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Populismo, terrorismo y nacionalismo, síntomas de la tragedia europea
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Carlos Sánchez

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Populismo, terrorismo y nacionalismo, síntomas de la tragedia europea

La UE, a punto de cumplir 60 años, encara las mayores amenazas desde su creación. Los viejos fantasmas han salido de la botella: populismo, nacionalismo, terrorismo...

Foto: Banderas de la UE ondean a media asta por las víctimas de Niza. (Reuters)
Banderas de la UE ondean a media asta por las víctimas de Niza. (Reuters)

Lo escribía recientemente Joschka Fischer, el exministro alemán de Asuntos Exteriores: el poder desmitificador de las dos espantosas guerras mundiales ha desaparecido. Aquella imponente vacuna contra el terror, forjada a golpe de apocalipsis, se ha evaporado. Hoy, las consecuencias devastadoras de la barbarie ya no bastan para sostener el proyecto de integración posterior a 1945. Millones de europeos han olvidado su propia historia y ahora desconfían del futuro, lo que ha generado un nuevo clima social propicio a la catástrofe.

El caldo de cultivo es fértil. Muy fértil. El populismo, los nacionalismos, el ensanchamiento de la desigualdad, las altas tasas de desempleo, la pobreza, la exclusión social, las minorías marginadas… O, incluso, la angustia de los mayores que se sienten solos, desamparados. A la intemperie. Ante un mundo que no comprenden y en el que han desaparecido las certezas, y del que solo escuchan mensajes apocalípticos a través de los medios de comunicación y de unas redes sociales convertidas en jauría de la podredumbre. En Europa siempre ha habido pobres, pero ahora muchas clases medias sienten que ellas lo son.

Pero al mismo tiempo, y en medio de la incredulidad y el desconcierto general, Europa continúa siendo un amplio y generoso Estado de bienestar como nunca nadie lo ha disfrutado en ninguna parte del planeta. Un vasto y fecundo territorio ocupado por más de 500 millones de ciudadanos protegidos por niveles más que aceptables de cohesión social, pero también por un formidable sistema de libertades sin paragón en ningún continente. Pese a ello, muchos europeos piensan que la pobreza y el desconsuelo han llamado a su puerta.

Europa sigue siendo el Estado de bienestar más amplio y grande que se puede disfrutar en el mundo

Esta es la paradoja de Europa, que asiste, exhausta, al fin de una época y al comienzo de otra, y cuya naturaleza, por el momento, se ignora. Y los atentados de Niza, Estambul, París, Bruselas, Londres o Madrid, cada uno con sus características propias, no son más que episodios de un mismo relato: Europa vive en estado de alerta bajo la presión de los nacionalismos: exteriores e interiores. Y el intento de golpe de Estado en Turquía -en la esquina del continente- no es más que el reflejo cruel de un mundo que antes era bipolar y hoy se mece coronado de pequeños conflictos. O de microguerras, como se prefiera, que escapan del control de las superpotencias. El muro cayó en 1989, pero sus consecuencias siguen ahí. Como una maldición bíblica que atraviesa generaciones a través de los nuevos conflictos.

Algunos nacionalismos son de carácter sangriento y de origen presuntamente religioso, como el yihadismo, y otros solo fatalmente disgregadores que buscan en el pasado lo que no encuentran en el futuro menos remoto. Ni siquiera en el presente. Como si se pretendiera revivir la fábula imaginaria de una época legendaria construida a partir de estados nacionales étnica y políticamente homogéneos. Libres de limitaciones externas e inmunes a las consecuencias desgarradoras de la globalización.

La Europa híbrida

La realidad, sin embargo, es muy distinta. Europa es híbrida y está condenada a convivir con sus fantasmas del pasado. También con los viejos ‘ismos’ que articulan una realidad compleja: los populismos, los terrorismos, los nacionalismos, capaces de contaminar -y hasta de emponzoñar- la respuesta política correcta al mayor desafío desde 1945.

Hoy, en plena crisis de representación, las élites han perdido su capacidad de persuasión para convencer a millones de ciudadanos de que viven en el territorio de mayor prosperidad económica y cultural del planeta, algo que revela el estado de incredulidad general. Y hasta el hartazgo de las clases medias atrapadas por la cara mala de una globalización que genera vencedores (las multinacionales, las compañías tecnológicas…) y perdedores (los obreros industriales, los pequeños comerciantes…)

Como ha señalado con acierto Habermas, es verdaderamente singular que el populismo haya derrotado al capitalismo en su país de origen: Inglaterra. O que la barbarie golpee con especial dureza a la Francia que liquidó el absolutismo y la tiranía. O que el miedo se haya apoderado de la patria de la libertad hasta convertir a un sujeto como Trump en candidato republicano. O que el viejo sueño de Atatürk se vea hoy amenazado por un islamismo rampante y de doble cara patrocinado por el sagaz y escurridizo Erdogan de la alianza de civilizaciones.

Europa y las viejas democracias están heridas. Sin duda, porque los flujos migratorios y la libertad de movimiento de capitales han trastocado el viejo mundo posterior al que vio caer Stefan Zweig, sin que la Europa tecnoburocrática haya sido capaz de ordenarlo. Ni siquiera ha sido capaz de dar una respuesta convincente a ciudadanos que miran atónitos a su alrededor que ya no necesitan ir al cine para ver una película de terror.

