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De Cristos desvestidos y opiniones ofuscadas
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De Cristos desvestidos y opiniones ofuscadas

Miro la pintura de Salustiano García elegida para el cartel de la Semana Santa de Sevilla y no encuentro nada nuevo, nada que contradiga lo que las Escrituras avalan

Foto: 'Ecce Homo, Dolorosa, San Juan Evangelista y un donante'. Luís de Morales. 1562-68. Museo de Cádiz.
'Ecce Homo, Dolorosa, San Juan Evangelista y un donante'. Luís de Morales. 1562-68. Museo de Cádiz.

En Cádiz hay una tabla de Luis de Morales con un Ecce Homo iluminado de forma violenta y con un paño azul oxidado sujeto sobre el hombro; con las muñecas ceñidas por una soga de esparto y una vara de bambú como cetro. Se adapta al marco que lo cerca mientras es contemplado, desde fuera, por su madre y San Juan -acompañado de otro Juan que fue quien encargó el retablo-. El aire que es todo negro hace más profunda la sensación de angustia del divino reo, su soledad manifiesta. Lo miran ellos, dolientes, desde las puertas del tríptico y nosotros varados en la sala de un museo, más allá del tiempo -que puede ser de Dios o de los hombres, Cronos o Kairós como recordó en su homilía del domingo el Padre José Luis en los Jerónimos-. Ya no lleva la corona de espinas de su escarnio y de las llagas fluyen hilos de sangre que refuerzan la idea de sufrimiento, su media naturaleza humana. Es de una belleza extrema, patética -en su primera acepción-. La precisión anatómica es innegable, se le pueden contar las costillas, las falanges, sentir el hálito saliendo de su boca entreabierta, tocar los dientes. En el frío de la sala, lejos de su función devocional, lo vi yo mientras lo observaba, al tiempo, un grupo de turistas de oriente acostumbrados a un espejo diferente de lo divino, más benigno y conectado con la Tierra, menos explícito. No podían dejar de mirarlo. Yo tampoco. Por hipnótico, por atrayente a pesar del dolor -o quizá por eso precisamente-.

placeholder A la izqda: 'Crucifijo'. Filipo Brunelleschi. 1410-15. Santa Maria Novella. A la dcha: 'Crucifijo'. Miguel Ángel Buonarroti. 1492. Santo Spirito.
A la izqda: 'Crucifijo'. Filipo Brunelleschi. 1410-15. Santa Maria Novella. A la dcha: 'Crucifijo'. Miguel Ángel Buonarroti. 1492. Santo Spirito.

La representación del Verbo ha sido siempre contestada; desde el Concilio de Elvira, que prohibía las imágenes en las iglesias, o el furor iconoclasta bizantino a las hogueras de vanidades como la de Florencia en 1497 o la calvinista de Zúrich en 1514. La de la Signoria, azuzada por el dominico Girolamo Savonarola, puso el foco en la desnudez -blanco obligado desde la mancha original-. Con el renacer quattrocentista del gusto clásico y sin restos pictóricos en qué inspirarse, la escultura romana y los textos latinos se habían convertido en los Estados del centro de Italia en punto de partida para artistas que veían en el cuerpo principio rector de su arte. El gélido y ultraortodoxo esquematismo medieval o las dramáticas escenas de Calvario del norte de Europa quedan diluidas entre exaltadas y apolíneas figuras; también cuando a quien se muestre sea a Jesús -que igual que Adonis había nacido en Belén-. Una de las más tempranas, de las más bellas y delicadas -“et in tutte le parti il più perfetto uomo”-, se le debe a Filipo Brunelleschi, padre de la perspectiva. Imagen novísima de la divinidad, “que no tiene por qué diferenciarse del resto de los humanos”, estuvo en su taller hasta su muerte, entre sus bienes más queridos. Ocho décadas más tarde, un intuitivo Miguel Ángel Buonarroti de apenas quince años, prescindirá además del paño de pureza hasta mostrar en toda su desnudez a un crucificado adolescente, antecedente del de La Piedad Vaticana, glorioso en su universalidad.

placeholder Cartel de la Semana Santa de Sevilla. Salustiano García. 2024.
Cartel de la Semana Santa de Sevilla. Salustiano García. 2024.

