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¿Y si todo se ha vuelto sectario menos la cultura pop?
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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¿Y si todo se ha vuelto sectario menos la cultura pop?

Antaño eras o hippie o punki... Ahora pueden gustarte el black metal y C.Tangana y nadie dice nada

Foto: El mítico 'concierto de la azotea' de The Beatles en 1969, su última actuación.
El mítico 'concierto de la azotea' de The Beatles en 1969, su última actuación.

Ahora hablamos con mucha frecuencia del papel que las luchas identitarias juegan en las ideologías de los más jóvenes. Pero no son algo del todo nuevo: tienen por lo menos un precedente. Frívolo pero real: las identidades basadas en gustos culturales sectarios.

Así sucedía hace 25 años. A uno le gustaba el rock, la música disco o el rap y cimentaba buena parte de su identidad en esa preferencia. En muchos casos, bastaba ver cómo vestía alguien para intuir cuál era su música preferida. Y había poca polinización cruzada: si lo tuyo era el rock, podías escuchar algo de electrónica, pero es probable que no lo reconocieras en público o lo consideraras un placer culpable que, en realidad, no formaba parte de quien eras. En el pasado, este sectarismo había sido aún mayor: eran memorables las peleas entre rockabillies y mods, los insultos cruzados entre hippies y punkis; incluso en la España de los años ochenta, donde toda modernización parecía aceptable, los partidarios de los grupos más divertidos y bailables llamaban 'babosos' a quienes aspiraban a un sonido más limpio e íntimo. Antes incluso, la prensa musical había intentado establecer una pugna entre los seguidores de los Rolling Stones y los de los Beatles. En los noventa, las distinciones de esa clase pervivían.

placeholder Punkis en los ochenta.
Punkis en los ochenta.

Por supuesto, no solo ocurría con la música. En la literatura, tomabas partido por un grupo de escritores del momento y detestabas a los demás: podían gustarte Juan Benet y Javier Marías, o Camilo José Cela y Francisco Umbral, pero era un poco raro que lo hicieran los cuatro al mismo tiempo. Eso también decía de ti políticamente: si te gustaban los primeros, seguramente eras más de izquierdas y te sentías más cosmopolita y anglófilo; si los segundos, quizá tenías más apego a la tradición española y leías 'El Mundo' o el 'ABC', y no 'El País'.

En cine, el grado de sectarismo podía llegar a ser más ridículo si cabe. Yo mismo pensaba que debía gustarme el cine independiente, porque eso me parecía coherente con el resto de mi identidad (sí, me gustaban el rock y Benet y Marías), de modo que iba a ver la trilogía de los colores de Krzystof Kieslowski, intenté ligar con una amiga llevándola a ver 'Un coer en hiver' a un pequeño cineclub y esperé a ver lo que decían las revistas que leía antes de integrar a Tarantino entre mis gustos genuinamente independientes. Años después, me di cuenta de lo feliz que habría sido asumiendo que, aunque muchas de esas películas podían llegar a gustarme si me esforzaba, mi dieta ideal pasaba por mezclarlas con cosas como 'Terminator 2' o 'Algo pasa con Mary'.

Pero eso era impensable para un repelente esnob juvenil como yo: como le decía a su perpleja novia el protagonista de la película 'Alta fidelidad', propietario de una tienda de discos: “Que te gusten Marvin Gaye y Art Garfunkel es como apoyar a los israelíes y los palestinos”. No te podían gustar los dos, tenías que escoger un bando.

Que te gusten Marvin Gaye y Art Garfunkel es como apoyar a los israelíes y los palestinos

La idiotez de ese razonamiento, que en el año 2000, el año en que salió la película, a mí me pareció tan lógico, hizo que el fin de semana pasado viera con entusiasmo la nueva versión de 'Alta fidelidad', disponible en Disney Plus bajo el nombre 'High Fidelity'. Ahora no es una película, sino una serie; el protagonista propietario de la tienda de discos no es un hombre sino una mujer, y los personajes que pululan a su alrededor ya no son un grupo homogéneo de heterosexuales blancos amantes del rock y sus géneros afines que viven en Chicago, sino una mezcla heterogénea de razas y preferencias sexuales de un barrio de Brooklyn en plena gentrificación (tanto la película como la serie, en todo caso, se basan en la muy recomendable novela de Nick Hornby del mismo título).

