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La política de los últimos años, explicada mediante los chistes de murcianos y gitanos

Las habituales polémicas identitarias no son más que la prueba de la reinvención de la lucha entre el poder y los oprimidos. El humor es un buen ejemplo de los problemas que genera

Rober Bodegas, en una reciente entrevista.

Netflix acaba de estrenar una nueva serie, 'Follow This', acerca de los cambios en el periodismo. Desconozco si resulta de interés, pero me ha llamado la atención la forma en que la describe y la recomienda Antonio J. Rodríguez, director de 'Playground'. La serie consta de ocho capítulos alrededor de los cambios en 'Buzzfeed', un medio digital que se hizo famoso por la viralidad de sus listas, y al que le hicieron daño los cambios en los algoritmos de Facebook y Google. El modo en que está recomponiéndose después de la oleada de despidos y de la reorientación de los contenidos, explica Rodríguez, es el meollo de la serie, y sirve para documentar cómo el imaginario periodístico ha cambiado, así como las prioridades informativas. Hasta ahora, las exclusivas eran consideradas las piedras angulares del periodismo, pero el reporterismo ha cambiado y “puede intervenir socialmente con gran fuerza dando voz con un enfoque correcto a comunidades de intersex, trabajadoras sexuales o defensores de los derechos de los hombres”. El enfoque, las fuentes consultadas y la idea tendrían más peso que el desvelamiento de la información oculta que tradicionalmente había distinguido a la profesión.

Otro modelo periodístico

La visión de Rodríguez es una realidad en el periodismo contemporáneo. Muchos medios viven de la viralidad, y uno de los asuntos que más interés suscitan son estas confrontaciones culturales en las que se reivindican derechos. Son temas que polarizan, a los que Facebook y Google dan visibilidad y que vienen muy bien a Twitter, de manera que resultan especialmente útiles a la hora de poner en marcha un modelo perodístico más sencillo y barato de producir, y que responde a lo que buscan los mediadores esenciales de nuestra época en lo que a distribución de información se refiere.

Ahora la cultura significa la afirmación de identidades nacionales, sexuales, étnicas o regionales, en vez de su superación

Pero tales cambios en el consumo de noticias no son más que la consecuencia periodística del contexto político-cultural en el que tratamos de desenvolvernos. El giro lo explicó con precisión Terry Eagleton en 2000, cuando publicó 'La idea de cultura' (texto que editó Paidós en España y al que pertenecen los entrecomillados): “Tradicionalmente, la cultura fue un modo de sumergir nuestro particularismo en un 'medium' más amplio y englobante (...) e implicaba aquellos valores que compartimos simplemente por virtud de nuestra naturaleza humana (...) Desde 1960, la palabra cultura ha girado sobre su propio eje y ha empezado a significar prácticamente lo contrario. Ahora significa la afirmación de identidades específicas, nacionales, sexuales, étnicas, regionales, en vez de su superación. Como todas esas identidades se consideran a sí mismas reprimidas, lo que en un tiempo se concibió como un ámbito de consenso ahora se ve transformado en un campo de batalla”.

El campo de batalla cultural

Efectivamente: “La cultura ya no es una crítica de la vida, sino la crítica que hace una forma periférica de vida a una forma de vida dominante o mayoritaria”. Eso ha sido la política durante los últimos años, un campo de batalla cultural. Las tesis de Mark Lilla no hacen más que recoger esta perspectiva, y las prácticas cotidianas, de las que las redes son un buen ejemplo, dan fe cotidianamente de esta fuerte tensión discursiva.

La lucha política de la derecha se articuló desde la pelea rebelde contra un poder opresivo, el de los gobernantes políticamente correctos

El mundo se convirtió en un hervidero de guerras culturales. Lo peculiar es que estas se tejían desde el mismo lugar, el de la defensa de la libertad de los grupos oprimidos por el poder. En el caso de la izquierda era evidente, porque se especializó en la defensa del feminismo, las opciones sexuales diferentes, de los inmigrantes, y del apoyo a las identidades nacionales sojuzgadas (de ahí el apoyo que la izquierda española brindó a las nacionalidades históricas frente al centralismo, que era entendido como nacional-franquista). Pero también la derecha jugó esa baza, y su lucha política se articuló desde la defensa contra un poder opresivo, el de los gobernantes políticamente correctos, que castigaban a quienes pretendían defender a su país o profesar su religión, y que les querían robar su dinero a través de los impuestos para dárselo a las minorías. El Tea Party, como la derecha TDT española, tuvo este carácter rebelde, sin complejos, que defendía a los hombres que decían lo que pensaban en un mundo que ya no les permitía hacerlo. La lucha contra el totalitarismo latente, identificado por unos como el poder político progre y por los otros como el creado por el hombre viejo, blanco, heterosexual y de clase media, se convirtió en la política por excelencia.

La identidad más habitual

Además de estos dos grupos, había un modelo dominante, el globalista, construido con ladrillos varios de universalismo vacío. Se definía a través de la ausencia de una identidad definida, desde la apertura y la multiculturalidad, y desde el respeto empático para con el resto de culturas, aunque todo se agotase en escuchar música latina, comer sushi, ver películas con intérpretes europeos y subrayar la belleza de la diversidad. Este grupo también tenía su propia guerra cultural en marcha, y su eje era lo viejo y lo nuevo: la gente que se estaba quedando atrasada, que se resistía al cambio, que se negaba a sumarse al futuro, que quería permanecer anclada en las viejas costumbres y que por eso era tan intolerante, un discurso que hemos visto aparecer en numerosas ocasiones recientes.

