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De abucheos insensatos y una pica pero en París
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De abucheos insensatos y una pica pero en París

Eso es la ópera, la obra de arte total. Y embebidos por lo que alguna vez creyeron que significaba esa idea, quienes no encuentran la escenografía ampulosa o el vestuario elocuente, esperado, patean severos

Foto: 'Rigoletto'. Giuseppe Verdi. 1851. Dirección, Miguel del Arco. Teatro Real.
'Rigoletto'. Giuseppe Verdi. 1851. Dirección, Miguel del Arco. Teatro Real.

Escribo y mientras lo hago miro la tierra -pasar- a través de una niebla que la vuelve un poco un pastel impresionista, desenfocada y a base de manchas ingentes. Al fondo, varias cumbres nevadas se mezclan con eso que llaman cirros y que siempre que se cruzan la nave tiembla y tus tripas y el café americano en vaso de papel. Voy a París, con el Rigoletto de Carlo Bergonzi en las orejas y el de Miguel del Arco en la frente -los dos de Verdi-. Anoche, en el Teatro Real de Madrid, volvían a oírse abucheos -como enlatados- por detrás de unos aplausos ostentosos que no pretendían sino deshacer la injusticia que cayó en tromba en su estreno tras tres actos de altura. Yo soy uno de los que acabaron con las palmas moradas celebrando una ópera que es más teatro que nunca al tiempo que menos patriarcal, uno de los que disfrutó cada nota, de cada cuerpo, con cada palabra. A mi izquierda, de negro brillante, Ana Milán buscaba mis ojos para celebrar todo lo que iba sucediendo entre cajas, emocionada. Nada más empezar -cheeck to cheek-, con los primeros acordes del preludio avanzando y las pantallas de los rezagados todavía encendidas, el telón caía a plomo desde el cielo -ahora de Jaume Plensa- lo mismo que el velo de los ojos de quienes no habían parecido entender que lo que a Gilda le hacen y le han hecho siempre es violarla, como parte de un juego macabro y criminal, imperdonable. Rasgado al fin, abunda del Arco en la ignominia del abuso y en la aquiescencia del que mira, en la normalización atildada de lo que nunca debió ser -ni parecer-. Ya con La manada nos había convertido en coro perplejo para un delito real -palabra por palabra, golpe a golpe-, asegurándose de que nadie creyera que en ella pudo estar la causa, que fue ella quien tuvo la culpa.

placeholder 'La muerte de la Virgen'. Caravaggio. 1606. Museo Louvre.
'La muerte de la Virgen'. Caravaggio. 1606. Museo Louvre.

La hija del bufón Rigoletto es virgen, pura, vive en cautiverio por prevención. Su violación no es más grave, no es peor que la que pueda sufrir cualquiera, que la que padecen esas otras que siguen mercadeando con sus miembros a la vez que con su espíritu. Mujeres obligadas, casi muertas; esclavas hoy a su pesar. En la escena, coreografiadas por Luz Arcas, parecen volverse indolentes máquinas, dinamos para un placer extraño, tercero, eterno. En la vida, sufren también por nosotros, por nuestro gesto pasivo, por la venda de distancia que nos hemos ceñido para no mirarlas. En el Louvre cuelga una de las obras más intensamente bellas de Caravaggio, La transición de la Virgen. Lo de que los Carmelitas no quisieran siquiera colgarla en su iglesia del Trastevere -“por lasciva”- se parece a lo de patear dentro de un teatro: es no entender nada o, peor, no haber tenido nunca ganas de hacerlo. Iluminada con violencia desde arriba, monumental, muestra a un grupo de apóstoles méndigos llorando ante el cuerpo inerte de María. No hay rastro de divinidad ni de milagroso ascenso. Ni un halo, ni un nimbo; nada. Lo que vemos y vio Rubens cuando la adquiere para el Duque de Mantua, es a la prostituta cuyos restos habían encontrado arrumbados a orillas del río Tíber, hinchada y víctima de una falsa y funesta superioridad, modelo por última vez. Siempre que vuelo a París voy a verla, y me siento en el banco de madera barnizada que hay justo en frente como en un palco arañado. No la rezo, sé quién es, Lena -amiga del pintor-; pero, en silencio, pido por ella, por lo que pueda pasar.

placeholder Cielo de la Ópera de París. Marc Chagall. 1963.
Cielo de la Ópera de París. Marc Chagall. 1963.

