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Los españoles somos más improductivos que nunca y el problema no es de los empleados
El progreso nunca ha venido de pretender que los humanos trabajemos como robots. Para tener un debate serio no debemos engañarnos sobre cómo funciona la productividad
La productividad lleva años desplomándose en España y no sabemos cómo arreglarlo. En nuestro imaginario colectivo admiramos en secreto al productivo trabajador germánico o nipón, puntual como un reloj, focalizado en su tarea y que, de manera sistemática, entrega un encargo manual o intelectual perfectamente acabado. Creemos que nuestro problema es que no nos esforzamos lo suficiente, lo achacamos a nuestra hedonista cultura mediterránea y nos fustigamos para purgar nuestros pecados antes de acudir a la procesión de la santísima eterna cantinela.
Pero Alemania y Japón tendrían una productividad desastrosa si su principales industrias fueran el turismo o la construcción. Por muy eficiente que fuese un camarero alemán o un albañil japonés, su rendimiento apenas sería superior a la de cualquier otro. Alemania y Japón son países de alta productividad no por la eficiencia de sus trabajadores, sino porque sus principales industrias son intrínsecamente más productivas.
La productividad está principalmente determinada por qué se hace y no por el cómo se hace. Uno pensaría que la productividad sube y baja acompasada con la economía, pero es al revés. La productividad sube en las crisis porque se pierden los trabajos de las industrias más improductivas, que a su vez son las menos competitivas y las que más caen. Lo contrario pasa en los ciclos económicos expansivos y aunque ciclos hay en todos los países, lo que en gráfico de Alemania son olitas, en el de España son profundos valles y altos picos porque si en el país centroeuropeo las industrias poco productivas son una parte pequeña de la economía, aquí tienen un peso desmesurado.
Hay dos razones que explican por qué no vamos a arreglar el problema de la productividad en España. La primera es que no entendemos el concepto productividad. En ese imaginario colectivo ibérico nuestra baja productividad se explica porque somos desorganizados, perezosos, no trabajamos ni con la suficiente intensidad ni con el suficiente foco, es decir, todo se solucionaría si “trabajásemos más y mejor”. Sin embargo, la productividad no funciona así.
Pensémoslo bien. ¿Quiénes mejor se organizan son los más productivos o precisamente porque ya eran productivos son capaces de organizarse mejor? Parece un juego de palabras, pero no lo es. La productividad de una persona está relacionada con sus hábitos y es más difícil cambiar de hábitos que de religión. Uno no puede alterar su productividad con facilidad por la misma razón que uno no puede reconfigurar su cerebro a voluntad. Al igual que no existe un "How to be smart for dummies" no puede existir un “How to be productive for unproductive people”. Uno ni se puede volver listo, ni se puede volver organizado. Los milagros a Lourdes.
Una 'app' para hacer listas de tareas, una lista de trucos para mejorar la productividad o una metodología de gestión de proyectos son soluciones homeopatícas que te harán sentirte más productivo, pero no te harán más productivo. Distinguir lo que parece que funciona de lo que realmente funciona requiere hacer ciencia y nuestra autopercepción de satisfacción o productividad es irrelevante, así que deja de dar la brasa en twitter compartiendo tu último truco de productividad personal, no solo te estás engañando a ti mismo sino que lo estás haciendo en público.
Quien no se acepta a sí mismo, quiere ser otra persona más productiva y pasa toda su vida en la eterna búsqueda del "flow"
La obsesión con la productividad personal es un síntoma de inmadurez. Quien no se acepta a sí mismo, quiere ser otra persona más productiva y pasa toda su vida en la eterna búsqueda del “flow”: un supuesto estado catatónico donde uno se vuelve más productivo que el chino Cudeiro. Solo cuando una persona se acepta a sí misma y asimila sus limitaciones de capacidad individual como las limitaciones temporales de la vida humana, “tempus fugit”, “carpe diem” y todos esos latinajos, entonces y solo entonces, deja de considerar su tiempo como algo infinito y está listo para el siguiente paso, aprender a decir “no”.
Si el primer problema a la hora de mejorar nuestra productividad es que la solución no pasa por aprender a trabajar mejor, el segundo reto no solo es aún más complicado, sino desagradable, muy desagradable. Decir “no” es renunciar a cosas bonitas y emocionantes, ser el malo de la película, el aguafiestas, el inventor del bajón.... Pero no hay atajos, el poder del “no” reside en no usar eufemismos para suavizar el impacto. El “no” tiene que doler, diría más, debe doler para producir la catarsis. Solo cuando cobramos conciencia de todo lo que jamás haremos, nos volvemos exquisitos escogiendo qué hacer, buscamos con pasión el máximo impacto y hacemos una estimación realista de nuestro tiempo y recursos. No podemos ser más productivos, pero si podemos escoger hacer lo más productivo.
Es importante tener claro que saber decir no y saber priorizar no son la misma cosa. Priorizar significa que unas cosas se harán antes y otras después, pero todas las tareas de una lista se harán sí o sí. Sin embargo la mayoría de tareas en una lista no merecen estar allí, ni son fruto de una serena reflexión a la búsqueda del mayor impacto posible, sino que nacieron como meros recordatorios apresudaramente anotados en el fragor del día a día. Es irrelevante lo bien que gestionemos o prioricemos una lista si en ella no están las cosas realmente importantes. Nuestro tiempo es limitado y por mucho que mejoremos la eficiencia no podemos estirarlo como un chicle. El marketing ha proscrito el “no” en las empresas, pero la auténtica revolución de la productividad se da cuando se aprende a decir “no” con todas las letras y sin vaselina.
