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Juan Manuel López-Zafra

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Líneas rojas

De la mala fama del liberalismo, además de la educación, se ocupa a diario la prensa cuando emplea el adjetivo 'neoliberal' para descalificar cualquier atisbo de introducir competencia en algún sector

Foto: El secretario general de Podemos y candidato a la Presidencia del Gobierno, Pablo Iglesias. (EFE)
El secretario general de Podemos y candidato a la Presidencia del Gobierno, Pablo Iglesias. (EFE)

“El comunismo tiene buena imagen allí donde no ha gobernado”. Henry Kissinger

De nuevo, y ya van unas cuantas veces, el liberalismo ha vuelto a fracasar en las urnas. Sin duda la situación podía tacharse de excepcional, con una izquierda echándose en brazos de una extraña socialdemocracia cuyos principales referentes internacionales han sido los 'noruegos' Vladimir Ilich y Hugo Chávez, y una derecha clásica conservadora votando con pinzas a un Partido Popular aquejado de males difícilmente compatibles con la honradez. Hubo más gente despidiendo a Nacha Pop en Jácara en octubre del 88 que votando opciones liberales en las elecciones del domingo. Por cierto, los conciertos de Nacha fueron magníficos; puedo decirlo desde el conocimiento.

Más allá de las razones de urgencia histórica que pudieran darse en las elecciones del 20 de diciembre, es imprescindible llevar a cabo una revisión de la situación para preguntarse cuáles son las razones que hacen que un conjunto de propuestas que pretenden impulsar la calidad democrática, la igualdad de oportunidades, la libertad de todos y cada uno de nosotros (y con ella la de la sociedad, obviamente) tienen tan poco calado en nuestro país. Y una vez identificados los síntomas, tratar de identificar la mejor estrategia para que los ciudadanos conozcan qué es de verdad lo que se defiende desde las opciones liberales y lograr así su apoyo. Algo anticipé ya el pasado mes de junio, pero la situación se ha deteriorado aún más.

El liberalismo tiene mala prensa en general, en todos los estamentos sociales, en todas las profesiones y en todos los gremios. Una revisión de los libros de texto que leen los escolares da una idea rápida de cómo se adoctrina a los niños en la maldad del mercado y la bondad del estado, cuando resulta que lo primero que hacen en el patio del colegio es… cambiar cromos, una actividad que resalta mejor que ninguna el valor de la oferta y la demanda como principios rectores de la economía. Díganle a sus hijos que será el director del colegio quien decidirá qué cromos tienen valor, por cuántos como máximo se cambiará cada uno y verán su reacción. Cierto es que el BBVA rompió ese mercado hace años cuando regalaban a los impositores no-recuerdo-qué-barbaridad-enorme-de-cromos, llevando la expansión cuantitativa y la inflación al mercado de cromos a la par que Bernanke hacía lo propio en el de títulos, pero esa es otra cuestión.

De la mala fama del liberalismo, además de la educación, se ocupa a diario la prensa cuando emplea el adjetivo 'neoliberal' para descalificar cualquier atisbo de introducir competencia en algún sector. Liberalizar la actividad de las farmacias, del transporte público o los horarios comerciales son algunos ejemplos que sólo han provocado beneficios a la sociedad allí donde se han llevado a cabo, como acaba siendo reconocido por los usuarios. Sin embargo, estas acciones ('devolver' al marco privado lo que siempre fue una actividad privada) son criticadas por los afectados al grito de “neoliberalismo”, llamada a la que acude presta la prensa (especialmente la televisión) para recordarnos la maldad del mercado y los horrores de la libertad.

El del liberalismo es un mensaje incómodo. Apela a las cuestiones a las que nos hemos enfrentado a lo largo de la evolución y que hemos trasladado al estado

Cadenas de televisión privadas que mantienen sus privilegios gracias a una licencia que grácilmente les otorgó el estado a cambio del correspondiente peaje, y que por supuesto hacen todo lo posible por evitar la entrada de nuevos competidores en un mercado como el español en el que dos grupos privados se reparten cuatro de las cinco cadenas principales y el 95% de la publicidad; en esas condiciones, es normal que odien la competencia.

