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Ilya Topper

De Algeciras a Estambul

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'Game Over', Arabia Saudí: Obama ya tiene nuevos amigos

Los saudíes disparan sus últimos cartuchos para apuntalar su liderazgo regional. Pero como muestra la tensa visita del Presidente de EEUU a Riad, los equilibrios han cambiado

Foto: El Presidente Obama habla durante la Cumbre del Consejo de Cooperación del Golfo en Riad, el 21 de abril de 2016 (Reuters)
El Presidente Obama habla durante la Cumbre del Consejo de Cooperación del Golfo en Riad, el 21 de abril de 2016 (Reuters)

El sábado pasado, 21 cañonazos sonaron en la ciudad de Ankara. Era el saludo formal a un jefe de Estado amigo, el máximo honor militar que un país puede rendir a otro. El anfitrión era el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan. El homenajeado, Hassan Rohaní, presidente de Irán. Este era el primer plano del retablo militar. Al fondo, si miramos bien, podríamos distinguir las siluetas de Barack Obama, con sonrisa mefistofélica, y del rey saudí Salmán bin Abdulaziz, sacándose un cuchillo de la espalda.

Y podemos imaginar cómo, ayer mismo, el rey Salmán acariciaba ese cuchillo bajo la túnica mientras se quedaba sentado en el palacio y enviaba a su ministro de Exteriores a saludar a Barack Obama en la escalerilla del avión. A sus fieles aliados del Golfo los había recibido personalmente. No a Obama: la asistencia del máximo dirigente mundial a la conferencia del Consejo de Cooperación del Golfo (GCC) era un pulso en el que ambos bandos ponían cara de póker. Pero sabemos que Obama tiene un full house y Salmán, apenas un par de reyes.

La desavenencia se había anunciado largamente, con la firma del tratado nuclear con Irán para acabar con el aislamiento del máximo rival geopolítico de Arabia Saudí. La respuesta de Salmán fue una huida hacia adelante, una política agresiva de bloques que permitiera al menos forjar una alianza regional que reemplazara el antaño tan bien engrasado eje Washington-Riad. Y hace justo una semana parecía haberlo conseguido, gracias a su más potente herramienta internacional: la Organización por la Cooperación Islámica (OCI), expresión de la aspiración saudí de traducir el concepto teológico de la 'umma', la 'nación islámica', en términos políticos modernos.

Salmán hizo su entrada triunfal en la XIII Cumbre de la OCI en Ankara, el jueves anterior, y el viernes le propinó cuatro sonoras bofetadas a Teherán, firmadas por 56 países: de los 218 artículos del comunicado final, 4 (30-33) se dedican a pedir que Irán respete “la independencia y soberanía” de los demás países islámicos, condenan las agresiones contra las legaciones de Arabia Saudí en Teherán y Mashhad en enero y el “discurso incendiario” del Gobierno persa tras la ejecución de un clérigo chií en Arabia Saudí, y concluyen deplorando la “interferencia” de Irán en los asuntos internos de Bahréin, Yemen, Siria y Somalia, y su apoyo continuado al “terrorismo”.

[Lea aquí: Nuestro amigo el tirano islamista]

Condenar una “interferencia” de Irán subrayaba quién manda en el patio de vecinos: manda quien puede enviar tanques a Bahréin para aplastar una primavera árabe, bombardear Yemen durante semanas, respaldar (de forma no oficial) a milicias ultrawahabíes en Siria y difundir su marca religiosa en Somalia, todo ello con el aplauso de la muchachada. Incluido el propio Erdogan que presidió con cara de póker la clausura de la cumbre.

placeholder Clérigos de Kerbala pisan una foto del Rey Salmán durante las protestas por la ejecución del chií Nimr Al Nimr en enero de 2016 (Reuters)
Clérigos de Kerbala pisan una foto del Rey Salmán durante las protestas por la ejecución del chií Nimr Al Nimr en enero de 2016 (Reuters)

Parecía enterrada la rivalidad entre los dos principales jugadores geopolíticos del mundo islámico suní: Turquía y Arabia. Decimos dos, porque el tercero, Iraq, fue eliminado hace una década gracias a una tenaz campaña de destrucción orquestada por Arabia Saudí. Hasta qué punto la invasión estadounidense de 2003 respondía a un deseo de Riad de eliminar a su rival más peligroso, y hasta qué punto era simplemente una operación de enriquecimiento de Bush & Co. para apoderarse de fondos públicos estadounidenses queda por investigar; que confluían ambos intereses es obvio. Que fue en detrimento del interés de la nación norteamericana, también.

