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El erizo y el zorro
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Hasta Trump lo entiende: la cultura popular se ha vuelto políticamente irrelevante
Durante la Guerra Fría, Estados Unidos comprendió que la cultura era poder. Hoy sabe que el 'soft power' no es importante, que lo que cuenta es el poder duro de unos buenos aranceles o una amenaza militar
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A finales de los años cincuenta, el franquismo no era consciente del poder transformador que tenía la cultura pop. Aunque era un régimen que se sustentaba en la censura ideológica y el control cultural, había permitido que se distribuyeran en España discos del rock primigenio. Más tarde, cuando los censores se dieron cuenta de que el pop era peligroso, muchos españoles pudieron acceder a esa música gracias a las radios de las bases militares estadounidenses o los puertos por los que pasaban sus soldados. España también era un destino habitual en las giras de figuras secundarias del jazz.
En la Europa del Este comunista era un poco más difícil acceder a esa revolución cultural. Los líderes soviéticos odiaban la música moderna y capitalista: ellos sí entendieron bien que era subversiva y antiautoritaria. “Cuando oigo jazz —dijo Nikita Jrushchov, el secretario general del Partido Comunista soviético— es como si tuviera gases en el estómago”. En parte por eso, Estados Unidos se gastó miles de millones en conseguir que los polacos, los rusos o los húngaros pudieran oír a Dizzy Gillespie o Chuck Berry. Lo hizo pagando giras, pero también a través de emisoras de radio que emitían para esos países, como Voice of America o Radio Free Europe, que emitía información política, pero también cultura. Aunque muchos conservadores no lo veían claro, el Gobierno estadounidense estaba convencido de que esa influencia cultural podía contribuir a acabar con el comunismo. En parte, así fue. El régimen soviético cayó por sus propios deméritos, pero la cultura rebelde, los vaqueros y la transgresión pop que consumían los jóvenes hastiados de tanto autoritarismo también ayudaron. Algo parecido puede decirse del régimen franquista: aunque seguramente su final habría sido el mismo, los jóvenes que bailaban rock —incluidos los que acudieron a la plaza de Toros de Las Ventas de Madrid en 1965 para ver a los Beatles—, se dejaban el pelo largo y llevaban vaqueros hicieron que el nacionalcatolicismo fuera un poco más insostenible.
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Todo esto viene a cuento porque, incluso tras la caída del comunismo, el Gobierno de Estados Unidos siguió creyendo que la cultura estadounidense tenía el poder de transformar los regímenes dictatoriales —ya no comunistas, sino nacionalpopulistas o islamistas— en democracias. Pero la semana pasada Donald Trump anunció que cortaba la financiación de Radio Free Europe. Muchos occidentales que aún ven el mundo en términos de Guerra Fría lo lamentaron. En cambio, la jefa de Rusia Today, la herramienta propagandística global de Vladímir Putin, lo celebró: “¡Es una decisión increíble de Trump! ¡Nosotros no podíamos cerrarla, por desgracia, pero ha acabado haciéndolo la propia América!”.
Para quienes todavía tenemos un poquito de mentalidad de Guerra Fría, la noticia es terrible. Muchos pensamos que la cultura y el periodismo occidental en general, y estadounidense en particular, siguen teniendo la capacidad de llevar la verdad, y una sana rebeldía, a los países autoritarios o totalitarios. Pero lo cierto es que quizá se trate solo de nostalgia. En realidad, creo que la cultura ya no tiene ninguna influencia en la política. No ya en países democráticos como España, donde el izquierdismo de nuestras clases creativas solo es una especie de ritual intrascendente, sino en países donde eso tiene mucho más sentido, de Rusia a Irán, pasando por Cuba o Venezuela. Quizá la cultura pop se ha vuelto tan ubicua que ha perdido su poder político.
Los regímenes saben hoy que hay fuerzas políticamente mucho más poderosas que un poema o una 'performance': las redes sociales
Es duro pensarlo, pero Trump tiene razón. El coste de Radio Free America y otras emisoras de contenido periodístico y cultural era de unos 1.000 millones de dólares; una miseria para el Gobierno estadounidense. Sin embargo, es posible que no sirviera para nada. Cientos de miles de personas las escuchaban y encontraban ahí un espacio de libertad insustituible, pero los Gobiernos autoritarios han dejado de temer a la cultura: Irán encarcela de vez en cuando a un director de cine. Las Pussy Riot rusas también acabaron en la cárcel. Y China sigue reprimiendo a muchos escritores y artistas disidentes que tienen que exiliarse, sufren la cárcel o viven con un miedo perpetuo. Es terrible. Pero, en general, esos regímenes saben hoy que hay fuerzas políticamente mucho más poderosas que un poema o una performance: las redes sociales.
Durante la Guerra Fría, Estados Unidos entendió que la cultura era poder. En los años posteriores, empezó a hablar de soft power, poder blando: la cultura influía a las élites extranjeras y daba prestigio intelectual a un país que muchos veían como una mera fuerza bruta imperialista. Hoy Trump ha entendido que la cultura es irrelevante, y que también lo es el poder blando. Solo importa el poder duro. ¿Qué importancia puede tener Take the A Train, la canción interpretada por Duke Ellington famosa en el mundo comunista por ser la sintonía del programa Voice of America Jazz Hour, al lado de unos buenos aranceles y una robusta amenaza militar?
A finales de los años cincuenta, el franquismo no era consciente del poder transformador que tenía la cultura pop. Aunque era un régimen que se sustentaba en la censura ideológica y el control cultural, había permitido que se distribuyeran en España discos del rock primigenio. Más tarde, cuando los censores se dieron cuenta de que el pop era peligroso, muchos españoles pudieron acceder a esa música gracias a las radios de las bases militares estadounidenses o los puertos por los que pasaban sus soldados. España también era un destino habitual en las giras de figuras secundarias del jazz.