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De milagros, arias y los caballeros templarios
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Jaime M. de los Santos

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De milagros, arias y los caballeros templarios

El arte de la ópera representa un milagro, uno de proporciones bíblicas

Foto: 'Orlando'. Georg Friedrich Händel. 1732. Teatro Real. Foto: Javier del Real.
'Orlando'. Georg Friedrich Händel. 1732. Teatro Real. Foto: Javier del Real.

Anoche estuve en el Teatro Real. Con Carme Portacelli y Gabriela Flores -ambas colmatadas por su madre de Frankenstein-, viendo el Orlando de Händel. El arte de la ópera representa un milagro, uno de proporciones bíblicas. Ayer, entre seccos recitativos, un destartalado y verosímil edificio de apartamentos giraba sobre su eje dejando al aire sus tripas y también las de los que cantan. Una construcción como de carretera americana rodeada de esa vegetación que injertan al ladrillo para simular vida y a la que, entre sollozos, le canta Angélica enamorada. Hay algo shakesperiano en el texto de Ariosto y en la aproximación que ha fijado Claus Guth -copiando, además, a Scorsese- a las tablas del Real, algo que recuerda a Lisandro y a Helena, a Hermia y Demetrio -estos en el bosque de El sueño de una noche de verano, aquellos bajo la sombra de unas palmeras de asfalto-. La primera ópera inglesa de Händel fue Rinaldo. Se estrenó en el Queen´s Theatre construido por John Vanbrugh, en 1711 -donde Herbert Beerbohm Tree, más tarde, también montaría a Shakespeare-. Contiene el aria -da capo- más bella, la más dramática, Lascia ch´io pianga. La han cantado Farinelli y Barbra Streisand, Cecilia Bartoli y Derek Lee Ragin; “déjame llorar/cruel destino”. En la cinta de Gerard Corbiau -que también dirigió Le roi danse, con banda sonora de Jean Baptiste Lully-, el castrato la entona bravo y se pierde en una coloratura interminable, un virtuosismo inédito, mientras recuerda su exhausta infancia bañado en leche.

placeholder Fotograma de 'Farinelli, il castrato'. Gerard Corbiau. 1994.
Fotograma de 'Farinelli, il castrato'. Gerard Corbiau. 1994.

Rinaldo fue un caballero templario soñado por Torquato Tasso para su Jerusalén liberada. Al Papa Francisco, ahora, setecientos once años después de la Bula Vox Calamantis de Clemente V, le exigen rehabilitar la orden; los mismos caballeros del Temple que fueron disueltos por “usura”, dijeron, por “sodomía”; los que le habían prestado a Felipe, el bello una fortuna para sufragar su guerra en Flandes. Nunca pagó el rey, pero les acusó falsamente de herejía. A Jacques de Molay, gran maestre, le acabarían quemando vivo en la hoguera, frente a Notre-Dame de Paris. Le reclaman al Santo Padre memoria y la condición de mártires para sus muertos; le reclaman sus bienes, sus obras. Y la Vera Cruz de Segovia. La historiografía se revuelve entre quienes ven a estos, a principios del siglo XIII, artífices de su fábrica, y los que no dudan en poner en su origen a otros caballeros, los del Santo Sepulcro -ambas órdenes militares con arraigo en Tierra Santa-. Si los primeros se apoyan en las semejanzas de su arquitectura con la templaria iglesia de Tomar, los segundos lo hacen en el título que se le da en la lápida conmemorativa: “DEDICATIO ECCLESIE BEATI SEPULCRI”. La planta, dodecagonal, persigue las de los baptisterios romanos, la de la mezquita de la Cúpula de la Roca -que unos y otros pudieron ver-. Planta centralizada y por tanto infinita -más cerca de Dios-, de doce lados -como los pares de nervios craneales-; uno por mes, por tribu de Israel, por cada puerta de la Jerusalén Celeste. Por apóstol. Por signo zodiacal. Por fruto del árbol de la vida. Y en el núcleo de la ermita un edículo de doce caras y dos plantas; la baja cubierta por una sencilla crucería, la alta por una bóveda califal -bajo la que descansa una ara con arcos cruzados grabados sobre la piedra-.

placeholder Ilustración de la ejecución de los templarios, según Bocaccio en 'De casibus virorum illustrium'. 1373.
Ilustración de la ejecución de los templarios, según Bocaccio en 'De casibus virorum illustrium'. 1373.

