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De Nápoles y los espejos
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Jaime M. de los Santos

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De Nápoles y los espejos

Todo Nápoles parece una escenografía barroca. Sus calles imbricadas y umbrías, sus construcciones empinadas de piedra dorada, sus kilómetros de cuerda de ventana en ventana con todos los ajuares textiles de miles de familias, son puro teatro

Foto: Vista de Nápoles en la 'Tavola Strozzi'. Francesco di Lorenzo Rosselli. 1472. Museo Nazionale di San Martino.
Vista de Nápoles en la 'Tavola Strozzi'. Francesco di Lorenzo Rosselli. 1472. Museo Nazionale di San Martino.

Este año no he quitado el Belén, sigue en el mismo mueble que, normalmente, coloniza desde el ocho de diciembre, día de la Inmaculada Concepción, al dos de febrero, que es cuando se celebra la Candelaria. Al principio por falta de tiempo, luego por costumbre y, ahora, por convicción. Me cuesta imaginarme entrando en mi casa sin -casi- chocarme con las catorce piezas que me he ido trayendo de Nápoles. Todo empezó hace años con la Sagrada Familia y un ángel. Luego con los Reyes Magos de oriente y una cabra. Que sí un pastor, que sí más ángeles y, este año, un espejo de esos de azogue que encontré en un anticuario y que viene a ser un rompimiento de gloria pero en mitad de mi salón. Siempre me han gustado esos espejitos convexos como el que aparece por detrás del Matrimonio Arnolfini -el suyo circundado por escenas de la Pasión y el mío por rayos concéntricos de pan de oro-. Mirarse en uno de estos caprichos era -y es- un ejercicio metamórfico que no debería conducir a nada si no fuera porque te devuelve una imagen que sigue siendo tuya aunque no lo parezca. Cuando Parmigianino lo hace en 1520, es como pretexto para colocar su mano en primer plano y amplificada; la diestra, con la que pintaba. Y es que, su Autorretrato, es una reivindicación del “noble arte de la pintura”, considerada, entonces, simple artesanía; una demostración absoluta de su genio. Ochenta años más tarde, a quien pinta Caravaggio es a Medusa sobre un escudo militar y después de estudiar su rostro en otro de esos espejos con forma de caparazón. Un ejercicio de virtuosismo y soberbia artística que, a pesar de lo escrito, lo que buscaba era trascender la realidad.

placeholder 'Medusa'. Caravaggio. 1597. Galleria Uffizi.
'Medusa'. Caravaggio. 1597. Galleria Uffizi.

Frente al mío, a quien yo he puesto es al último de los ángeles que me traje de san Gregorio Armeno -la calle napolitana donde están todos los talleres de presepi -. Se parece un poco a los que pintaba El Greco -con sus gestos entre lánguidos y angulosos-. Sujeta una filacteria, parece brotar de un sol barroco como los que coronan muchas custodias. Todo Nápoles parece una escenografía barroca construida para montar un Belén -o, al revés-. Sus calles imbricadas y umbrías, sus construcciones empinadas de piedra dorada, sus kilómetros de cuerda de ventana en ventana con todos los ajuares textiles de miles de familias, son puro teatro. Desde el mar al Vesubio, Nápoles es un total accidente, una concatenación de elementos tan desordenados como inmensamente bellos, una acumulación de prodigios a cada cual más sorprendente. Los interiores bien pensados para bienpensantes del resto de ciudades europeas no sólo no han conseguido traspasar el Arco de triunfo -y entrada- que encajó Francesco Laurana en el Castel Nuovo -un retablo de mármol profusamente decorado en lenguaje moderno entre las moles de piedra de las torres de defensa medieval-, sino que, entre las callejas y establecimientos disonantes de la ciudad no tendrían razón de ser. El propio Arco que financió Alfonso V, el magnánimo -rey de Aragón- es, precisamente, la imagen especular de ese acomodo problemático que las formas nuove tienen en el antiguo virreinato español.

placeholder 'Venere degli stracci'. Michelangelo Pistoletto. 2024.
'Venere degli stracci'. Michelangelo Pistoletto. 2024.