Muchas cosas han cambiado con respecto a la película: los protagonistas siguen haciendo vida alrededor de la tienda y algunos bares y salas de conciertos, pero escuchan música en el teléfono y hacen 'playlists'; ahora llevan tatuajes y tienen discusiones influidas por la izquierda 'woke'. Pero una discusión en concreto me llamó la atención. Durante un concierto de un grupo que mezcla la salsa con el funk, el novio ocasional de la protagonista le pregunta un poco sorprendido: “Te gusta buscar experiencias musicales eclécticas, ¿verdad?”. A lo que ella le responde: “Supongo, sí. Simplemente me gusta la música que es buena”.

Esa predisposición al eclecticismo, a no tener problemas en mezclar preferencias contradictorias, queda reflejada en la serie y contrasta con la película original. Es algo que ya había visto a mi alrededor e incluso en mí. Tengo amigos jóvenes a los que les gustan el black metal y Beyoncé; el blues del Delta y Tangana. Y yo mismo tengo ahora una dieta infinitamente más variada en términos musicales. En parte, por supuesto, se debe a la influencia benéfica del 'streaming' en la apertura de nuestra mentalidad: quizá nunca me habría comprado un disco de música electrónica, pero el algoritmo de Spotify me puso delante el último de Sylvain Esso y es, con diferencia, lo que más he escuchado en las últimas semanas. Tal vez tenga que ver también con algo más esperanzador: ¿y si en tiempos tan polarizados como los actuales la cultura pop, o incluso la cultura a secas, a pesar de estar muy cargada ideológicamente, no fuera un elemento de división? ¿Y si, en el plano cultural, hubieran desaparecido lo que hace décadas llamábamos tribus urbanas?

Foto: Nacho Cano en concierto (EFE)

Una de las previsiones más equivocadas que se hicieron acerca del ecosistema cultural surgido en torno a internet fue el de la hiperfragmentación de las audiencias: como en internet la producción y la distribución de productos culturales es muy barata, habría una oferta tan dispar que ya no surgirían grupos —o libros, o películas, o cómics— que atrajeran a una parte mayoritaria del público. Fue un error de juicio: hoy, aunque el ecosistema haya cambiado, Tangana, Rosalía o Coldplay convocan a masas de seguidores tan grandes como las que en el pasado reunían Madonna o Mecano. Siguen existiendo 'bestsellers' nacionales y globales —ahora estamos entretenidos hablando del Premio Planeta o de la última de Jonathan Franzen— y parece que medio mundo se ha puesto de acuerdo en que hay que ver 'El juego del calamar', sea cual sea tu ideología o tu color de piel.

El esnob que llevo dentro me advierte que es mala idea que te gusten Marías y Umbral

Que los buenos productos culturales puedan servir para reducir el sectarismo en lugar de aumentarlo es un pensamiento tentador, aunque pasajero: basta con mirar alrededor para no hacerse demasiadas ilusiones. Aun así, y aunque los periodistas y críticos culturales sigan peleándose, quizá haya un espacio más común de lo que creemos. El esnob que llevo dentro me sigue advirtiendo que es mala idea que te gusten Marías y Umbral al mismo tiempo, Marvin Gaye y Art Garfunkel. Pero ¿por qué no? Ahora que lo pienso, con la salvedad de Umbral, podría acostumbrarme. Quizás en eso la generación más joven sea mucho más lista, y menos sectaria, que la nuestra.

Ahora hablamos con mucha frecuencia del papel que las luchas identitarias juegan en las ideologías de los más jóvenes. Pero no son algo del todo nuevo: tienen por lo menos un precedente. Frívolo pero real: las identidades basadas en gustos culturales sectarios.

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