“Al mediodía -o sea a las doce- del 13 de abril de 1737”, escribe Stefan Zweig, “Georg Friedrich Händel había vuelto del ensayo rebosante de cólera”. Al momento, en su estudio, “con un golpe sordo”, se “desplomaba muerto”, pensó el criado “estremecido”; por un ataque de apoplejía, sentenció finalmente el médico mientras aseguraba “al músico lo hemos perdido”. Desahuciado, lo llevaron a Aquisgrán, a los baños calientes. Y sanó. Y cuatro años más tarde, cuando muchos le creían incapaz, compuso en tres semanas su Mesías, dejando que los tonos “ascendieran por la escalera de Jacob”. Un oratorio de exaltación escrito por Charles Jennens, en inglés. Una laudatio inflamada, brillante, trascendental. Un himno construido para invocar -sobre todo cuando suena el Aleluya-. Lo he escuchado muchas veces, la última en el Auditorio Nacional, y como dicen que hizo Jorge II de Gran Bretaña, he sentido el impulso de ponerme en pie desde sus primeros acordes, con fruición. Nunca lo he hecho; por pudor y porque sé cuál es mi sitio. Pero, piénsenlo, hagan memoria, también los hay hoy que, aparentando que es descuido, no sólo pretenden quitarle la silla al monarca -o a la Princesa de Asturias- sino que, como el rey francés -igualmente bellos o eso creen- urden trampas para no hacer frente a su palabra, a su obligación. Que se acuerden del gran maestre Molay, quien, atado al poste, con el fuego acosando su carne, dicen que dijo que, por traicionar “la palabra dada”, Felipe rendiría cuentas “ante el Tribunal de Dios…dentro de ese año -de 1314-”. Yo, la verdad, visto lo visto, me conformaría con que los impostores de ahora lo hagan ante la justicia ordinaria.

placeholder Jorge II de Gran Bretaña. Retrato de John Shackleton. 1755.
Jorge II de Gran Bretaña. Retrato de John Shackleton. 1755.

Anoche estuve en el Teatro Real. Con Carme Portacelli y Gabriela Flores -ambas colmatadas por su madre de Frankenstein-, viendo el Orlando de Händel. El arte de la ópera representa un milagro, uno de proporciones bíblicas. Ayer, entre seccos recitativos, un destartalado y verosímil edificio de apartamentos giraba sobre su eje dejando al aire sus tripas y también las de los que cantan. Una construcción como de carretera americana rodeada de esa vegetación que injertan al ladrillo para simular vida y a la que, entre sollozos, le canta Angélica enamorada. Hay algo shakesperiano en el texto de Ariosto y en la aproximación que ha fijado Claus Guth -copiando, además, a Scorsese- a las tablas del Real, algo que recuerda a Lisandro y a Helena, a Hermia y Demetrio -estos en el bosque de El sueño de una noche de verano, aquellos bajo la sombra de unas palmeras de asfalto-. La primera ópera inglesa de Händel fue Rinaldo. Se estrenó en el Queen´s Theatre construido por John Vanbrugh, en 1711 -donde Herbert Beerbohm Tree, más tarde, también montaría a Shakespeare-. Contiene el aria -da capo- más bella, la más dramática, Lascia ch´io pianga. La han cantado Farinelli y Barbra Streisand, Cecilia Bartoli y Derek Lee Ragin; “déjame llorar/cruel destino”. En la cinta de Gerard Corbiau -que también dirigió Le roi danse, con banda sonora de Jean Baptiste Lully-, el castrato la entona bravo y se pierde en una coloratura interminable, un virtuosismo inédito, mientras recuerda su exhausta infancia bañado en leche.

Ópera Teatro Real