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El erizo y el zorro

Tengo 40 años y pensaba que los 90 fueron estupendos. ¿Fue un error?

Los noventa están empezando a ser revisitados críticamente por quienes, con suerte, estamos a la mitad de nuestra vida. Y empiezan a parecer más feos

'Sensación de vivir', la gran serie icónica de la despreocupación de los 90.

Para quienes nacimos a finales de los años setenta o principios de los ochenta, la década de los noventa fue clave para nuestra formación cultural y política. Y por eso mismo será difícil que jamás lleguemos a verla con cierta objetividad. Esa década fue convulsa en muchas partes del mundo, pero, vista ahora, en la mayoría de los países europeos y en Estados Unidos, fue un tiempo de gran placidez. Para los españoles, tras la brutal crisis de 1993, supuso una época de costoso crecimiento económico, que traía consigo la promesa de entrar en la moneda común europea.

La política era compleja y sucia, pero se produjo un relevo en el partido de gobierno que, aunque se preveía traumático, ocurrió como en cualquier democracia consolidada. En buena medida, parecía que éramos una democracia normal en la que a veces gobernaba la izquierda y a veces la derecha.

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Había un cierto consenso: casi todos éramos europeístas; muchos éramos además, quizá sin saberlo, lo que ahora llamamos neoliberales -los economistas suelen llamar a ese período “la gran moderación”, cuando en apariencia se había alcanzado un estado de las cosas que permitiría el crecimiento eterno y que eliminaría el riesgo de crisis; por supuesto, eso resultó ser falso- y el acercamiento entre los programas de los partidos socialdemócratas y democristianos parecía bueno. O normal. O, simplemente, poco interesante.

La síntesis político-cultural fue inesperada. La izquierda había ganado la batalla de las costumbres y la derecha se había impuesto en la económica

De hecho, se había producido una síntesis político-cultural inesperada. Por un lado, la izquierda había ganado la batalla de las costumbres -en el sexo, la droga y el arte pop- y, por el otro, la derecha se había impuesto en la económica -con la búsqueda de déficits pequeños, la reducción de la deuda pública y la privatización de las grandes empresas públicas-. Bill Clinton había fumado porros y era adúltero, pero llevaba las cuentas de su país con un rigor que ni los republicanos habían conseguido en mucho tiempo. Blair era católico y luego resultó ser belicista, pero nada le gustaba más que hacerse fotos con roqueros y reivindicar una Cool Britannia (Gran Bretaña guay). Aznar era un señor muy de derechas, pero se esforzaba por parecer moderno, reivindicaba a escritores de izquierdas y no tocó leyes como las del divorcio o el aborto.

Es cierto que no era una síntesis ideológica muy emocionante, pero para un adolescente o un joven de clase media, sin duda, era cómoda.

Tan alternativos como mainstream

Escuchar música independiente permitía un equilibrio muy fácil entre sentirse especial por pertenecer a una cultura aparentemente minoritaria y, al mismo tiempo, seguir siendo más o menos mainstream. No había trabas para conseguir los discos, o hasta las maquetas, de las bandas más remotas, pero sonaban con el grado suficiente de rabia, en comparación con Los 40 Principales, como para sentirse auténtico.

Para quienes estudiábamos literatura, todo era cómodo. Los clásicos estaban traducidos y eran relativamente baratos, y los contemporáneos ingleses, franceses o estadounidenses eran accesibles. Por primera vez en España, era fácil sentirse conectado con Europa por medio de los libros sin hacer malabarismos ni gastar demasiado: las grandes historias sobre la Primera Guerra Mundial, el Holocausto, el Gulag y todos los grandes acontecimientos europeos estaban a nuestro alcance y además parecían concernirnos: empezábamos a pensar que esa historia también era la nuestra.

Los escritores de la generación de nuestros padres -Marías, Azúa, Mendoza, Marsé- eran demócratas, de izquierdas y modernos, y los de la generación de nuestros tíos jóvenes o hermanos mayores -Loriga, Grandes, Gopegui, Mañas- eran la muestra de que se podía ser rompedor y, al mismo tiempo, ganarse la vida y una cierta respetabilidad.

La crítica literaria y musical eran fuertes, como lo eran los periódicos y las revistas: yo compraba El País todos los días; La Vanguardia, ABC y El Mundo el día en que publicaban su suplemento cultural, y todos los meses Rockdelux. Sentía que estaba tan bien informado como cualquiera y que era todo lo guay que se podía llegar a ser.

