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Es la mejor película de Navidad de la historia y es más pertinente hoy que nunca
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Esteban Hernández

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Es la mejor película de Navidad de la historia y es más pertinente hoy que nunca

El largometraje es muy conocido y casi todo el mundo la ha visto, pero pocas personas saben cuáles son sus orígenes políticos y qué ideas se esconden tras un gran guión

Foto: Frank Capra, director de 'Qué bello es vivir', entre otras películas populistas.
Frank Capra, director de 'Qué bello es vivir', entre otras películas populistas.

Hay títulos que vienen rápidamente a la memoria cuando hablamos de películas de encierro. El más famoso es 'El ángel exterminador', de Luis Buñuel, donde un grupo de burgueses quedan atrapados en una vivienda porque una fuerza inexplicable les impide salir de la casa. 'El show de Truman', de Peter Weir, es otro título que se recuerda fácilmente, e incluso 'Atrapado en el tiempo', de Harold Ramis, con esa vuelta de tuerca en forma de cárcel cíclica. 'Alien', de Ridley Scott, es otro largometraje de esa clase, que ambienta en el espacio una vieja fórmula en la que varias personas se enfrentan a un enorme peligro sin posibilidad de huida. Pero raramente aparece entre este tipo de títulos una obra como 'Qué bello es vivir', de Frank Capra, cuando uno de sus mecanismos centrales es precisamente la imposibilidad de su protagonista de salir fuera de los límites de su pueblo, Bedford Falls.

Desde el punto de vista de George Bailey (un gran James Stewart), la vida es una suma de frustraciones. Es un joven lleno de sueños, que aspira a recorrer mundo, a hacer fortuna, a comerse la vida. Pero cada vez que tiene opción de marcharse de su localidad natal, una reja en forma de fatalidad cae sobre él y le impide reunirse con su destino. Esa desgracia siempre está revestida de sacrificio y de altruismo: debe renunciar a sus sueños por su padre, por su hermano y finalmente por sus vecinos, para preservar la comunidad de un ataque insistente de un monstruo alimentado por la avaricia. Tampoco hay gran recompensa en esa entrega, y desde luego no en términos materiales: vive una existencia razonablemente feliz con su mujer y sus hijos, pero sus ingresos sólo están un poco por encima de la subsistencia. Suena extraño, porque Bailey es banquero, pero su empresa tiene una orientación muy distinta: financia a los trabajadores de la localidad para que puedan comprar sus viviendas o poner en marcha pequeños negocios a un interés razonable.

George Bailey ha aceptado un encierro de por vida siguiendo un imperativo ético: no existe una existencia lograda si no se hace frente al mal

Tras muchos años de entrega, una última fatalidad, en forma de jugada rastrera, se abate sobre él. Echa entonces la vista atrás, y su vida queda desnuda: no ha cumplido ninguna de sus aspiraciones, su familia vive en una casa llena de pequeños desperfectos e invadida por las corrientes de aire, ha dedicado su existencia a una guerra que está a punto de perder y la esperanza le ha abandonado.

El hombre que desea todo el poder

Es un precio lógico, la batalla contra el mal conlleva siempre un coste, y el de Bailey es haber sacrificado su desarrollo personal tratando de mantener a raya a la bestia. El bueno de George ha aceptado ese encierro siguiendo un imperativo: no se trata sólo de defender a sus vecinos, ni de honrar la memoria de su padre, sino de que es intolerable desde el punto de vista ético no presentar batalla al mal, representado en este caso por un avaricioso y despreciable monopolizador, Henry Potter, cuyo objetivo es someter la vida de la comunidad a sus dictados. Quiere todo el poder, utiliza su dinero para ese propósito, y lo consigue con frecuencia, excepto por un detalle: la tenacidad de George Bailey en plantarle cara.

