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Cómo borrar la mancha de la muerte
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Marta Sanz

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Cómo borrar la mancha de la muerte

El americano Thomas Wolfe retrató en 'Hermano muerte' cómo reacciona la gente ante la pérdida

Foto: El escritor Thomas Wolfe en 1937 (CC)
El escritor Thomas Wolfe en 1937 (CC)

Hace algunos años, mientras paseaba por la calle Fuencarral de Madrid, tuve la tentación de frenar en mi trayecto hacia la Gran Vía. Primero tuve la tentación. Después caí en ella. Frené y retrocedí. Había visto un bulto arrebujado contra la pared gris del edificio de Telefónica. La inmovilidad de aquel bulto –sin duda humano–era un poco distinta que la de los mendigos que duermen en la calle.

No sabría definir bien en qué consistía la diferencia, pero había algo repulsivo en la posición de la mano que sobresalía de la manga. Había algo en el gris del pómulo entrevisto en el escorzo del cuerpo. No me atreví a acercarme más y me sentí cobarde. Me sobrecogió la indiferencia de los transeúntes en el país campeón de los trasplantes de órganos. Me acerqué a un policía municipal con la idea equivocada de que no me iba a hacer caso. Pero me lo hizo, caminó hasta el punto de la calzada donde descansaba el cuerpo o el hombre, o la imposibilidad del hombre sin cuerpo. El policía se agachó y puso un dedo en el cuello de aquel mendigo. El policía levantó la mirada, me buscó y me dijo que no con la cabeza. Aquel hombre estaba muerto. Me fui

Wolfe habla de la capacidad del ser humano para convertir el tabú en experiencia narrativa. De la vivencia simultánea de no querer ver lo que sucede y de sentir un máximo interés por ver lo que no queremos ver o no debería ser visto. De las cosas que no tendrían que suceder pero es inevitable –incluso deseable- que sucedan. De la naturalidad y obscenidad de la muerte. De la posibilidad de que lo natural sea obsceno (y al revés). De la capacidad del ser humano para rehacerse y seguir su camino. Del poder de las historias para sobreponernos a los tragos más amargos de la existencia.

La prosa de Wolfe nunca rehúye el tono poético, es espléndida y suele estar marcada por la autobiografía. Tanto en El niño perdido –un texto hermoso con mayúsculas-, como en Hermana muerte, la muerte se encarna en ausencias particulares que adquieren el peso de una amenazante presencia para los supervivientes. En Wolfe hay dolor por la pérdida de los seres queridos –su hermano en El niño perdido- o por esos conciudadanos con los que se comparte algo especial más allá de los lazos de sangre o de la pertenencia a la especie humana.

También hay un cierto impulso de autoafirmación que reivindica el poder de la vida. El poder de la vida se expresa en Hermana muerte al margen de la espiritualidad: es la mancha que dejan los cadáveres sobre el pavimento tras un atropello violentísimo, tras un accidente laboral, tras una borrachera… También la mancha de orina que deja el muerto menos espectacular de todos los muertos observados por Wolfe, el que muere sentado en el banco de un parque.

La mancha de la muerte –la necesidad de borrar, de limpiar, de operar en sentido inverso al que motiva la escritura de un libro como como éste- da lugar a momentos de esa brillante plasticidad que define el estilo de Wolfe: “El judío corrió a toda prisa en dirección a la calle con un gracioso movimiento de sus piernas arqueadas, arrojó el agua sobre el sangriento revoltijo y regresó a su tienda tan rápido como pudo. A continuación salió alguien de otra tienda con un cubo lleno de serrín, que pronto esparció sobre la calle ensangrentada hasta que la mancha estuvo totalmente cubierta”. Es muy posible que ni el carácter sensorial ni el lirismo de la prosa de Wolfe fueran los mismos si no pudiéramos leerlo en la traducción de un escritor excelente como Juan Sebastián Cárdenas.

Es la voz orgullosa de la metrópolis simbólica del capitalismo del siglo XX: una ciudad vivificada, homogeneizadora y hostil a las infecciones como un leucocito en la que sus pequeños habitantes se retratan como animales invertebrados que pierden su rostro humano en la inercia de sus movimientos. En su velocidad.

La palabra de Wolfe, pese a las sombras que se ciernen sobre la naturaleza humana, pese a los peligros de esa inhumanidad que corre el urbanita, también es una reivindicación de los destellos de amor y de luz provenientes de esos seres que viven bajo la amenaza de la alienación, la crueldad y el adocenamiento en las magníficas grandes ciudades. La vida y la muerte, la noche y el día, la sombra y la luz, el sueño y la vigilia, el amor y el odio -como en los nudillos de Robert Mitchum-, se entrelazan en las páginas de Thomas Wolfe.

El tratamiento del cadáver, como despojo o rastro, oscila desde lo grotesco, desde la orgullosa burla de los jóvenes y de los vivos que se reafirman riéndose de la muerte ajena, comentándola, ajándola, vulgarizándola en su relato, perdiéndole el miedo en la tarea de restarle dignidad; hasta lo compasivo y lo empático: la reticencia a irse de los mirones que rodean un cadáver. No quieren dejar solo a lo que ya sólo es un pequeño trozo inanimado de carne y líquidos que se escapan de sus recipientes y límites.

Wolfe escribió cuatro novelas, es uno de los grandes maestros de ese género difuso que se llama relato largo o novela breve –El niño perdido y Hermana muerte lo son-, se convirtió en referente para autores de su generación y de las generaciones posteriores. Para mí, en los últimos años de lectura, es uno de los grandes descubrimientos de la narrativa estadounidense junto con el perturbador y muy singular Sherwood Anderson. Wolfe murió de tuberculosis a los treinta y ocho años.

Como los poetas románticos con cuya estirpe emparenta. Antes, como él mismo escribe en este libro: “Yo había visto morir a mi hermano y a mi padre en la oscura semivigilia de la noche y había conocido y amado la figura de la orgullosa Muerte siempre que ésta se presentó ante mí”. El tono de fraternidad ante lo que se teme es literariamente un conjuro que nunca funciona en las vidas comunes. Ni siquiera cuando nos agarramos a la burda excusa de la inmortalidad del arte.

Thomas Wolfe. Hermana muerte. Traducción de Juan Sebastián Cárdenas. Periférica. Cáceres. 2014. 94 págs.

Hace algunos años, mientras paseaba por la calle Fuencarral de Madrid, tuve la tentación de frenar en mi trayecto hacia la Gran Vía. Primero tuve la tentación. Después caí en ella. Frené y retrocedí. Había visto un bulto arrebujado contra la pared gris del edificio de Telefónica. La inmovilidad de aquel bulto –sin duda humano–era un poco distinta que la de los mendigos que duermen en la calle.

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