Mala también ha resultado la apropiación maniquea del calificativo por el partido del gobierno, que a pesar de haber expulsado sin contemplaciones a los liberales de su seno ya en el Congreso de 2008 en Valencia, sigue transmitiendo a la primera de cambio que el mensaje liberal es el suyo. Eso, a pesar de haber infligido la mayor subida de impuestos de la democracia y haber mantenido la politización del poder judicial, en contra de sus promesas. Esa manipulación artera del término no hace sino confundir aún más a un electorado que rehúye del mismo aterrado, como no puede ser de otra manera.

El del liberalismo es, ciertamente, un mensaje incómodo. Apela a la responsabilidad, al ahorro, a todas aquellas cuestiones a las que los individuos nos hemos enfrentado como especie a lo largo de nuestra evolución y que hemos acabado trasladando al estado, fundamentalmente porque él se las ha arrogado y pocos se le enfrentaron para conservarlas. Cuando decimos que el individuo está por encima del grupo, la mayor parte de quienes nos escuchan se echa a temblar. Y eso que quien desde siempre ha promovido la muerte y la destrucción en forma de guerras ha sido el grupo, representado por el Estado. No importa.

¿Qué errores estamos cometiendo los liberales en la transmisión del mensaje, y qué podemos hacer para revertir la situación?

Paradójicamente, el grupo se defiende acusando de individualista y egoísta a esa excepción que supone que alguno de sus necesarios componentes se rebele contra él. Quizá ese individuo contribuya de forma desinteresada a obras sociales, pero en tal caso será acusado de “dar limosnas”, lo que es un insulto aún más grave que el de egoísta. La solidaridad se ha tergiversado hasta tal punto que, de virtuosa voluntariedad, ha pasado a ser obligada imposición: todos debemos ser solidarios, lo queramos o no, simpaticemos con la causa o no, creamos en otras prioridades o no. El Estado se encarga de recordarnos cuáles son éstas, siempre por encima de las nuestras particulares.

Se trata de anular al individuo y que éste se convierta en una pieza más del engranaje por el que unos sabios, que en general no han tenido otra actividad profesional que la política, deciden qué es el bien y qué es el mal, en qué debe gastarse y en qué no, qué debe ser investigado y qué no, cómo se gestionan las infraestructuras, cómo se reparte la riqueza y quién debe beneficiarse del reparto. La antítesis de la libertad, en la que el socialismo de Podemos es sólo un extremo; recordemos a su líder exclamando en televisión, enfurecido y alejado de su última e impostada postura zen, que “expropiar es ejercer la democracia”; expropiar, quitarle a alguien lo que ha construido, anulando completamente la iniciativa que ha permitido el progreso social.

Pero volvamos al problema. Más allá de echar la culpa a los demás, más allá de refugiarnos en la trinchera de la pureza intelectual, ¿qué errores estamos cometiendo los liberales en la transmisión del mensaje, y qué podemos hacer para revertir la situación?

La influencia social y cultural es necesaria pero se ha probado claramente insuficiente. Daniel Lacalle, Juan Ramón Rallo o María Blanco son sólo algunos autores que gozan del reconocimiento de las ventas de sus obras de difusión del pensamiento liberal. Los dos primeros y otros como los profesores Gay de Liébana o José María O’Kean han acudido de forma reiterada a los platós televisivos para explicar por qué la defensa de la libertad individual es la mejor opción para el progreso social. Con un pobre resultado, por ser generoso en la calificación.

