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Los domingueros de la juerga: Nochevieja es y siempre será la peor noche para salir
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Héctor G. Barnés

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Los domingueros de la juerga: Nochevieja es y siempre será la peor noche para salir

Bebida mala a precio de premium, aglomeraciones, indigestiones, peleas y palabras ininteligibles escupidas a la oreja por desconocidos. ¿Por qué salimos el 31 de diciembre?

Foto: Como cualquier viernes, pero con menos aire para respirar. (Efe/J.M. García)
Como cualquier viernes, pero con menos aire para respirar. (Efe/J.M. García)

Una gota de un líquido turbio de origen desconocido serpentea por el vagón, mientras los viajeros la sortean con la limitada agilidad que les permite su rampante embriaguez. Son las doce y media de la madrugada de un uno de enero (¿año 2007?) en la línea 12 del Metro de Madrid, que recorre una por una las ciudades dormitorio del extrarradio y que esta noche recoge a una excitada turba de entre 15 y 60 años que ha deglutido con prisa las uvas para lanzarse al último metro y llegar cuanto antes a la capital sorteando los atascos –y los conductores ebrios– de la carretera de entrada a la ciudad. Comienza el viaje a la tierra prometida de la Nochevieja.

A medida que pasan las paradas (Móstoles, Alcorcón, más tarde Cuatro Vientos y Batán), el espacio por persona, ahora mutada en sardina enlatada, se reduce sensiblemente. Quizá en Arroyo Culebro fuese buena idea montar un improvisado botellón con vasos de plástico, pero se revela como una ocurrencia terrible a la altura de Colonia Jardín, cuando el güisqui-cola comienza a derramarse en las camisas abiertas hasta el ombligo circa Bisbal 2001 de ellos y en los palabra de honor de Zara de ellas. Una pelea estalla en algún lejano vagón, pero la imposibilidad de moverse en un vehículo atestado hace inviable que la cosa llegue a los puños. Habrá que esperar hasta que alcancen su destino para saldar cuentas; hasta entonces, tendrán que conformarse con molestar al resto de viajeros con sus “eh, eh, tú, ven, que te pego una hostia” o “no, ven tú, que no llego”.

Es la noche en la que sale la gente que no vuelve a salir hasta la siguiente Nochevieja, y en la que se beben todo lo que no se han bebido el resto del año

Nunca más, me dije aquel día después de pasar una hora al frío de enero esperando al primer autobús. No vuelvo a salir en Nochevieja. Por supuesto, he traicionado mi palabra unas cuantas veces, pero no, otra vez no. Es posible que sea cosa mía y me haga viejo, pero también que llega un momento en el que te hartas de dar una y otra vez oportunidades a la peor noche del año. Esa en la que uno se agolpa en garitos con precios desorbitados con otros cientos de personas que intentan digerir el marisco de la cena a golpe de garrafón, el ingrediente final de ese cóctel Molotov completado por sidra y champán, bebidas traicioneras donde las haya. Una noche en la que no solo está permitido ponerse hasta las trancas, sino muy bien visto. Y si ya somos inaguantables sobrios, imagínense borrachos.

placeholder Estos granadinos sí que saben: mejor salir en Nochevieja con la ropa de batalla. (Efe/Jesús Ochando)
Estos granadinos sí que saben: mejor salir en Nochevieja con la ropa de batalla. (Efe/Jesús Ochando)

A este viernes noche en la macrodiscoteca elevado a la enésima potencia, ya peligroso de por sí, hay que añadirle un factor clave. Básicamente, es una madrugada en la que todo el mundo sale, incluidos los que no lo hacen nunca (y en la que los que suelen salir, van a muerte). Un elemento desestabilizador como pocos, que deciden beberse en las seis horas que siguen a las campanadas todo lo que no se han bebido el resto del año. Que les siente mal y tengan que irse a casa a las tres de la mañana es lo mejor que les puede pasar; que la cojan temosa y le den la noche a sus amigos o, peor, a otro pobre desconocido que se convierte en la víctima de su desconocimiento sobre el decoro alcohólico es aún peor. En estas circunstancias, hay que hacer todo un ejercicio de fe para pasarlo bien.

Dejad atrás toda esperanza (al entrar en el bar)

La conversión de la Nochevieja en un ritual orgiástico de hiperconsumo etílico recoge los peores vicios de nuestra sociedad. Es decir, haber transformado una costumbre modesta, comunitaria y casi entrañable en un acto desproporcionado, báquico y anónimo de despilfarro y autodestrucción que, como una maldición azteca, es imposible de evitar. A ver quién es el guapo que le comunica a su familia que se va a la cama después de las uvas o el que consigue sortear las súplicas de sus amigos y quedarse en casa al calor del programa especial de turno (siempre pensé que están financiados por la industria hostelera para sacar a la gente a la calle, horrorizada ante las angustiosas imágenes de fiesta enlatada que escupe la pequeña pantalla).

