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Que me piensen de seguido
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Jaime M. de los Santos

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Que me piensen de seguido

Pocas cosas no han cambiado; las ganas de cantar, las de mar. Y que, cada verano, pienso en lo largo que ha sido el invierno y, más que nada, en la obstinada amenaza de septiembre

Foto: Aurorretrato en La Palma.
Aurorretrato en La Palma.

La abuela de Julio fue “rezadora”, en La Palma -donde hay, como en las Noches lúgubres de José de Cadalso, quienes tratan de desenterrar a sus muertos; en Todoque-; su madre enseña la isla -igual que él-. Se llamaba Candelaria -la abuela-, y se encerraba en un cuarto, sola, a leer su plegaria -de una suerte de misal inventado e impreso en cuartillas sobadas-. Si estuviera viva -más allá del recuerdo, que es una segunda vida, vida verdadera-, le diría que pidiera por mí, que se entregara al bisbiseo de ese montón de intenciones buenas, necesarias, que acompañaban su vigilia, que arrancara de un tajo eso que allí llaman -y en la mitad del planeta- “mal de ojo”. Y no porque yo crea que me han visto mal -que es lo mismo que mirar-, no; por afición mojigata a que me piensen de seguido -un vicio más; que se parece mucho al amor-. Lo mismo le he dicho al Padre Joaquín, que me rece; o a quien corresponda. Pero por mí. En su caso, cuenta con un monasterio entero, inmenso. Con sus santos y sus credos. Con sus gárgolas y muertos. Con toda la transparencia de un mármol que refulge entre ángeles de bronce dorado. Cuando le conocí no era Prior. Con mi edad no era monje -hoy cumplo cuarenta y cuatro; palíndromo de ecuador-. Antes de caer del caballo, como Saulo, vendía ropa interior, él. Ha seguido escarbando y, ahora, se preocupa de lo de más adentro.

placeholder Capilla del Sagrario y Transparente del Real Monasterio de Santa María de El Paular. Francisco Hurtado. 1718.
Capilla del Sagrario y Transparente del Real Monasterio de Santa María de El Paular. Francisco Hurtado. 1718.

Por detrás de una cerca de piedra y un bosque de pinos, con Peñalara de horizonte, emerge como si fuera un milagro Santa María de El Paular. He venido un par de días, una noche. Como yo, una docena de legos más -mágica cifra-. Me siento por detrás de tres mujeres mayores y floreadas -con el cabello impecable y collar de perlas-, durante las Vísperas. A mi derecha, otra mujer, pero con turbante -que en realidad es un pañuelo, signo de su pasión-. La misa es cantilada; la cena leída, pero en silencio -crema de calabaza a la que le pongo canela y una porción casi cuadrada de pastel de pescado-. Me siento a la derecha del Padre. El Hermano Miguel, en un rincón iluminado por la luz fría de un flexo -y esto me recuerda a Mecano-, recita el viaje interminable del Apóstol San Pablo. Llega la oscuridad. Regreso a mi celda -que no es celda- y me pongo a leer -Memorial, de Bryan Washington-. He girado la cama para no dejar de ver el cielo. Ochenta centímetros y el aire mojado de la sierra -no hace falta más-. Con el alba Maitines, a las ocho en punto Laudes y un café en tazón de loza blanca, de los que hay que coger con dos manos. Poco después de las nueve, atravieso la Sacristía -que espera paciente su Apostolado- para hundirme en la cabecera barroca, en la Capilla del Sagrario que llaman del Transparente.

placeholder 'La lucha de San Jorge y el dragón'. Pedro Pablo Rubens. 1605-1607. (Museo del Prado)
'La lucha de San Jorge y el dragón'. Pedro Pablo Rubens. 1605-1607. (Museo del Prado)