El cuarto jugador, Egipto, perdió la partida contra Arabia Saudí en 1969: ese año terminó la guerra civil en Yemen con la victoria, por desgaste, del bando republicano apoyado por El Cairo, contra el monárquico respaldado por Riad. Pero los siete años de guerra apenas habían afectado las cajas del reino petrolífero, mientras que dejaron totalmente exhausto el país del Nilo. Sin nada a cambio. Egipto nunca volvió a levantar cabeza.

Cuando lo intentó, con los Hermanos Musulmanes en el poder, tras medio siglo de paciente labor de zapa, y con el cofrade mayor Mohamed Morsi en cabeza de procesión, Egipto recibió el apoyo entusiasta de Turquía, con Erdogan dando mítines en El Cairo. El eje se prolongaba hasta Qatar, una especie de contrapeso regional a Riad. Hermanos contra monarcas. El golpe de Sisi en julio de 2013 acabó con aquello: durante un año más, Qatar albergaría a los hermanos exiliados y Estambul acoge hasta hoy un “Parlamento en el exilio” de los fieles a Morsi, con la “rabi'a”, el símbolo de los cófrades egipcios, decorando la mesa y los mítines de Erdogan.

Pero era una resistencia efímera. El respaldo de su cadena Al Jazeera a los Hermanos, y su apuesta por ciertas milicias en Siria, en competencia con los saudíes, le costó a Qatar la retirada de los embajadores no sólo de Egipto sino también de Arabia Saudí y Emiratos. Se convirtió en un apestado en las reuniones del GCC, en una especie de advenedizo que le intenta ganar al poker al boss de la mafia.

Qatar tiró la toalla en septiembre de 2014. Erdogan, en marzo de 2015, con su primer viaje a Riad, al que siguió otro en diciembre pasado. Arabia Saudí no se cortó en humillar a los vencidos: el 10 de abril, un día antes de su entrada triunfal en Ankara, el rey Salmán recibió graciosamente las dos islas de Tiran y Sanafir en el Mar Rojo de manos del presidente egipio Abdelfatah Sisi.

Al imponer en la OCI los párrafos que acusan de “terrorista” a Irán, Salmán debió de creerse el hegemón de todos los suníes, a punto de aplastar a los persas: a Irán apenas le queda Hizbulá en el siempre frágil Líbano, una Siria en fase de destrucción, un Iraq destruido hasta los cimientos... y unas milicias huthíes en un Yemen al que ya le han arrancado tejado y muros los bombardeos saudíes, con las milicias wahabíes de Al Qaeda avanzando por las colinas.

Un día más tarde llegó, cual cañonazo multiplicado por 21, una advertencia. Erdogan sonrió a las cámaras con Rohaní, y ambos hablaron de construir carreteras y ferrocarriles, inversiones conjuntas en hidrocarburos, cooperación bancaria y un esfuerzo compartido para luchar contra el “sectarismo que destruye la región”, alusión a la doctrina wahabí que considera a los chiíes herejes o renegados. Doctrina que el reino saudí no defiende abiertamente – permite a los chiíes el acceso a La Meca – pero sí deja que florezca entre sus predicadores, para insuflar moral a milicias del tipo de Dáesh o Al Qaeda en Yemen y proceder en la destrucción de los vecinos.

Rohaní tampoco se cortó en mostrar sus ases: Irán le podrá proporcionar a Turquía el gas natural que tanto necesita, sugirió ante las cámaras. Un singular retruécano: si Ankara busca nuevos proveedores de gas es porque teme que Rusia le cerrará las tuberías, tras la pelea originada entre Moscú y Ankara por derribar Turquía un caza ruso en Siria. Un caza que precisamente defendía los intereses de Irán – el régimen de Asad – contra los de Turquía – las milicias islamistas –.

Pero la puesta en escena iba más allá de un convenio de gas. Ya durante los años del embargo, el dinero europeo fluía a Teherán a través del Bósforo un oscuro esquema de trapicheos de oro, pero ahora será legal. Y los empresarios desde Estambul hasta Wall Street se frotan las manos: un país de 80 millones de habitantes, necesitados de todo, y con petróleo para pagarlo, es un mercado infinitamente mejor que el saudí (30 millones), ya saturado.

