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Y se hizo la luz
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Jaime M. de los Santos

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Y se hizo la luz

En cierto modo, la Navidad es eso; la mía. Eso y abrazos, los que quedan —guárdenme todos los demás—

Foto: Árbol de Navidad.
Árbol de Navidad.

En casa de Marisa González, desde que murió su madre, no se colgaba una corona en la puerta. Por cierta nostalgia invertida, por temor a un recuerdo que aún muerde. Han pasado casi seis años y este diciembre sí lo hace; un anillo de pinsapo, ruscus y pino carrasco. Una luna llena verde que es un saludo, una invitación a ser feliz. Por detrás de esa puerta, de hierro gris, hay un salón. Y en el salón una mesa que, como a tantas, se le pondrán faldas de hilo, velas altas, copas altas. Y más sillas. Algunas, por siempre, calladas; aunque estén llenas. En el horno, un redondo crepita. Sobre el fuego cazuelas que bullen, que estallan. Y ocupando una esquina, pero no arrumbado, un árbol con ojos abiertos de plata que transforman a quien mira, que lo abrazan; como en el retrato hedonista de il Parmigianino. En la mía, en mi casa, la corona es de magnolio y la puerta de cuarterones. Acabará oliendo a canela, a clavo, a vino caliente como el que hace poco bebí en Broome street. Y cantará Billie Holiday, igual que siempre. Desde un Homepod blanco que se parece, mucho, al huevo de la 'Pala de Brera'. Llegarán mis sobrinos, mis hermanas; y también Marisa y Fer. Se levantará un monte de abrigos sobre la cama. En una especie de equilibrio acolchado. Con crestas de pelo y de napa.

placeholder Autorretrato. Parmigianino. 1524. Kunsthistorisches Museum de Viena.
Autorretrato. Parmigianino. 1524. Kunsthistorisches Museum de Viena.

En cierto modo, la Navidad es eso; la mía. Eso y abrazos, los que quedan —guárdenme los demás—. Y papel; con forma de díptico firmado, envolviendo cajas —este año con unos lunares enfilados que me recuerdan a Damian Hirst—. Y musgo. Y sopa de almendra. Y castañas. Y unas hojas de 'Solanum mauritanum' que esmalta María Ulecia en Porto. Que crecen sin control en la Rua Bonjardim. Que dicen que son hierbas “malas” y ella transforma en arte. Una suerte de platos brillantes que acabarán conteniendo un bizcocho empapado en azahar, helado de piñones y una rama de menta delgada. El incienso va a ser de París, no de Oriente. Habrá mirra. Y caramelos de violeta, de La Pajarita. Dicen que Ava Gardner, que también nació en Nochebuena, compraba el chocolate en la tienda que tenían en Sol. Frente al reloj de los cuatro cuartos; “cómo el año que fue”. Supongo que de allí iría a Chicote, por una Gran Vía cubierta con guirnaldas de bombillas claras, atadas a los balcones. Con frío en la cara. Con la cara en casi todas las esquinas. En blanco y negro. En 'Primer Plano'.

placeholder 'Pala di Brera'. Piero della Francesca. 1472. Pinacoteca de Brera.
'Pala di Brera'. Piero della Francesca. 1472. Pinacoteca de Brera.

Ser una estrella debe ser terrible; pero en el sentido romántico, el de Rilke; “fuente de lo sublime”. Convertirte en Narciso a tu pesar, un duelo; contigo. Una pugna entre la seguridad que desborda y los miedos que siempre manan —silentes, negros—. Pasearte por la vida entre tus gestos —fijados en lonas, sobre papel satinado—, tiene que resultar lisérgico. Y pienso en Ava y Madrid. En Verónica Forqué. En el poder de mil ojos que se posan, que te siguen, que te escrutan. De unas lenguas sin alma que pueden llegar a matar; aunque no quieran. Escribo y vuelve a mi cabeza afeitada su luz, sus frágiles manos con motas naranjas —por la edad—; mientras repiquetea constante, de fondo, la inmadura voz de quienes, como estrellas, también ellos, reparten vaga ilusión; lo mismo que la libélula de Rubén Darío. “Mil euros”, dicen. Y mil más, insisten. Me levanto, bajo el volumen del televisor. Miro fuera —troncos mochos, caras largas, gargantas cubiertas, bocas encerradas—. Me veo; entre brumas. Con mi bigote de húsar recién peinado. Con un corte en la frente que no dejaba de sangrar. Con una chaqueta larga, vieja, azul. Por detrás de mí, otro árbol, más grande, sin estrella. Este año no. No hay espacio para otra que no sea la suya. La de ella.

placeholder 'Solanum mauritanum'. María Ulecia. 2021.
'Solanum mauritanum'. María Ulecia. 2021.

A Belén, según San Mateo, llegó otra. También de verdad. La que guio a los Magos e “iba delante de ellos”. De pequeño, me empeñaba en colgarla sobre el pesebre de alcornoque que mi padre fabricaba, que plantaba entre serrín. Un ejemplar plano sumergido en purpurina brillante y cola barata —como mis yemas durante dos días. Como mi pijama—. Me daba miedo que no encontraran la senda, que no llegaran a nuestros zapatos ahítos de cajas, de lazos, recién encerados —cada uno los suyos—. Por eso, me aseguraba de que una vela hiciera de faro. Junto al poquito de anís que llenaba tres vasos idénticos; donde mojaba un dedo. Los regalos llegaban, las velas se consumían. Nuestra ilusión no. Luego, no sé cuándo, aprendí que la luz verdadera era ese niño judío al que adoraba hasta un buey. Que la luz es amor. Y atraviesa, colma, cambia, ensancha. Da igual la fuente, cómo la llamen. Siempre es la misma. Y claro que nos mejora. Mucho. Hace unos días, en Williamsburg, en una casa llena de sol, hablaba sobre ello. Sobre la verdad cambiante de una sensación que es única: la de saberse lleno por esa luz. La de querer más. Mucha más.

placeholder Jaime de los Santos con la corona de Marisa González.
Jaime de los Santos con la corona de Marisa González.

En casa de Marisa González, desde que murió su madre, no se colgaba una corona en la puerta. Por cierta nostalgia invertida, por temor a un recuerdo que aún muerde. Han pasado casi seis años y este diciembre sí lo hace; un anillo de pinsapo, ruscus y pino carrasco. Una luna llena verde que es un saludo, una invitación a ser feliz. Por detrás de esa puerta, de hierro gris, hay un salón. Y en el salón una mesa que, como a tantas, se le pondrán faldas de hilo, velas altas, copas altas. Y más sillas. Algunas, por siempre, calladas; aunque estén llenas. En el horno, un redondo crepita. Sobre el fuego cazuelas que bullen, que estallan. Y ocupando una esquina, pero no arrumbado, un árbol con ojos abiertos de plata que transforman a quien mira, que lo abrazan; como en el retrato hedonista de il Parmigianino. En la mía, en mi casa, la corona es de magnolio y la puerta de cuarterones. Acabará oliendo a canela, a clavo, a vino caliente como el que hace poco bebí en Broome street. Y cantará Billie Holiday, igual que siempre. Desde un Homepod blanco que se parece, mucho, al huevo de la 'Pala de Brera'. Llegarán mis sobrinos, mis hermanas; y también Marisa y Fer. Se levantará un monte de abrigos sobre la cama. En una especie de equilibrio acolchado. Con crestas de pelo y de napa.

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