Ahora, también nosotros nos apostamos ante otro Jesús -este, coronado con las potencias del de la Hermandad del amor y recortado sobre un fondo rojo de pasión- con premisas inventadas y aparatosas ofensas. Una imagen del unigénito de Dios tan joven como el que pintó Pontormo para la capella Capponi en Santa Felicita -pura sensualidad manierista- o el casi imberbe de Rafael Sanzio hoy en Brescia; tan bello como los de El Greco -en lágrimas el del Prado- o el de Benvenuto Cellini -esculpido ignudi en mármol de Carrara pero al que los monjes de El Escorial ciñen un tipo de velo que ya Séneca rechazaba “por incitar más que ocultar”-. Abro el portátil y busco la pintura de Salustiano García. Intento no dejarme llevar, ser objetivo -por más que como dijo Bergamín esa virtud sea sólo propia de los objetos-. Lo miro y no encuentro nada nuevo, nada que contradiga lo que las Escrituras avalan -“los soldados (…) tomaron su ropa”- y que aparece igualmente en las Actas de Pilatos -“en llegando al lugar convenido, le despojaron de sus vestiduras”-. Busco eso que de femenino tiene el rostro y me acuerdo del venerable Jorge de Umberto Eco acusando de femenil y pecaminoso al traductor de griego en El nombre de la rosa. Atravieso las puertas del Prado en busca de más imágenes del Señor. El de Antonello da Mesina enseña el vello púbico lo mismo que el de Juan de Flandes -sobre la piedra fría-, y al de Rogier van der Weyden en su Descendimiento, un lienzo ligero -suerte de paño mojado- le envuelve por las caderas centrando la atención de quien mira en la línea alba, que corre en paralelo a la sangre que le mana del pecho. En todos, por analogía teológica, está Adán; en el de la Adoración de los magos de Velázquez -recién nacido-, para muchos, la hija del pintor.

placeholder 'Cristo muerto sostenido por un ángel'. Antonello da Mesina. 1476. Museo del Prado.
'Cristo muerto sostenido por un ángel'. Antonello da Mesina. 1476. Museo del Prado.

Enfajado, inhiesto, Velázquez lo pinta como si fuese una escultura dentro de un lienzo, un modelo -o más bien una- sacado del natural con, sólo, un leve reflejo sobre la coronilla símbolo de Su santidad. A nadie sorprende, de ser cierto que tomara los rasgos de su hija recién nacida -justo en 1619 que es el año que aparece junto a su firma en la obra- y, aún menos, que las manos de María disten mucho de la delicadeza que se le espera a la Madre de Dios. Son las de la mujer que posó, “recias, vigorosas y un tanto vastas” para el historiador Gaya Nuño. ¿Irreverentes? Busco más manos. Todas son gráciles, pálidas, soñadas y no de verdad. Miro en el móvil el cartel de la Semana Santa sevillana; representa más una idea que la trasposición natural de un muerto -a Caravaggio, en 1606, retratar muerta a la Virgen le costó un pleito y al lienzo ser descolgado para siempre de la iglesia carmelita del Trastevere-, una imagen de Cristo resucitado. Dice San Marcos que dos de sus discípulos, camino de la aldea de Emaús, “tenían los ojos tan ofuscados que no lo reconocieron”, que tampoco supieron verlo cuando más tarde, se puso en mitad de ellos y les dijo “la paz sea con vosotros”. Para ver hay que creer, y creer es tan fácil como uno quiera. Yo hace tiempo que decidí que quería creer y, créanme, soy más feliz. Por eso es imposible que me ofenda un icono si lo que persigue es esa idea superior y eterna, divina; si lo que representa es espiritual. Luego está el arte, tan necesario igualmente como sujeto al tiempo de los hombres, ese que regenta con firmeza Cronos.

placeholder 'La adoración de los magos'. Diego Velázquez. 1619. Museo del Prado.
'La adoración de los magos'. Diego Velázquez. 1619. Museo del Prado.

En Cádiz hay una tabla de Luis de Morales con un Ecce Homo iluminado de forma violenta y con un paño azul oxidado sujeto sobre el hombro; con las muñecas ceñidas por una soga de esparto y una vara de bambú como cetro. Se adapta al marco que lo cerca mientras es contemplado, desde fuera, por su madre y San Juan -acompañado de otro Juan que fue quien encargó el retablo-. El aire que es todo negro hace más profunda la sensación de angustia del divino reo, su soledad manifiesta. Lo miran ellos, dolientes, desde las puertas del tríptico y nosotros varados en la sala de un museo, más allá del tiempo -que puede ser de Dios o de los hombres, Cronos o Kairós como recordó en su homilía del domingo el Padre José Luis en los Jerónimos-. Ya no lleva la corona de espinas de su escarnio y de las llagas fluyen hilos de sangre que refuerzan la idea de sufrimiento, su media naturaleza humana. Es de una belleza extrema, patética -en su primera acepción-. La precisión anatómica es innegable, se le pueden contar las costillas, las falanges, sentir el hálito saliendo de su boca entreabierta, tocar los dientes. En el frío de la sala, lejos de su función devocional, lo vi yo mientras lo observaba, al tiempo, un grupo de turistas de oriente acostumbrados a un espejo diferente de lo divino, más benigno y conectado con la Tierra, menos explícito. No podían dejar de mirarlo. Yo tampoco. Por hipnótico, por atrayente a pesar del dolor -o quizá por eso precisamente-.

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