Las mismas personas que compartían su cotidianidad como ciudadanos amables y razonables son ahora fieras en la pelea por la vida

En un sobrenatural giro de guión, a un Bailey abandonado a la desesperación se le permite ver cuáles son los frutos reales de su sacrificio, y cómo sería la vida de toda la gente a la que quiere si él no hubiera estado ahí para hacer frente a la amenaza. Como es fácil de imaginar, la ausencia de batalla contra el mal tiene consecuencias nefastas, y a Bailey le es dado verlas: la humanidad ha desaparecido de Bedford Falls, que se ha convertido en un pueblo hostil y pendenciero, lleno de avaricia y odio, hecho de pragmatismo egoísta y pasiones rastreras. Las mismas personas que comparten su cotidianidad como ciudadanos amables y razonables son ahora fieras en la pelea por la vida, y no hay en ese Bedford Falls virtual valores compartidos, lazos comunes, ni señal alguna de lo que constituye lo humano. Si no ha ocurrido así en la realidad es simplemente porque Bailey estaba allí; porque alguien plantó cara a esa bestia que es el capitalismo depredador.

Ford también era populista

Con ese escenario (y la ayuda de Dios), Capra traza un bello cuento tejido con las creencias, las ideas y los sentimientos del populismo estadounidense. Surgido en las décadas finales del siglo XIX, generó un movimiento poderoso, uno de cuyos candidatos, William Jennings Bryan, optó a la presidencia de EEUU y no la ganó por unos miles de votos. La campaña fue cruenta, llena de golpes bajos, y finalmente los conservadores se hicieron con la Casa Blanca. Pero su influencia ya no desapareció, y forjó una mentalidad que se dejó sentir en décadas posteriores, hasta llegar a los cineastas del Hollywood clásico. Capra fue el principal de ellos, pero también está muy presente en otros colegas, como en el Ford de 'Qué verde era mi valle' o 'Las uvas de la ira', entre otros.

Gracias al poder que les otorgaban sus fortunas, compraron voluntades políticas y judiciales, crearon y cambiaron leyes y se quedaron con las empresas

El populismo estadounidense fue un movimiento peculiar, porque se convirtió en algo que podría denominarse conservadurismo antisistema. Nada que ver con el Tea Party, ni con el UKIP o Alternativa para Alemania. Pretendía conservar las bases de la vida en común que estaban siendo subvertidas por un puñado de ricos avariciosos, los Robber Barons (los Barones Ladrones), los verdaderos dueños de la economía estadounidense. Gracias al poder que les permitían sus fortunas, compraron voluntades políticas y judiciales, crearon y cambiaron leyes y absorbieron empresas, lo cual les permitió acumular mucho más poder y dinero en sus manos.

Una resistencia no ideológica

Los grandes perjudicados fueron el resto de estadounidenses, pero hubo comunidades que plantaron más resistencia que otras. Ocurrió en los entornos agrícolas, donde el monopolio del ferrocarril y del petróleo, al imponer precios, marcó por completo la economía de unas poblaciones cuya vida, hasta entonces, era percibida como aceptable para la mayoría de sus ciudadanos. La irrupción de estos grandes monopolios, así como el deterioro radical de las instituciones democráticas, supuso el endeudamiento y a menudo la ruina de lo que hoy llamaríamos autonómos y pequeños empresarios, así como la llegada de unas nuevas reglas de juego materiales que empobrecieron a toda la población.

No eran comunistas ni fascistas, simplemente ciudadanos comunes que se estaban defendiendo de un enemigo, el capitalismo depredador

En ese contexto, no apareció la ideología: no hubo grandes posiciones políticas que imaginaran un futuro utópico, ni visiones revolucionarias que anticiparan sistemas radicalmente distintos. Se limitaron simplemente a exigir que todo aquello que ya estaba vigente se cumpliera de verdad. La Constitución de EEUU les protegía de estos abusos, y había sido creada con ese objetivo: que el poder no quedase en unas pocas manos. Con ese punto de partida, exigieron que las leyes no fueran pervertidas, que la esencia de su norma fundamental se preservase, y quisieron defenderlas de quienes estaban acabando con ellas, los capitalistas avariciosos que habían subvertido todo lo que valía la pena de su sociedad. No eran comunistas ni fascistas, simplemente ciudadanos comunes que se estaban defendiendo de un enemigo predador.