Lo de mi intensidad endémica lo sabía quién me conoce. Ahora, también, toda la Cámara Alta. Se lo recordó a Sus Señorías, a los que ocupaban sus escaños de cuero burdeos, Elena Diego -senadora socialista y mujer valiosa-; en pleno debate de ideas, a medio día. Quizá por eso, por el “grado de fuerza con que se manifiesta (…) una expresión” -dice la RAE-, me atraiga tanto el arte barroco. E, igual que no puedo zafarme, cada vez que voy al Prado, de la fuerza del San Jorge de Rubens, tampoco puedo escapar a la belleza excesiva del enjambre poético que es el Sagrario de El Paular, donde lo centrífugo y lo centrípeto se mezclan hasta hacer imposible mirar; la curva y la recta coinciden sin ambages; todos los colores se mezclan. El tabernáculo -sin Custodia, pues fue expoliada- reclama su condición primada y pliega parte del artificio como en una atracción de feria romántica, pero las líneas quebradas, los fustes girados, apuntan a un cielo que se cuela para acabar incendiándolo todo. También el suelo, un jardín celestial, un 'hortus conclusus' de piezas de mármol ensambladas. Un paisaje varado en el tiempo. Espacio divino.

placeholder Portada de la Iglesia del Real Monasterio de Santa María de El Paular. Juan Guas. 1480.
Portada de la Iglesia del Real Monasterio de Santa María de El Paular. Juan Guas. 1480.

De vuelta al mundo de abajo -“toda ciencia trascendiendo”-, después de sentarme en uno de los bancos de la iglesia a observar el retablo -que tendrá su Íncipit-, me pongo a escuchar Mocedades. Empiezo a cantar -mal-. 'Tómame o déjame', 'Secretaria'. Me acuerdo de los viajes en verano, siendo niño, con -casi- el mismo calor, en un GS blanco ranchera conducido por mi padre; y a su derecha, mi madre. Por detrás de mis hermanas, las mayores, con los pelos ensartados y oliendo a manzanilla -que decían que se lo aclaraba-. Tumbado con Ángela sobre las maletas, al fondo. Con las ventanillas bajadas. Cantando. Camino de Valencia. Pocas cosas no han cambiado; las ganas de cantar, las de mar. Y que, cada verano, pienso en lo largo que ha sido el invierno y, más que nada, en la obstinada amenaza de septiembre; ese sentimiento probado por Einstein que insiste en que todo es relativo -sobre todo el tiempo-. Lo que no lo es, relativo, es que pasa. Y pesa. Tanto que estoy pensando en dejarme crecer la barba -de nuevo- y me da miedo el blanco de la edad -esa “nieve” que cantaba Estíbaliz, la pequeña de los Uranga; aún con Sergio-. Me queda Mallorca, allí todo lo veo distinto. Mejor. Probaré.

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- Autorretrato en La Palma

- Capilla del Sagrario y Transparente del Real Monasterio de Santa María de El Paular. Francisco Hurtado. 1718.

- 'La lucha de San Jorge y el dragón'. Pedro Pablo Rubens. 1605-1607. (Museo del Prado)

- Portada de la Iglesia del Real Monasterio de Santa María de El Paular. Juan Guas. 1480.

La abuela de Julio fue “rezadora”, en La Palma -donde hay, como en las Noches lúgubres de José de Cadalso, quienes tratan de desenterrar a sus muertos; en Todoque-; su madre enseña la isla -igual que él-. Se llamaba Candelaria -la abuela-, y se encerraba en un cuarto, sola, a leer su plegaria -de una suerte de misal inventado e impreso en cuartillas sobadas-. Si estuviera viva -más allá del recuerdo, que es una segunda vida, vida verdadera-, le diría que pidiera por mí, que se entregara al bisbiseo de ese montón de intenciones buenas, necesarias, que acompañaban su vigilia, que arrancara de un tajo eso que allí llaman -y en la mitad del planeta- “mal de ojo”. Y no porque yo crea que me han visto mal -que es lo mismo que mirar-, no; por afición mojigata a que me piensen de seguido -un vicio más; que se parece mucho al amor-. Lo mismo le he dicho al Padre Joaquín, que me rece; o a quien corresponda. Pero por mí. En su caso, cuenta con un monasterio entero, inmenso. Con sus santos y sus credos. Con sus gárgolas y muertos. Con toda la transparencia de un mármol que refulge entre ángeles de bronce dorado. Cuando le conocí no era Prior. Con mi edad no era monje -hoy cumplo cuarenta y cuatro; palíndromo de ecuador-. Antes de caer del caballo, como Saulo, vendía ropa interior, él. Ha seguido escarbando y, ahora, se preocupa de lo de más adentro.

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