El español medio, que sabe mucho de economía, es consciente de que para amortizar la barra libre debe trasegarse 8 copas en tres horas


Salir a la calle (¡esa que te vio crecer!) es como internarse en una versión alcoholizada e histérica de nuestra realidad cotidiana, como si hubiésemos caído en una dimensión alternativa en la que Dios creó el mundo bajo los efectos del ron Negrita. Un escenario en el que esa idea que nos parecía tan apropiada a las siete de la tarde –“ya buscaremos algún bar, siempre hay algo abierto”– adquiere tintes homéricos al intentar entrar en el pub de la esquina con las copas el doble de caras, el garito el triple de petado y los camareros –ellos no tienen la culpa– cuatro veces más bordes. Lo más probable es que uno termine descubriéndose a las cuatro de la mañana, en el mismo sitio de siempre, con la misma gente de siempre, pero con el estómago más revuelto y 50 euros menos en el bolsillo.

La opción más popular hasta hace no tanto, la de la fiesta en un local con barra libre, parece estar perdiendo adeptos (o, una vez más, será que he perdido el ritmo de los tiempos). Es la ocasión perfecta para que el español medio demuestre que lo suyo es la economía y enseñe a sus amigos qué es el coste de oportunidad: si ha pagado 40 euros por beber todo lo que quiera, este sabe muy bien que para rentabilizarlo habrá de trasegarse unos ocho cubatas cuanto antes, no vaya a ser que, como suele ocurrir, la barra libre sea más bien una limitada y a las tres de la mañana ya no queden botellas. A más copas deglutidas, mayor amortización. A nosotros no nos toman por tontos.

placeholder Los restos del naufragio. (Efe/Alberto Martín)
Los restos del naufragio. (Efe/Alberto Martín)

Hay una convención que comparte la Nochevieja con las bodas y es esa costumbre de ponerse de punta en blanco para terminar vomitándose encima. Algún día un antropólogo del futuro se preguntará por qué, en el siglo XXI, la población occidental tenía la costumbre de ataviarse con sus mejores galas para que desconocidos derramasen espirituosos encima de sus prendas al ritmo de 'Danza Kuduro'. Peor es, Dios no lo quiera, ser uno de los que terminan de perder los papeles y consideran que es una idea brillante tomarse a las nueve de la mañana otro gin-tonic para digerir el chocolate con churros. Dejen la empalmada, el doblete, la gaupasa o como quieran llamarlo a los profesionales. Ni usted ni yo lo somos; y si considera que lo es, enhorabuena. Pertenece a las élites del desfase.

El primer (y único) éxito del año

Soy consciente de que es difícil decir no, porque a mí también me ha pasado. Pasas 364 días del año asegurando que no vuelves a salir en Nochevieja, pero el día 31 se te empieza a poner cuerpo de jota y el morro se va calentando a medida pasan las horas y el alcohol, la grasa del cordero y los chistes de José Mota comienzan a recorrer nuestras venas. A eso de las once de la noche, tenemos claro que salimos, claro que salimos, cómo no vamos a salir. El ímpetu dura lo que dura el alcohol de alta graduación, y el remordimiento, mucho más que ese infausto uno de enero en el que el soniquete del concierto de Año Nuevo nos revuelve el estómago pues, como perros de Pavlov, lo identificamos con inaguantables resacas.

Placeres pequeños, calma monacal y excesos, tan solo los que uno elija. Si hay alguna fórmula para la felicidad, quizá sea esa


Hace tiempo que no me propongo ningún propósito de Año Nuevo, salvo uno: disfrutarlo con la cabeza clara, el estómago en su sitio y unos cuantos euros ahorrados que reinvertiré, esta vez sí, en una noche de fiesta cuando la cuesta de enero haya vaciado los bares, o una cena con amigos, o cualquier cosa que no implique volver a casa con el sol atravesándote los ojos. Seré un soso y un rancio, sí, pero reiré con un vaso de champán en la mano mientras el WhatsApp se inunda de mensajes de zombies del Alka-Seltzer que intentan recuperar las piezas perdidas de la hecatombe recién finiquitada, interrumpiendo con su sonido la matraca de la Marcha Radetzky. Es la primera gran victoria moral, económica y política del año; también, mi particular superstición. No se trata de ir a la contra, sino de tomarse la vida un poco más tranquilamente. Placeres pequeños, calma monacal y excesos, tan solo los que uno elija libremente. Si hay alguna fórmula para la felicidad, quizá sea esa.

Una gota de un líquido turbio de origen desconocido serpentea por el vagón, mientras los viajeros la sortean con la limitada agilidad que les permite su rampante embriaguez. Son las doce y media de la madrugada de un uno de enero (¿año 2007?) en la línea 12 del Metro de Madrid, que recorre una por una las ciudades dormitorio del extrarradio y que esta noche recoge a una excitada turba de entre 15 y 60 años que ha deglutido con prisa las uvas para lanzarse al último metro y llegar cuanto antes a la capital sorteando los atascos –y los conductores ebrios– de la carretera de entrada a la ciudad. Comienza el viaje a la tierra prometida de la Nochevieja.

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