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Locos por estar buenos: la obsesión por la imagen de la antigua Grecia a Instagram
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Ramón González F

El erizo y el zorro

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Ramón González Férriz

Locos por estar buenos: la obsesión por la imagen de la antigua Grecia a Instagram

Cuenta Mary Beard en su nuevo libro que ya en el siglo VIII a.C. los griegos tuvieron la sensación tan actual de que vivían en un entorno poblado constantemente por caras y cuerpos

Foto: Ilustración en un ánfora griega del siglo V a.C que muestra a corredores en los Juegos de Olympia.
Ilustración en un ánfora griega del siglo V a.C que muestra a corredores en los Juegos de Olympia.

Incluso quienes pasamos la mayor parte del tiempo a solas, vemos durante el día cientos de caras. Son las caras en los perfiles de quienes nos escriben por WhatsApp, las que aparecen en Twitter o hasta las de los columnistas que leemos en los periódicos. Si entramos en Facebook o Instagram, lo que vemos no es ya el rostro de nuestros contactos, sino casi siempre su cuerpo, su indumentaria y sus actividades. En la inmensa mayoría de los libros publicados en España, la foto de su autor está en la solapa -cuando no, si son muy exitosos, en la portada-. Aunque en nuestra época se puede participar en la vida pública desde el anonimato, vivimos en la era de las mil representaciones de cuerpos por minuto.

Foto: Logo de la aplicación móvil de Facebook Opinión
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Ramón González Férriz

No es una novedad histórica. Como cuenta Mary Beard en su nuevo libro 'Civilizations: How do We Look / The Eye of Faith', aún no traducido al castellano (pero que aparecerá en la editorial Crítica), ya en el siglo VIII antes de Cristo los griegos tuvieron una sensación parecida. La de que vivían en un entorno poblado constantemente por las caras y los cuerpos de sus ciudadanos, y no en carne y hueso, sino también en representaciones. Era lo que Beard llama la “ciudad de las imágenes”. El arte griego, y el ateniense en particular, apenas mostraba paisajes o naturalezas muertas, sino que estaba obsesionado con la representación del cuerpo humano. Y este era omnipresente, aparecía en las plazas, en los santuarios, en los gimnasios. E incluso en los cacharros de cocina de entonces, donde además de los cuerpos y las caras de otros seres humanos, se representaban sus actitudes y actividades, muchas veces con una finalidad moralista.

placeholder 'Civilizations: How do We Look'
'Civilizations: How do We Look'

En una jarra de agua que Beard describe, aparece una mujer tejiendo junto a su hijo pequeño y una esclava; era una muestra de lo que debía hacer una mujer griega para ser considerada respetable: hacer ropa, tener hijos y ser suficientemente rica como para tener esclavos. En una jarra utilizada para el vino en los banquetes, aparecían hombres -en los banquetes solo participaban hombres- haciendo el ridículo por haber bebido demasiado: era un recordatorio de que beber con los amigos está bien, pero no hasta el punto de perder la honorabilidad. Las imágenes de los familiares muertos poblaban las casas: era una manera de que no dejaran de acompañar a sus seres queridos una vez se hubieran ido.

placeholder Mary Beard al recoger en 2016 el Premio Princesa de Asturias de Humanidades. (Reuters)
Mary Beard al recoger en 2016 el Premio Princesa de Asturias de Humanidades. (Reuters)

Ahora, todas estas estatuas, pinturas y vasijas decoradas están en museos o libros ilustrados, pero en su época estaban por todas partes, del santuario a la cocina. Quizá, de hecho, su ubicuidad y función moral no fueran tan distintas de las que ahora tienen las miles de imágenes que corren ante nuestros ojos cuando miramos la pantalla del teléfono o el ordenador. Porque no debemos olvidarlo, aún hoy las imágenes que forma constante emitimos y recibimos tienen una función tácita: persuadir a la gente de cómo debería ser o comportarse. O, simplemente, mostrar que unas formas de vida son más honorables o divertidas que otras. Normalmente, pensamos que la nuestra es mejor.

La ciudad de las imágenes

Las redes son, sin duda, la “ciudad de las imágenes” griega. Los amigos con familia muestran una y otra vez lo guapa y próspera que es la suya; los amigos políticos enseñan innumerables fotos en las que aparecen con gente más relevante que ellos, con la esperanza de que esa cercanía les haga también importantes; los amigos intelectuales quieren señalar que dan muchas charlas y entrevistas y firman libros en multitud de actos; los amigos ejecutivos parecen oscilar entre demostrar que siempre están conectados y visten traje y corbata o traje chaqueta y que, llegado el fin de semana, desconectan y corren maratones. Las mejores imágenes, claro, son las de deportistas y modelos, que nunca son nuestros amigos pero cuyos perfiles están abiertos: los griegos de la época clásica habrían estado de acuerdo en que no hay nada como estar bueno y triunfar en los deportes para tener prestigio social y dinero. Da miedo pensar lo mucho que nos parecemos a aquellos griegos dos mil ochocientos años después.

Un filósofo del siglo VI a. C. observó que si los caballos pudieran pintar y esculpir, representarían a los dioses con su mismo aspecto

Pero el libro de Beard no solo aborda cómo reproducimos la cara y el cuerpo humanos en el arte más elevado y el más cotidiano. También examina la manera en que los humanos hemos representado a los dioses. Y eso complica las cosas, pero quizá no tanto. “Un filósofo griego del siglo VI antes de Cristo” -escribe Beard- “observó agudamente que si los caballos y el ganado pudieran pintar y esculpir, representarían a los dioses con su mismo aspecto, como caballos y ganado”. Eso no es del todo cierto -los seres humanos han imaginado a dioses con aspecto animal-, pero es curioso para algunos no creyentes, que fruncimos el ceño ante la afirmación de que Dios hizo a los seres humanos “a su imagen y semejanza”. ¿De veras no fue al revés, que los hombres imaginaron un dios a su imagen y semejanza, aunque mejorada, como ahora parece hacer todo el mundo en Facebook e Instagram?

Vivimos en un mundo obsesionado por los cuerpos y las caras, por la representación gráfica de eso que podríamos llamar “estar vivo” y por el carácter pedagógico y un poco autoritario que otorgamos a la plasmación de nuestra vida. La religión griega, y tantas otras, han creado panteones de dioses líquidos e inestables, en los que muchas veces había dioses fijos, pero donde en ocasiones se colaban políticos, escritores o gente sin más mérito -si bien no es poco- que ser atlética y despertar la curiosidad y la envidia (y la lascivia) de los demás. Quizá no estamos muy lejos de eso. No es lo mismo una estatua de la Afrodita de Knidos que la foto de Cristiano Ronaldo quitándose la camiseta y mostrando músculo tras marcar un penalti crucial, o que tu cuñado tratando de mostrar en su muro de Facebook que su hijo es más guapo -y lleva ropa más cara- que el tuyo. O quizá sí sea lo mismo.

Incluso quienes pasamos la mayor parte del tiempo a solas, vemos durante el día cientos de caras. Son las caras en los perfiles de quienes nos escriben por WhatsApp, las que aparecen en Twitter o hasta las de los columnistas que leemos en los periódicos. Si entramos en Facebook o Instagram, lo que vemos no es ya el rostro de nuestros contactos, sino casi siempre su cuerpo, su indumentaria y sus actividades. En la inmensa mayoría de los libros publicados en España, la foto de su autor está en la solapa -cuando no, si son muy exitosos, en la portada-. Aunque en nuestra época se puede participar en la vida pública desde el anonimato, vivimos en la era de las mil representaciones de cuerpos por minuto.

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