Las reuniones son el ejemplo paradigmático de la dificultad que supone mejorar la productividad. Todos estamos de acuerdo en que las reuniones son uno de los principales enemigos del rendimiento en las empresas, pero nadie sabe como atajarlo. El problema es que quienes no entienden cómo funciona la productividad creen que uno puede aprender a “reunirse bien”, mejorar el procedimiento para hacerlas más eficientes, limitarlas en el tiempo, definir objetivos, hacerlas operativas, escribir actas, etc.
Todo este procedimentalismo documentado suele acabar con más reuniones, más largas, más aburridas y con más burocracia, es decir, empeorando aún más la productividad. En realidad el problema de la productividad de las reuniones se resuelve sencillamente diciendo “no” como regla cuando se nos pide una reunión. En la inmensa mayoría de los casos las reuniones son innecesarias y podrían ser sustituidas por un email, un mensaje de voz o un documento compartido. Te llamarán “señor no”, pero nadie dijo que fuera fácil.
En sectores de baja productividad, como la restauración, es frecuente encontrar desidia y trabajadores desmotivados. Esto no es un 'bug', es una 'feature', es decir, no es algo corregible sino algo intrínseco a los sectores de baja productividad. En esas industrias, una mejora de la eficiencia no cambiará los fundamentos del negocio. La consecuencia es que será imposible alinear una mano de obra poco cualificada, mal pagada y temporal con los objetivos de la empresa.
En el otro lado tenemos los sectores ampliamente mecanizados o robotizados donde la productividad es alta. La joya de la corona del rendimiento es la industria del software, donde tenemos tanto automatización absoluta como escalabilidad de costes suprema, el Nirvana. Una mayor eficiencia genera mayores beneficios y ofrece mejores condiciones laborales que permiten alinear genuinamente a los trabajadores con la empresa, es decir, tener objetivos compartidos.
En esas empresas y solo cuando hemos escogido muy bien las tareas más valiosas, las de más impacto, entonces y solo entonces, puede tener sentido usar técnicas de productividad en equipo. Ojo, que también podemos hacer lo contrario y permitirnos el lujo de ser un poco ineficientes sin que apenas se note en el rendimiento. Es lo que sucede en muchas empresas del norte de Europa donde predomina una actitud relajada en el trabajo que dista mucho de la robótica eficiencia que nos habíamos imaginado.
Trabajar más o menos horas es un debate muy interesante, pero que está pervertido por visiones interesadas. Por un lado están los amantes de la cultura del esfuerzo que creen que “deberíamos trabajar tanto como los chinos” y no, no lo dicen metafóricamente. Del otro lado tenemos a los gurús de la productividad y a los astronautas de la eficiencia que afirman que hay que trabajar por objetivos y no contar las horas.
El primer discurso es arcaico y no requiere comentarios, pero el segundo discurso es precioso, trabajar por objetivos suena maravilloso. Sin embargo su aplicación práctica es contraproducente porque definir buenos objetivos es imposible. Nadie se pone objetivos fáciles, la mayoría opta por objetivos más o menos ambiciosos cuya consecuencias acaban siendo, oh sorpresa, trabajar como un chino. Ahí es cuando los modernos-chipiriguays de la productividad y Roig acaban en el mismo lugar. Esto recuerda mucho al efecto boomerang de las vacaciones ilimitadas de Silicon Valley: la gente se acojona y hace aún menos vacaciones que antes.
Seamos francos. A menos que partamos de una situación de ineficiencia neolítica, si trabajamos menos horas bajará la productividad
Seamos francos. A menos que partamos de una situación de ineficiencia neolítica, si trabajamos menos horas bajará la productividad. Da igual lo muy estrellas del rock intelectual que seamos y lo muy descansados e hiperfocalizados que estemos, si trabajamos menos horas inevitablemente bajará la productividad. Basta repasar mentalmente cómo es nuestro día a día para darnos cuenta que incluso las tareas de más alto nivel intelectual requieren de otras tareas más sencillas cuyo tiempo no es reducible ni optimizable. Revisar y editar un artículo puede llevar tanto tiempo como escribir la primera versión, por no hablar de las tareas inherentes a cualquier puesto de trabajo y que sencillamente ocupan tiempo. La eficiencia humana tiene límites claros, no somos robots.
No hay magia, ni trucos que nos permitan cambios radicales en la productividad, ni de las personas, ni de las empresas, ni de los países. Si algún día hay una mejora sustancial en la productividad de un sector como la restauración será porque se habrá sustituido los camareros y cocineros por robots. Todas las revoluciones tecnológicas han venido de incorporar tecnología que sustituye a humanos por maquinaria. El progreso nunca ha venido de pretender que los humanos seamos tan eficientes como robots. Como sociedad podemos decidir si queremos trabajar más o menos horas, pero para tener un debate serio no deberíamos engañarnos acerca de cómo funciona la productividad.
La productividad lleva años desplomándose en España y no sabemos cómo arreglarlo. En nuestro imaginario colectivo admiramos en secreto al productivo trabajador germánico o nipón, puntual como un reloj, focalizado en su tarea y que, de manera sistemática, entrega un encargo manual o intelectual perfectamente acabado. Creemos que nuestro problema es que no nos esforzamos lo suficiente, lo achacamos a nuestra hedonista cultura mediterránea y nos fustigamos para purgar nuestros pecados antes de acudir a la procesión de la santísima eterna cantinela.