Entre el ruido de las motos y algunos blasones ilustres, lo que sigue varado en ese tiempo que en Nápoles pasa de forma distinta -sí es que pasa-, son las barras de zinc arañado, las sillas de plástico apiladas y las paredes empapeladas con el sabor -y olor- de otra era. Las pizzas salen del horno sin casi ingredientes y el pescado se fríe como en el sur de España. Las iglesias conservan la fe trentina y los oriundos hablan rápido y alto. Todo está en suspenso. Adosados a unos muros con falta de remoce pero atravesados por más cables que necesidades humanas, continúan los mismos altares bajo custodia vecinal que hacen que toda la ciudad siga pareciendo un laberinto para peregrinos. Y en muchas ventanas siguen instaladas poleas para subir mudanzas, neveras o cualquier cosa pesada evitando las escaleras. La que sí ha encontrado su lugar en la piazza Municipio, es la Venere degli stracci de Michelangelo Pistoletto. Quizá porque hunde sus manos en un montón de ropa que bien podría ser de la que cuelgan, cada día, para que se seque al sol. Quizá porque a Venus en Italia siempre se le hace un sitio. Quizá porque a todos los que nos hace falta es un poco de amor. Antes, el maestro Povera Jannis Kounellis ya se había impuesto con su Molino de hierro entre casas de vecinos y muchas ganas de mirar al futuro pero desde el pasado, reutilizando y dándole nuevos usos a lo que un día sólo fue una estructura industrial. Lo mismo hace Paolo Sorrentino en su É stata la mano di Dio, mirar hacia atrás. Véanla y no porque retrate la ciudad que además es la suya, o no sólo. Póngansela si quieren entender cómo son los que moran entre las cuestas y los palacios, por detrás de unos portales siempre faltos de pintura, con vistas permanentes al mar mediterráneo.

placeholder 'Fotograma de É stata la mano di Dio'. Paolo Sorrentino. 2021.
'Fotograma de É stata la mano di Dio'. Paolo Sorrentino. 2021.

Este año no he quitado el Belén, sigue en el mismo mueble que, normalmente, coloniza desde el ocho de diciembre, día de la Inmaculada Concepción, al dos de febrero, que es cuando se celebra la Candelaria. Al principio por falta de tiempo, luego por costumbre y, ahora, por convicción. Me cuesta imaginarme entrando en mi casa sin -casi- chocarme con las catorce piezas que me he ido trayendo de Nápoles. Todo empezó hace años con la Sagrada Familia y un ángel. Luego con los Reyes Magos de oriente y una cabra. Que sí un pastor, que sí más ángeles y, este año, un espejo de esos de azogue que encontré en un anticuario y que viene a ser un rompimiento de gloria pero en mitad de mi salón. Siempre me han gustado esos espejitos convexos como el que aparece por detrás del Matrimonio Arnolfini -el suyo circundado por escenas de la Pasión y el mío por rayos concéntricos de pan de oro-. Mirarse en uno de estos caprichos era -y es- un ejercicio metamórfico que no debería conducir a nada si no fuera porque te devuelve una imagen que sigue siendo tuya aunque no lo parezca. Cuando Parmigianino lo hace en 1520, es como pretexto para colocar su mano en primer plano y amplificada; la diestra, con la que pintaba. Y es que, su Autorretrato, es una reivindicación del “noble arte de la pintura”, considerada, entonces, simple artesanía; una demostración absoluta de su genio. Ochenta años más tarde, a quien pinta Caravaggio es a Medusa sobre un escudo militar y después de estudiar su rostro en otro de esos espejos con forma de caparazón. Un ejercicio de virtuosismo y soberbia artística que, a pesar de lo escrito, lo que buscaba era trascender la realidad.

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