A Lena, a la que se podía “encontrar ejerciendo en la Piazza Navona”, la llora María Magdalena. Con desesperanza. Sin “el tarro de perfume (…) hecho de puro nardo”. Replegada sobre si misma en una silla de enea. En primerísimo plano. La escena es dramática también por teatral, con cada figura ocupando su lugar bajo ese telón púrpura que cuelga exultante como en la ópera de del Arco. Yo, en el Palais Garnier nunca he visto ópera, sólo danza. Pero sí que la he escuchado, en las escaleras que sirven de podio a su pórtico de piedra, en mis minúsculos auriculares. Esta noche -ya he aterrizado y escribo desde un café con vistas a la Avenue Montaigne invadidos sus árboles de luces crepitantes- voy a ver a Jiří Kylián, y no sé si tengo más ganas de él, de su trabajo, o de encontrarme de nuevo con los frescos de Chagall; un carrousel de sueños soñados, un espejo opaco en tonos vivos, un trasunto surrealista del rosetón de Notre Dame de París. Me gusta ver danza, siempre; y nunca miro en los programas que dicen de mano lo que dicen que va a ocurrir porque prefiero sentirla. En La Villette han programado a Trajal Harrell, su The Romeo. Yo ya lo he visto, en Avignon, frente al palacio imponente de los Papas disidentes. Recuerdo que salí excitado de ese otro carrousel de cuerpos diversos. Por la música y la forma, por el fondo, por la plasticidad asfixiante. Salida tras salida, con temas de Philip Corner -The gothic dances-, Simply Red -Holding back the years- o Alberto Iglesias -Los abrazos rotos-, todos los géneros, orígenes y temperamentos bailan sin dejar que sus talones toquen el suelo, provistos de prendas cada vez más bellas, menos correctas, superpuestas y à l´envers. Una obra de arte total.

placeholder 'The Romeo'. Trajal Harrell. 2023.
'The Romeo'. Trajal Harrell. 2023.

Eso es la ópera, la obra de arte total. Y embebidos por lo que alguna vez creyeron que significaba esa idea, quienes no encuentran la escenografía ampulosa o el vestuario elocuente, esperado, patean severos sin percatarse de que la cuarta pared es del cristal más fino y de que lo que al otro lado se encuentra, casi en permanente equilibrio, son cuerpos sensibles, frágiles, miradas llenas. A Lorca le censuraron su Maleficio de la mariposa el día de su estreno en Madrid. Vaslav Nijinsky nunca olvidó los gritos que colmaron el Théâtre des Champs-Élysées mientras sus bailarines, desnudos, se confundían con el tumulto que trepaba desde el foso, en tromba. Arbitrario, desmedido, violento. Tengo, justo ahora, frente a mí, los relieves que Bourdelle diseñó para su fachada después de ver a Isadora Duncan bailar. En una de las metopas están ella y Nijinsky, enlazados, anuentes. Ajenos a las críticas que igualmente sufrieron. Eternos. “Bailar es vivir y vivir es bailar”, dijo ella; “en la danza está dios”, escribió él. Dónde está Dios no lo sé -y creo en Él-, tamaña abstracción se la dejo a los teólogos. Pero mientras, yo seguiré peregrinando la Grand Galeria -“a la orilla del agua”- para encontrarme con ella, Lena, la mujer del cuadro y de la vida del pintor. Un poco mía también.

placeholder 'La danse'. Antoine Bourdell. 1912. Fachada del Théâtre des Champs-Élysées.
'La danse'. Antoine Bourdell. 1912. Fachada del Théâtre des Champs-Élysées.

Escribo y mientras lo hago miro la tierra -pasar- a través de una niebla que la vuelve un poco un pastel impresionista, desenfocada y a base de manchas ingentes. Al fondo, varias cumbres nevadas se mezclan con eso que llaman cirros y que siempre que se cruzan la nave tiembla y tus tripas y el café americano en vaso de papel. Voy a París, con el Rigoletto de Carlo Bergonzi en las orejas y el de Miguel del Arco en la frente -los dos de Verdi-. Anoche, en el Teatro Real de Madrid, volvían a oírse abucheos -como enlatados- por detrás de unos aplausos ostentosos que no pretendían sino deshacer la injusticia que cayó en tromba en su estreno tras tres actos de altura. Yo soy uno de los que acabaron con las palmas moradas celebrando una ópera que es más teatro que nunca al tiempo que menos patriarcal, uno de los que disfrutó cada nota, de cada cuerpo, con cada palabra. A mi izquierda, de negro brillante, Ana Milán buscaba mis ojos para celebrar todo lo que iba sucediendo entre cajas, emocionada. Nada más empezar -cheeck to cheek-, con los primeros acordes del preludio avanzando y las pantallas de los rezagados todavía encendidas, el telón caía a plomo desde el cielo -ahora de Jaume Plensa- lo mismo que el velo de los ojos de quienes no habían parecido entender que lo que a Gilda le hacen y le han hecho siempre es violarla, como parte de un juego macabro y criminal, imperdonable. Rasgado al fin, abunda del Arco en la ignominia del abuso y en la aquiescencia del que mira, en la normalización atildada de lo que nunca debió ser -ni parecer-. Ya con La manada nos había convertido en coro perplejo para un delito real -palabra por palabra, golpe a golpe-, asegurándose de que nadie creyera que en ella pudo estar la causa, que fue ella quien tuvo la culpa.

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