EEUU, que emergió como la única superpotencia tras la caída del muro, cometió un gran error en su política exterior: ningunear a Rusia, a quien sentía hundida, pero que desde el acuerdo Sykes-Picot es la única nación que de verdad ha entendido lo que ocurre en Oriente Medio, el origen de muchos de los males que atraviesan Europa.

EEUU ninguneó a Rusia tras la caída del Muro de Berlín pero Moscú es la única que ha comprendido la importancia de lo que se juega en Oriente Medio

Aquel acuerdo, del que ahora se cumplen, paradójicamente, 100 años, era secreto, al contrario que la Declaración Balfour, que se publicó en la prensa británica a través de una comunicación enviada a Lord Rothschild, y suponía que París y Londres, traicionando a los árabes (que se habían levantado contra el decadente imperio otomano), se repartirían al final de la Gran Guerra zonas estratégicas de la antigua Mesopotamia. Rusia -el otro miembro de la Triple Entente- aceptó el plan a cambio de extender su hegemonía hacia Estambul y los estrechos del Bósforo y los Dardanelos. Y desde entonces, aquello es un polvorín. Es la misma guerra que hace un siglo, pero con distintas manifestaciones. El rencor hecho política heredado de generación en generación.

No debe sorprender, por eso, que políticos como Trump, Le Pen o Geert Wilders, en Holanda, aderecen su mensaje de reafirmación nacional con una abundante dosis de simbolismo antiislámico.

La guerra del terror

Los viejos demonios de las naciones libres puestos ahora al servicio del populismo por la incapacidad de las potencias de cortar de raíz fenómenos como el Estado Islámico. Apenas 30.000 o 40.000 milicianos que controlan un territorio que no es más grande que Bélgica y que tiene en vilo a los mayores ejércitos que el mundo ha conocido.

Las soluciones que se ofrecen son, sin embargo, nacionales. El muro que quiere levantar Trump entre México y EEUU no es más que el regreso a 1989. Pero si antes el muro de la vergüenza era la consecuencia dramática y calculada de la guerra fría y del mundo bipolar, hoy es el símbolo que se quiere levantar contra el nuevo capitalismo trasnacional que no entiende de fronteras, y que siembra el pánico entre las clases medias.

En Europa cayó el muro de Berlín y se levantó Schengen, con todas las libertades que comprende y representa tan extraoordinario acuerdo. Y echar abajo el espacio único europeo, como pretenden algunos, sería como volver a levantar el mismo muro que cayó en Berlín, aunque fuera imaginario y sin ladrillos de mampostería. Lo que antes era un debate ideológico, la vieja lucha de clases, hoy es un dramático conflicto de fronteras.

Lo que antes era un debate ideológico -la cuestión de los muros- ahora se ha convertido en un conflicto de fronteras que amenaza a la Unión Europea

España, por el momento, ha esquivado el populismo de derechas. Probablemente, debido a que la mayoría de los inmigrantes procede de países latinoamericanos con semejanzas culturales, lo cual es una eficaz vacuna contra quienes echan la culpa de todos los males al extranjero. Pero también porque muchos ciudadanos han identificado la actual fragmentación económica de Europa en términos norte-sur; acreedores-deudores, lo que inevitablemente lleva a la aparición de populismos de izquierda. Al fin y al cabo, otra forma de populismo.

Izquierda-derecha. Derecha-izquierda. El gran pacto social fraguado a partir de 1945 se quiebra en brazos de la polarización política que engulle a todo lo que esté por el centro político hasta devorarlo. Hasta triturarlo en nombre de falsas verdades absolutas que en realidad esconden toneladas de egoísmo.

Pero la respuesta que se ofrece desde Bruselas es una especie de fuga hacia adelante. Más integración fiscal o política, cuando realmente el riesgo y la amenaza están en que otros países quieran abandonar la Unión. Precisamente, porque muchos ciudadanos ven en Bruselas un extraordinario nido de ventajistas a la manera de un Durao Barroso tras su flamante fichaje por Goldman Sachs.

Como ha escrito Anders Borg, exministro sueco de Economía, si la Comisión Europea interpreta en esa dirección la narrativa del Brexit: más integración, el resultado será opuesto al deseado. “Es probable”, sostiene Borg “que el federalismo sea la mayor amenaza para el futuro de la UE”.

Los viejos paradigmas se extinguen y Alemania, atrapada por su pasado, que debía ser quien liderara la nueva Europa gracias a su formidable maquinaria económica, renuncia deliberadamente a hacerlo más allá de imponer políticas de austeridad que, en realidad, han logrado lo contrario de lo que buscaban.

Lo que antes era un problema de naturaleza estrictamente económica (el estallido de la burbuja de crédito) hoy es un problema político de múltiples aristas instrumentado por los nacionalismos civiles o religiosos. Hoy Europa es un pollo que corre sin cabeza hacia ningún sitio. Y los atentados o el resurgir de los malditos ‘ismos’ no son más que el espejo de un mundo que se desvanece.

Lo escribía recientemente Joschka Fischer, el exministro alemán de Asuntos Exteriores: el poder desmitificador de las dos espantosas guerras mundiales ha desaparecido. Aquella imponente vacuna contra el terror, forjada a golpe de apocalipsis, se ha evaporado. Hoy, las consecuencias devastadoras de la barbarie ya no bastan para sostener el proyecto de integración posterior a 1945. Millones de europeos han olvidado su propia historia y ahora desconfían del futuro, lo que ha generado un nuevo clima social propicio a la catástrofe.

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