Dentro de un mismo partido conservador tienen cabida opciones liberales e incluso libertarias

Entonces ¿no habrá que probar algo más? ¿No habrá que pasar a influir en los centros de decisión? No se cambia una sociedad en una generación, de eso podemos olvidarnos. Pero si no se promueven iniciativas políticas dentro de los partidos políticos dominantes no habrá futuro. Uno de los partidos más conservadores y más alejados del liberalismo es el Republicano de los EEUU, el GOP, el partido de los Bush, sí, pero también el partido de Reagan, quien consiguió reactivar la economía con bajadas radicales de impuestos (y aumentando el gasto militar, sí, lo sé), y sobre todo el partido de Ron y Rand Paul, dos de los referentes liberales. Es decir, dentro de un mismo partido conservador tienen cabida opciones liberales e incluso libertarias. ¿Les causa algún problema al padre y al hijo Paul?

Parece que no; el primero, ex congresista, optó a la nominación republicana en 2008; su hijo lo hace en la actualidad. Nadie discute sus ideales a pesar de pertenecer a un partido poco liberal. Promueven el cambio desde dentro, dando conferencias, ganándose a sus votantes y difundiendo el mensaje de la reducción del estado (no su supresión) en cuanto tienen ocasión. Recordemos la valiente y mediática acción del senador Rand Paul el pasado mayo cuando estuvo durante más 10 horas defendiendo la intimidad del ciudadano norteamericano desde la tribuna del Congreso en el famoso 'filibuster' frente a la voracidad informativa del gobierno y su Patriot Act; esa actuación le valió la admiración de muchos, el reconocimiento de muchos más y los reproches de muchos de sus compañeros de partido.

¿Debemos pedir la sustitución del sistema de pensiones de reparto, quebrado técnicamente en la actualidad sin duda alguna, o debemos esperar a que la sociedad madure al respecto, introduciendo con suavidad opciones de ahorro a largo plazo que permitan, especialmente a los más jóvenes, ser dueños de su futuro? ¿Hay que exigir la privatización (que no “entrega a los amigos”) de toda la sanidad pública o sólo de aquellas actividades que claramente puede gestionar mejor el sector privado?

Mi posición personal es muy clara. Ahora bien, estoy dispuesto a ceder en todas ellas si a cambio se lograse una rebaja sustancial en los impuestos

El derecho a la libre tenencia de armas y a la autodefensa, como elemento esencial de la libertad individual ¿es inaplazable, es completamente prioritario, o por el contrario quizá podría ser puesto en valor, defendido y reivindicado en situaciones como los terribles atentados de París, en los que ni siquiera los vigilantes jurados pudieron defender a los clientes indefensos por carecer de armas? El retorno al patrón oro, condición que algunos consideramos imprescindible para evitar los excesos del crédito y la generación continua de burbujas ¿puede ser defendida sin ser casus belli? ¿Son todas las anteriores líneas rojas infranqueables, o podemos aceptar que, como todo en esta vida, hay distintos niveles de prioridad y podemos por tanto adaptar nuestro mensaje al entorno social y al momento histórico?

Mi posición personal es muy clara respecto a todas las cuestiones anteriores. Ahora bien, tengo también muy claro que estoy dispuesto a ceder en todas ellas si a cambio se lograse una rebaja sustancial en los impuestos. En todos los impuestos, personales, indirectos y de sociedades, así como en las cotizaciones sociales, que no son sino un impuesto al trabajo. La sociedad reconocería inmediatamente las ventajas de la libertad económica en forma de mayores niveles de empleo y de más calidad.

Todo edificio requiere de una primera piedra. He crecido en una sociedad infinitamente más libre y tolerante que en la que crecieron mis padres, pero no me conformo y quiero que mis hijas tengan la oportunidad de disfrutar de una aún más, ahora que desgraciadamente se desliza hacia mayores niveles de sectarismo. Tenemos dos opciones nada más: o estar dentro, o quedarnos fuera.

Será un pequeño paso para el liberalismo, sí, pero, paradójicamente, un gran paso para la libertad.

“El comunismo tiene buena imagen allí donde no ha gobernado”. Henry Kissinger

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