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A este mundo siempre le faltará una primavera
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Jaime M. de los Santos

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A este mundo siempre le faltará una primavera

Un lapso que es un estado de ánimo, un suspiro, un mirar abierto pero con los ojos entornados y casi siempre rojos; un latir intenso, congestionado

Foto: 'Renacimiento', La Tristura, Teatros del Canal y Théâtre de Liege. (Mario Zamora)
'Renacimiento', La Tristura, Teatros del Canal y Théâtre de Liege. (Mario Zamora)

A este mundo defectuosamente bello, abrupto y trágico, desmesurado y sutil, inmenso, siempre le faltará una primavera. Un lapso que es un estado de ánimo, un suspiro, un mirar abierto pero con los ojos entornados y casi siempre rojos; un latir intenso, congestionado. Agarrotados frente al vidrio, en el anfiteatro de nuestras vidas, hemos deshojado marzo y después abril con la seguridad de no tener nada cierto, con un miedo justo detrás del otro. Muy apretados. Días sin tarde y noches enteras ensartadas en una doliente cadencia de rimar átono, en un obstinado devaneo. Nunca seremos los mismos. Y eso no nos hará mejores. Ya nunca estaremos completos.

Extirpada una parte, trasplantados en una geografía ignota de caras cubiertas hasta la nariz, enfilamos días nuevos con la ansiedad de no haber sido, con el temor de dejar de ser, abrasados por la incipiente canícula; por entre escenografías hechas para bocas abiertas. Sin estornudos. Sin preámbulo. Seres incompletos refugiados en suspiros, en retórica, en futuros tan viejos que ni parecen futuros; dispuestos a emanciparnos de la terca y abrupta verdad. Pero al final de cada túnel lo que hay son deseos. Y más túneles. La luz siempre será cosa nuestra.

En ‘La primavera’, de Botticelli, cae a plomo. Tajante. Pálida. Parece dispuesta a revelar lo que de trascendente tienen esos cuerpos que se recortan entre las sombras del jardín de las hespérides, bajo ese cielo negro de azahar. Aún perduran restos del pasado en el gesto virginal de Venus, en la tez cerúlea del Céfiro alado. Toda la clásica modernidad, las formas renacidas, brota, sin embargo, en las figuras desnudas de las tres Gracias, en sus pieles marmóreas y en sus gestos sincopados. En su rotundidad ligera. Cubierta su fría carne de veladuras, pliegue sobre pliegue, danzan y sus túnicas respiran. Se llenan de una vida sublimada.

placeholder 'La primavera', Sandro Botticelli, 1478. Galleria degli Uffizi.
'La primavera', Sandro Botticelli, 1478. Galleria degli Uffizi.

El arte es la sublimación de la vida; ser artista, dirá Rainer Maria Rilke, “madurar como el árbol que se yergue confiado en las tormentas de primavera”. Hemos visto llover lejos del agua. Hemos llorado al cielo. Hemos querido querer. Hemos creído creer. Un día y otro. Y también el siguiente. Hemos buscado dentro, muy dentro, toda esa luz eclipsada. Toca revivir, rehacer, retomar, renombrar, repensar. Es tiempo de renacimientos. Tiempo para sueños viejos. “Mientras estemos vivos, no habrá otra cosa que tiempo”, increpa al presente Celso Giménez. Desde las tablas. Seguro de que “nuestro ciclo estará completo cuando nos reconozcamos perdidos”.

No nos habían hablado de pérdidas. Ni de llanto. Tampoco de dolor. No nos habían dicho que la vida muerde. O muy bajito y pocas veces. No sabíamos que el calor cesa, que llega el frío. El de verdad. Nadie nos dijo nunca que con el día viene la noche. Inexorable. Hoy, perdidos, somos más membrillo, pepino, repollo y melón que nunca, en ese inmenso espacio finito, en ese nicho abierto en la oscuridad. Vida verdadera. Naturaleza muerta. Así nos retrata Sánchez Cotán, rotundos y perecederos. En mitad de un teatro cubierto de sombras.

placeholder 'Bodegón con membrillo, repollo, melón y pepino', Juan Sánchez Cotán, 1602. Museo de Arte de San Dieg.
'Bodegón con membrillo, repollo, melón y pepino', Juan Sánchez Cotán, 1602. Museo de Arte de San Dieg.

Mayo de 1913. Théâtre des Champs-Élysées. Nadie presiente que, en poco más de un año, se llenará el mundo de inviernos, del frío de la sangre seca de la Gran Guerra. Entre el público están Debussy, Duchamp, Ravel y Chanel. Stravinski “olfatea”. Está a punto de consagrar su primavera. Música y danza. Un torrente politonal emerge desde el foso. El fagot suena agudo mientras las maderas lo puntean. El viento, trémolo, se superpone. Es la más prehistórica de las pastorales, una ofrenda a la belleza terrible. Empiezan los gritos. Los bailarines, desnudos, crepitan sobre el escenario guiados por Nijinsky, se confunden con el tumulto que trepa desde el coso. Lo abrupto de la melodía revuelve, incomoda.

placeholder 'Renacimiento', La Tristura, Teatros del Canal y Théâtre de Liege. (Foto: Mario Zamora)
'Renacimiento', La Tristura, Teatros del Canal y Théâtre de Liege. (Foto: Mario Zamora)

El teatro siempre será un refugio incómodo, un laberinto. El escenario un espejo para revertir tiempos, para repatriar sentimientos. Ahora, huérfanos de primavera, nos miramos en esa luna como niños que se buscan las manos, con la vista puesta en saber. Después de tanta verdad solo queremos verdad. Verdad a secas. Envuelta en todo su verdor. Surcada de dudas, de deseos. Anegada de negrura. Con La Tristura pasa que el cristal se rompe, se altera y, como Alicia, te ves en un paisaje que no es sino el desmontaje de otro anterior. Tan válido. Tan real. Pretérito. Una radiografía de todo lo perdido, de lo anunciado. De lo que no vemos. De lo que obviamos. Un reflejo de esa orilla imperfecta pero necesaria que construye, que sustenta. Esa trama primitiva que implica nacer. Renacer.

*‘Renacimiento’, de La Tristura, puede verse hasta el 12 de julio en los Teatros del Canal de Madrid.

A este mundo defectuosamente bello, abrupto y trágico, desmesurado y sutil, inmenso, siempre le faltará una primavera. Un lapso que es un estado de ánimo, un suspiro, un mirar abierto pero con los ojos entornados y casi siempre rojos; un latir intenso, congestionado. Agarrotados frente al vidrio, en el anfiteatro de nuestras vidas, hemos deshojado marzo y después abril con la seguridad de no tener nada cierto, con un miedo justo detrás del otro. Muy apretados. Días sin tarde y noches enteras ensartadas en una doliente cadencia de rimar átono, en un obstinado devaneo. Nunca seremos los mismos. Y eso no nos hará mejores. Ya nunca estaremos completos.

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