La corriente no ha fluido últimamente entre Washington y Ankara, enzarzados en peleas de hermanos por un quítame allá unos derechos humanos, y el apoyo estadounidense a las milicias kurdas en Siria. Pero Turquía sigue siendo un cuasi miembro fundador de la OTAN y así lo subrayó el secretario general de la Alianza Atlántica, Jens Stoltenberg, ayer mismo, en Ankara. En las grandes cuestiones geopolíticas, Turquía sabe cuál es su bando. Y en este bando, Irán ya no es el enemigo sino el futuro gran aliado.

Este mensaje dieron los 21 cañonazos de Ankara, y el viaje de Obama a Riad, ayer, fue poco más que un paripé para suavizar la ruptura con el reino desértico, tras 65 años de alianza a prueba de bombas. Una alianza traicionada por Riad: en lugar de facilitar una transición democrática que convirtiera Iraq en un fiel satélite estadounidense, se dedicó a destruir Mesopotamia para eliminar a un rival. Destruyendo a la vez toda base de influencia política de Washington en sus vecinos. Como aliado de la potencia más odiada en la región, a Estados Unidos las arenas saudíes ya sólo le interesan como depósito de petróleo. Un interés finito, cuando se desarrollan otras fuentes de energía. Y mientras tanto, Irán también tiene petróleo.

Arabia Saudí estaba jugando sus últimas manos en la Cumbre de Estambul. Pero eran faroles. Y de poco servirá esperar el próximo reparto de cartas: Obama partirá a finales del año, pero de todos los sucesores posibles, ninguno parece muy inclinado a los desayunos con crudo. Tanto Bernie Sanders como Hillary Clinton como Ted Cruz respaldan un proyecto de ley que permitiría a los familiares de las víctimas del 11-S exigir compensaciones a “Estados que hayan apoyado ataques terroristas en suelo estadounidense”, un disparo tan directo que Riad se ha dado por aludido: amenaza con vender propiedades por valor de 750.000 millones de dólares en Estados Unidos si llega a aprobarse.

Más que la postura individual de los presidenciables revela el amplio consenso que esta propuesta suscita en el Congreso estadounidense: una era de alianza incondicional se ha acabado.

Era de prever. A largo plazo, a muy largo, Irán, el país que inventó desde la poesía mística hasta los árboles frutales, es una pieza imprescindible en el concierto de las naciones. Arabia Saudí será olvidado en el mismo momento en que alguien dé con una energía más barata que el petróleo.

El cambio de eje será lento, pero puede tener dos consecuencias de inmensa envergadura: por una parte reducirá la hegemonía de la inhumana doctrina wahabí, que ya ha conseguido prácticamente erradicar y reemplazar el islam de la toda la vida, aunque a estas alturas es dudoso si queda mucho por salvar de esa antaño respetable religión. Por otra, debilita de forma rotunda la ultraderecha que ha usurpado el Gobierno de Israel gracias al fantasma de la inminente guerra existencial contra Irán, que iba a producirse cada verano y que ahora deberá buscarse un nuevo enemigo, quizás allende la vía láctea. Aunque es dudoso cuánto queda por salvar de Palestina, a estas alturas.

Salmán y Rohaní se cruzaron durante la cumbre de la OCI en Estambul, delante de Erdogan. Un fotógrafo turco captó el momento. No se saludaron. Pero se miraron fijamente.

Salmán pensaba que su país tiene casi el doble de reservas de petróleo que Irán.

Rohaní pensaba que quedan pocas generaciones para que ese territorio desértico donde Mahoma perdió la sandalia vuelva a ser vasallo de Persia, como Dios manda y la Historia enseña.

Erdogan soñaba con aquellos últimos siglos en los que ese territorio desértico fue parte del Imperio otomano.

Obama no estaba en la foto. Pero cuando la vio, se le acentuó la sonrisa mefistofélica.

El sábado pasado, 21 cañonazos sonaron en la ciudad de Ankara. Era el saludo formal a un jefe de Estado amigo, el máximo honor militar que un país puede rendir a otro. El anfitrión era el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan. El homenajeado, Hassan Rohaní, presidente de Irán. Este era el primer plano del retablo militar. Al fondo, si miramos bien, podríamos distinguir las siluetas de Barack Obama, con sonrisa mefistofélica, y del rey saudí Salmán bin Abdulaziz, sacándose un cuchillo de la espalda.

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