La decencia

Aquel populismo constituyó, por tanto, un movimiento en favor de la decencia, la honestidad, la justicia y los lazos comunitarios. Y además tenía a Dios de su parte: la mayoría de la población estadounidense era muy religiosa, y no podía imaginar una divinidad que se alejase de estos valores.

El dinero no estaba al servicio de los ricos para que se convirtieran en más ricos a costa del resto, sino que servía para ayudar a la gente común

Todo esto es lo que retoma Capra con un guión estupendo, grandes actores y una habilidad especial para la dirección. Aquí aparece el individuo que defiende la justicia y la honradez, que sacrifica su vida por el bien, que es capaz de pelear contra los poderosos corruptos y rastreros simplemente para defender todo aquello que una existencia digna necesita. Y no es nada extraño que lo haga como banquero, pero no de esa clase que sólo pretende enriquecerse a costa de su congéneres, sino como instrumento para mejorar la vida. Esas finanzas de las que nos hablan los libros de texto pero que raramente se encuentran en la realidad son las encarnadas por George Bailey: el dinero no está al servicio de los ricos para que se conviertan en más ricos a costa del resto, sino al servicio de la gente común para que su existencia sea mejor.

Lo más llamativo es que, con el paso del tiempo, la lectura política de un largometraje como 'Qué bello es vivir' haya vuelto a primer plano

Es curioso que la película fuera acusada de instrumento de propaganda estadounidense en el contexto de la Guerra Fría, porque no era otra cosa que una crítica a su sistema. Cierto es que se estrenó en la época del New Deal y de Roosevelt, un presidente que enderezó el rumbo de un país roto gracias a que tomó muchos elementos del viejo populismo, y que puede leerse como un respaldo a ese tipo de iniciativa política, pero en Europa se recibió como un edulcorado cuento de hadas que pretendía adoctrinar. Pero lo que resulta más llamativo aún es que, con el paso del tiempo, la lectura política de un largometraje como 'Qué bello es vivir' haya vuelto a primer plano importancia. Muchas de las resistencias políticas actuales, tomen la deriva que tomen, parten de un punto similar. Existe la conciencia de que han existido épocas mejores, y buena parte de la ciudadanía entiende este momento como uno de declive y de pérdida de opciones materiales y vitales. Los ricos que cada vez son más ricos, los políticos corruptos y la democracia pervertida son entendidos como la causa de ese empobrecimiento generalizado, y los expertos son percibidos como aquellos que simplemente ratifican con sus tesis lo que los poderosos quieren divulgar.

Una bella historia

Ese punto de partida puede conducir a destinos muy diferentes, pero la conciencia de estar siendo robados, engañados y precarizados constituye el núcleo de este malestar contemporáneo. Por eso reconforta más que nunca ver una película de estas características: los buenos ganan, los malos pierden. Ya que no ocurre en la vida, al menos que la ficción nos haga creer que alguna vez será así.

De manera que sí, George Bailey vívía encerrado, en un combate que aceptó por responsabilidad, pero también era un símbolo. Y el protagonista de una de las historias más éticamente bellas, la de aquel que pelea contra los monstruos.

Hay títulos que vienen rápidamente a la memoria cuando hablamos de películas de encierro. El más famoso es 'El ángel exterminador', de Luis Buñuel, donde un grupo de burgueses quedan atrapados en una vivienda porque una fuerza inexplicable les impide salir de la casa. 'El show de Truman', de Peter Weir, es otro título que se recuerda fácilmente, e incluso 'Atrapado en el tiempo', de Harold Ramis, con esa vuelta de tuerca en forma de cárcel cíclica. 'Alien', de Ridley Scott, es otro largometraje de esa clase, que ambienta en el espacio una vieja fórmula en la que varias personas se enfrentan a un enorme peligro sin posibilidad de huida. Pero raramente aparece entre este tipo de títulos una obra como 'Qué bello es vivir', de Frank Capra, cuando uno de sus mecanismos centrales es precisamente la imposibilidad de su protagonista de salir fuera de los límites de su pueblo, Bedford Falls.

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