé a las 5 de la mañana cuando aún era de noche, había un cierto silencio y cansancio tras más de 14 horas de trabajos. La gente estaba agotada. Y de pronto vimos una pequeña luz. Como la señal de un teléfono móvil que alguien encendía y apagaba debajo de los escombros. Y fue un rugido. Alguien grito ¡hay alguien, hay alguien vivo! Y todos esas decenas de rescatistas, bomberos y ciudadanos anónimos despertaron de golpe y empezaron a retirar escombros como locos, como si en aquella pequeña luz entre cascotes estuviera en juego la vida de todos ellos.

placeholder Carlos, héroe en México (J.B.)
Carlos, héroe en México (J.B.)

Escribí reportajes e historias como la de Carlos Conteras, que se tituló “Un héroe anónimo del terremoto de México”. Escribí de él por casualidad, porque Carlos era el amigo de un amigo. Él estuvo días entre los escombros del derrumbe de la calle Álvaro Obregón, jugándose el pellejo dentro de un inmueble en el que había alto riesgo de nuevo derrumbe. Organizó además la ayuda de los vecinos con un sistema de mensajes que fue muy efectivo entre otras cosas para atajar las informaciones falsas y repartir los víveres. “Dentro del inmueble había una hermandad enorme. Eran personas que no conocías y se convertían en tus hermanos”, me contó. ¿Qué recuerdas especialmente? “La sensación de cuando sacas a alguien con vida es increíble”. Él se convirtió en un líder natural. Un héroe con algo más de peso en un entorno donde hubo decenas de Carlos y decenas de miles de personas que se pusieron a las órdenes de otro Carlos.

Pero el emblema de toda esa generosidad, entre tanto héroe corriente que emergió entre escombros y humo, acabo siendo una perrita labrador: Frida. Da igual, ella era todos, era esa ciudad que se echó a la calle a ayudar. La simpática perra, ataviada con sus gafas para no dañarse los ojos y sus calzas protectoras para caminar entre escombros sin cortarse, consiguió tras días de trabajar sin descanso entrar en varios derrumbes y localizar a 12 personas a las que salvó la vida. Hubo otros perros que hicieron lo mismo, pero Frida fue el símbolo de todos ellos y toda una ciudad que en global inventó cientos de héroes corrientes.

La perra se convirtió en un mito que aparecía en murales, camisetas y periódicos. Porque Frida demostró que los buenos son más y que cuando se caen las casas hay mucha más gente que se pone a ayudar que la que aprovecha para robar, que también la hay pero mucha menos. A veces se nos olvida, entre tanto ruido y eco que damos a las hazañas de los miserables, que hay muchas personas que hacen cosas sublimes por los demás cada día.

Hay personas e historias reales que parecen el guión de una película. Están ahí, los cruzamos en el ascensor, intercambiamos un buenos días. Son un grupo de personas, los héroes corrientes, capaces de hacer cosas extraordinarias. No necesariamente son perfectos, ni sus biografías deben ser modélicas, pero en un momento dado la vida les colocó ante la disyuntiva de tener que ser o no un héroe y ellos decidieron serlo. No con ese motivo en su cabeza, pero de pronto, en ese mismo instante en el que hay que elegir entre arriesgar o prevenir, entre el yo y los otros, entre rendirse o resistir, ellos tomaron el camino difícil. Al mundo no le faltan héroes, aunque no siempre se remarque.

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