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Felipe VI o cómo hablar del presente hablando del pasado
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Ignacio Varela

Una Cierta Mirada

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Felipe VI o cómo hablar del presente hablando del pasado

Todas las frases que ha pronunciado el Rey en su discurso son altamente pertinentes en este preciso momento, nada en ellas está de sobra

Foto: Vista general del hemiciclo del Congreso de los Diputados donde los Reyes han presidido hoy la sesión solemne de la conmemoración del 40 aniversario de las elecciones de 1977. (EFE)
Vista general del hemiciclo del Congreso de los Diputados donde los Reyes han presidido hoy la sesión solemne de la conmemoración del 40 aniversario de las elecciones de 1977. (EFE)

Sí, la transición de la dictadura a la democracia en España fue fruto del miedo. Del miedo de España a sí misma. Ha hecho bien el Rey este miércoles por la mañana enmarcando históricamente aquellas elecciones de 1977: no pueden entenderse sin conocer y comprender que España venía no solamente de una carnicería seguida de una dictadura, sino, como señaló Madariaga, de doscientos años de guerra civil continua, expresa o latente.

Durante todo ese tiempo, los españoles llegamos a creer que nuestro destino histórico era matarnos entre nosotros. Que la democracia jamás podría florecer sobre este pedregal histórico, y que estábamos condenados a repetir eternamente el ciclo dictadura-revolución-dictadura. Que, el español sería siempre un lobo para otro español.

Hay veces en que el miedo tiene efectos terapéuticos y saludables. Fue el pánico colectivo a repetir la historia lo que, por encima de cualquier otra cosa, nos señaló el camino. Sin él, nada de lo que ocurrió habría sido posible.

Es cierto que el desarrollismo franquista había traído a España a las puertas de la modernidad, y que, precisamente en ese recorrido, había firmado su sentencia de muerte: las rígidas estructuras de la dictadura devinieron inservibles. La mayor parte de la dictaduras de largo recorrido (como el comunismo) caen por pura ineficiencia.

También lo es que llegamos a la muerte del dictador con un empate insoluble: ni los herederos del franquismo tenían fuerza para imponer la continuidad del régimen, ni los antifranquistas la tenían para provocar la ruptura, lo que entonces se llamaba “la vuelta a la tortilla”.

Así pues, el camino español a la democracia se cimentó sobre el terror de la sociedad a desatar de nuevo sus instintos cainitas y sobre el equilibrio de fuerzas entre franquismo y antifranquismo. No muy hermoso, quizá, pero muy real.

Se necesitaban, pues, franquistas dispuestos a colaborar en el desmontaje del régimen y antifranquistas dispuestos a partir de sus estructuras para llegar a la meta. Una meta, eso sí, que no resultaría híbrida: el producto no sería una dictablanda ni una democracia a medias, sino plena.

Se sentaron exministros de Franco y altos cargos de la dictadura junto a dirigentes de la resistencia directamente llegados del exilio

Por eso el Parlamento elegido el 15 de junio era una criatura extraña. En ella se sentaron exministros de Franco y altos cargos de la dictadura junto a dirigentes de la resistencia directamente llegados del exilio; esas elecciones se celebraron al amparo de una ley aprobada por las Cortes franquistas y convocadas por un Gobierno sin legitimad democrática de origen; carecían inicialmente de carácter constituyente, se lo tomaron ellas mismas a la vista del resultado; y todo eran sombras sobre la estructura futura de un Estado aún plenamente centralista.

Quizá por eso, por el pánico al pasado, en aquella elección fueron inesperadamente derrotadas las dos fuerzas que más se identificaban con el pasado inmediato: los franquistas de Alianza Popular y los comunistas del PCE.

El Rey ha hecho bien en dar un repaso implacable a la historia moderna de España. También en pronunciar por primera vez la palabra “dictadura” refiriéndose al franquismo (su padre nunca lo hizo).