Eran muy divertidos y convenientes los chistes sobre los murcianos, o sobre la gente que comía grasaza o bebía alcohol barato

En estas guerras culturales el humor ha sido parte importante, y jugó un papel relevante como arma política. De pronto, había personas y asuntos de los que era saludable reírse y otros que no se debían tocar. Los 'memes', los chistes, la 'satirización' y la ridiculización de personas y tipologías se convirtieron en el paisaje habitual. Por ejemplo, era fácil y frecuente reírse de Falete, Paquirrín, Julio Iglesias o Belén Esteban, así como de políticos o personajes públicos caídos en desgracia. Por supuesto, eran muy divertidos y convenientes los chistes sobre murcianos. También estaba bien reírse de la gente que iba a veranear a Benidorm, de las personas que comían grasaza o bebían alcohol barato, de quienes pasaban el domingo en los centros comerciales de la periferia o de quienes disfrutaban con los cruceros, como en general de todo aquello que era percibido como falto de clase. Como no formaban parte de un colectivo identitario, no había problema.

El patricio y el disidente

En esto también tenía razón Eagleton: los defensores de los valores eternos y los de los pequeños grupos identitarios terminaban coincidiendo en su rigidez: “Del mismo modo que la alta cultura asume, como un minorista en rebajas, que no se puede regatear con su valor... los criadores de pichón de West Yorkshire tampoco, y son tan conformistas, exclusivistas y autocráticos como el resto del mundo que viven. Y como las comunidades marginales suelen considerar que el resto de la cultura es tremendamente opresiva, a menudo con toda la razón, pueden llegar a compartir esa aversión por los hábitos de la mayoría que siempre ha caracterizado a la cultura refinada o estética. El patricio y el disidente pueden hacer buenas migas contra la estúpida burguesía”. Solo que la estúpida burguesía, en este tiempo, eran los restos de la clase media y de la obrera. Unos se burlaban de ella porque representaba todo aquello que debía desaparecer en un mundo innovador y proactivo, los otros porque representaba los gustos y la mentalidad de esa clase obrera que deseaba absurdamente convertirse en media, que era su diana preferida.

La cosa funcionaba así: si te metías con unos, te arriesgabas a ir a prisión; si lo hacías con otros, al linchamiento virtual y público

Pero había temas sobre los que, de pronto, ya no se podía hacer chistes, porque te exponías a consecuencias muy serias. El humor dejaba de ser tal y se convertía en un asunto puramente político, y así era tratado. Los grupos identitarios se sentían dañados porque interpretaban esos chistes como una expresión más de la opresión a la que habitualmente están sometidos. La definición de grupo oprimido es cada vez más extensa (colectivos religiosos, de víctimas, de nacionalistas de diversa procedencia, de feministas, de inmigrantes), pero todos ellos reaccionan con la misma animadversión frente al humor. Y los resultados no quedan meramente en lo discursivo. Lo vimos con el anterior Gobierno en diversas ocasiones; por ejemplo, cuando un chiste sobre Carrero Blanco llevó a quien lo escribió a sufrir una condena de prisión. Lo estamos viendo cotidianamente con los linchamientos y amenazas de muerte a través de las redes y de los medios de comunicación. Últimamente, la cosa funcionaba así: si eras de izquierdas y hacías un chiste, te arriesgabas a que te cayera encima el peso de la prisión; si eras de derechas o simplemente una persona que pasaba por allí, a que todo el mundo pidiera que te echasen del trabajo. Desde luego, no es lo mismo ir al cárcel que ser señalado públicamente, aunque eso te haga perder el empleo o estar siempre en guardia por si las amenazas de muerte son reales: una forma es peor que la otra, pero ninguna es inocua.

El chiste es político

Es decir, esta pérdida del universalismo, de la consideración de la sociedad como tal, tiene sus consecuencias. El humor era tolerado, y no merecía sanción penal, cuando la broma y el chiste, aunque fueran desagradables, no suscitaban duda en el receptor: estaban proferidos en tono humorístico y su intención era generar diversión. Hoy eso se ha perdido: el chiste se ha convertido en político a todos los efectos, y como tal es tomado: la presuposición es que se está pensando exactamente lo que se dice, y que no es más que un disfraz discursivo para expresar racismo, odio, intención de dañar. Todo lo que se dice es recibido como si hubiera sido dicho en serio.

Este recrudecimiento de lo identitario no es más que un modo de negar la política e impide estructurar lo común

De modo que las reglas no sirven para todos por igual. Los poderosos, porque tienen todos los mecanismos, en esta sociedad de la excepción, para saltar por encima de las normas; y los colectivos que se sienten ofendidos, de un signo político u otro, porque intentan que las reglas habituales no puedan ser aplicables para aquellos que les hacen objeto de sus bromas. El correlato de la política de las identidades es que ese esencialismo rígido que tanto rechazaban regresa en su seno.

Pero dejémonos de historias. Este recrudecimiento de lo identitario es una forma obvia de dejar de lado la política. Deja a las fuerzas más oscuras de nuestra época las manos libres para operar, mientras nos fijamos en quién ofende a quién, haciendo chistes sobre los demás mientras que denunciamos como fascistas las bromas ajenas, centrándonos en el análisis del discurso y pasando por alto el de los hechos. Todo esto de los chistes es el intento de negar la impotencia de la política por el camino de la tensión: pone en juego el mito de la competencia liberal, solo que enfrenta a unos colectivos contra otros, unas identidades contra otras, unos territorios contra otros, mientras las transformaciones estructurales, que afectan enormemente a lo cotidiano, siguen su camino. Así es mucho más difícil construir lo común.

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