Una década revisitada

Ahora esa generación rondamos los 40. Soy consciente de que, si estoy embelleciendo la década de mi formación, quizá es porque fue realmente buena, pero quizá también porque todos recordamos con agrado los años en los que éramos jóvenes, fuertes y temerarios. A pesar de ello, esa década está empezando a ser revisitada críticamente por quienes, con suerte, estamos a la mitad de nuestra vida. Y empieza a parecer más fea. O, si no fea, un error.

Escritores, críticos y artistas también se sienten decepcionados con la década de su juventud, pero se han desplazado hacia la izquierda

Existe una tendencia clara. Si muchos escritores, críticos y artistas nacidos en los años cuarenta vivieron con enorme ilusión las revoluciones culturales y políticas de izquierdas de los años sesenta, pero luego se desengañaron y fueron virando hacia la derecha, ahora parece que está pasando lo contrario. Hoy, muchos escritores, críticos y artistas de mi generación también se sienten decepcionados con la década de su juventud, pero se han desplazado hacia la izquierda. También se critican a sí mismos por ingenuos o por pasivos, pero no desde posiciones más moderadas, sino más duras.

En este clima cultural, los noventa son vistos como años de despiste, en los que las multinacionales nos colaron goles sin que nos diéramos cuenta -estábamos demasiado ocupados leyendo libros escapistas o tomando éxtasis-, y en los que un orden cultural sometido a una lógica económica nos esclavizaba mentalmente de por vida.

(Son interesantes, en ese sentido, el libro de Nando Cruz “Pequeño circo' (Contra), una historia oral de la música independiente española de los noventa; el documental 'Generación Kronen', de Luis Mancha, sobre los escritores que triunfaron entonces; o, en el plano económico, 'Los felices 90: la semilla de la destrucción' (Taurus), del premio Nobel Joseph Stiglitz, que explica cómo la prosperidad de esa década puso las semillas de las catástrofes posteriores. También vale la pena leer 'El fin de la historia y el último hombre' (Planeta), de Francis Fukuyama, un libro, con frecuencia malinterpretado, que refleja bien el optimismo occidental después de la caída del muro de Berlín).

Las cosas, dice el relato crítico, aparentaban ir tan bien que nos despolitizamos por completo o simplemente asumimos sin pestañear el relato triunfalista de los ganadores del curso de la historia. Todo se volvió banal y acomodaticio: el legado del punk, la literatura transgresora, las visiones conflictivas de la economía y el papel de la implicación cívica. Solo resistía, como una pequeña y trendy aldea gala, el movimiento antiglobalización.

Es difícil no ser crítico con los noventa. Su optimismo y arrogancia estuvieron claramente infundados

Es difícil no ser crítico con los años noventa. En términos económicos, su optimismo estuvo claramente infundado, y hoy la arrogancia de pensar que se habían acabado los ciclos de expansión y recesión es casi imposible de creer. En el mismo sentido, la sensación de que con la caída del comunismo los grandes conflictos geopolíticos se verían muy atenuados fue un exceso de confianza aterrador (muy pronto la prueba estuvo clara en la propia Europa, con la guerra de la antigua Yugoslavia). Culturalmente, en cambio, tiendo a pensar que los noventa dejaron un legado valioso: hoy nos pueden parecer un poco bobos los himnos tardoadolescentes de Los Planetas u Oasis, o la rabia exhibicionista de Guns N’ Roses, pero es que la tardoadolescencia, quizá inevitablemente, es un poco boba, y su ira, un poco exhibicionista. Y recuerdo los noventa como una década literariamente llena de cosas buenas; es muy posible que esté confundiendo de nuevo la felicidad de un momento autobiográfico particular con la felicidad de un momento histórico general, pero creo que nunca leí novelas con más ansiedad que las de los autores españoles que he mencionado más arriba o Hornby, Amis o McEwan.

Es una buena noticia que ahora estemos poniendo bajo la lupa esa década. Y que reexaminemos todo lo que tuvo de bueno y de malo. Pero como pasa siempre con la propia juventud, quizá no hay peor juez de ella que nosotros mismos. Lo realmente interesante será saber qué piensan de los noventa quienes no los vivieron. Seguramente pensarán que fue una mediocridad, que es lo que todas las eras, en realidad, suelen ser a menos que hayamos sido jóvenes en ellas.

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