Pero lo que mejor ha hecho, a mi juicio, es hablarnos del presente aparentando hablar del pasado. José Antonio Zarzalejos le reprocha que haya hecho un discurso escapista y elíptico, sin afrontar de cara la realidad actual. Sin embargo, basta con cambiar el tiempo verbal de muchas de sus frases para descubrir hasta qué punto sus palabras han venido repletas de mensajes de plena vigencia aquí y ahora. Hagamos el ejercicio de leer algunos párrafos en tiempo presente (subrayo las alteraciones del texto original):

“La falta de reconocimiento, de comprensión y de respeto a las ideas y convicciones ajenas, y la imposición de la propia verdad sobre la de los demás, dividen a los españoles”.

“El adversario político es un enemigo al que hay que excluir de la vida pública”.

“La intolerancia, la discordia y la falta de entendimiento constituyen una realidad innegable de este período”.

“(…) asegurar un Estado de Derecho, que preserve la legalidad constitucional como manifestación y decisión de la voluntad soberana del pueblo español”.

“(…) la España del futuro, que no es el proyecto de una persona, ni de un partido político, ni de una élite o grupo social…”

“(…) ser capaces de dialogar, de pactar y de consensuar sin preguntarnos qué fuimos o qué éramos, sino qué queremos ser”

“(…) reconociendo que la diversidad está en nuestra historia y define nuestra identidad nacional; y que los sentimientos se deben respetar y comprender, nunca ignorar, enfrentar o dividir” (…) proteger a todos los pueblos de España en el ejercicio de sus culturas y de sus tradiciones, de sus lenguas y sus tradiciones; y reconocer el autogobierno de sus nacionalidades y regiones, que son patrimonio de todos los españoles”.

“Ningún camino que se emprenda en nuestra democracia puede –ni debe- conducir a la ruptura de la convivencia, al desconocimiento de los derechos democráticos de todos los españoles o a la negación de los valores esenciales de la Europa a la que pertenecemos”.

Pero sobre todo, lo más importante y lo más actual que ha hecho Felipe VI es una defensa beligerante del principio de legalidad y de la fusión entre ley y democracia:

“La convivencia tiene su mayor protección en la normas que la amparan. El respeto a esas normas, en democracia, no es una amenaza o una advertencia para los ciudadanos, sino una defensa de sus derechos. Porque dentro de la ley es donde cobran vigencia los principios democráticos. Y porque fuera de la ley sólo hay arbitrariedad, imposición y, en definitiva, la negación misma de la libertad. La libertad sigue siempre la misma suerte que las leyes: reina y perece con ellas”.

Hasta aquí el repaso. Ya sé que este miércoles se trataba de conmemorar algo que ocurrió hace 40 años, pero ¿está hablando de la España de 1977 o de la de 2017? Todas las frases que he reproducido son altamente pertinentes en este preciso momento, nada en ellas está de sobra. Nada es más útil cuando se trata de crear una contradicción entre la democracia y la ley, como si la democracia fuera algo distinto a la ley en acción.

En la sesión inaugural de las Cortes de 1977, los diputados socialistas recibieron a Juan Carlos I sentados y sin aplaudir. Esperaban. Mientras hablaba, el Rey miraba hacia ellos con cierto nerviosismo. Tras escuchar cómo se comprometía sin reservas con la democracia, al finalizar lo aplaudieron, y fue visible el alivio del Jefe del Estado. Hoy los de Podemos, respetuosos por una vez, han permanecido quietos al principio y al final. Probablemente, porque han entendido el mensaje.

Sí, la transición de la dictadura a la democracia en España fue fruto del miedo. Del miedo de España a sí misma. Ha hecho bien el Rey este miércoles por la mañana enmarcando históricamente aquellas elecciones de 1977: no pueden entenderse sin conocer y comprender que España venía no solamente de una carnicería seguida de una dictadura, sino, como señaló Madariaga, de doscientos años de guerra civil continua, expresa o latente.

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