Mala Fama
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¿Y si tiramos a Woody Allen desde un campanario?
Eugenio Fuentes estudia los linchamientos y las cazas de brujas a través de algunas obras literarias en 'La hoguera de los inocentes', un fascinante ensayo de inopinada actualidad
Afirma Eugenio Fuentes que descubrió el término “ordalía” en un libro de Michel Foucault, aunque siempre hay maneras menos exigentes de aprender derecho medieval psicótico. Por ejemplo, leyendo 'El juicio de Dios' (Rey Lear), de Heinrich von Kleist. Incluso viendo el capítulo octavo de la cuarta temporada de 'Juego de Tronos'.
Hoy es fácil definir ordalía o juicio de Dios: imaginen que arrojamos a Woody Allen desde lo alto de un campanario, inmejorablemente en Oviedo. Si Woody Allen muere, es que era culpable del delito del que se le acusaba. Si sobrevive, significa que Dios no pudo dejar morir a un inocente.
Lo mismo podría valernos para James Franco o Kevin Spacey. Dadle a Franco un hierro candente, sumergid a Spacey en agua hirviendo durante veinte minutos. Si salen vivos o intactos de estas pruebas, nunca hicieron daño a nadie.
A lo mejor a alguno de ellos no le importa ya apostarlo todo a una ordalía.
Culpable por el hecho de ser denunciada
Dudo mucho que Eugenio Fuentes haya querido que la lectura de su fantástico ensayo 'La hoguera de los inocentes' (Tusquets) sirva para repensar desde la piedad la lacra de los acosadores sexuales destapada en nuestros días. También albergo dudas de que determinados lectores vayan a entender correctamente las intenciones de este artículo. Aquí venimos a enfrentar la complejidad del mundo, a cuestionarnos sobre todo a nosotros mismos.
Porque resulta cuando menos equívoco encontrar tantas similitudes entre aquellos ritos medievales y el linchamiento mediático y social que se está desatando a partir de movimientos tan necesarios como #MeToo. Escribe Norman Cohn, citado por Fuentes: “Decidieron que cualquier persona que fuese acusada de brujería por más de dos individuos debía ser arrestada, torturada (...) y quemada según la gravedad de la confesión obtenida”. Y añade nuestro autor: “resulta espeluznante: una vez tildada de bruja, no es necesario demostrar que es culpable, es culpable por el hecho de ser denunciada. Bastan dos acusaciones sin pruebas.”
El encarnizamiento con el que tantas personas se manifiestan en las redes sociales contra aquél que ha sido de pronto acusado de abusos suele entenderse como una militancia singularmente apasionada en defensa de las víctimas. Sin duda es así en muchos casos. Sin embargo, a menudo me enfrento a estos discursos desaforados con la sospecha de que su emisor, refugiado en una causa noble, da rienda suelta a una sevicia verbal que, en cualquier otra circunstancia, reflejaría su mala índole y su vileza. O dicho en palabras de Brian P. Levack: “permitía expresar sentimientos hostiles que no podía manifestar por ningún otro medio socialmente aprobado.”
Beccaria
La carga de oprobio que la opinión pública echa a cuestas de los acusados de abusos o acoso es tan apabullante hoy que, siguiendo el libro de Fuentes, “funge como prueba, aunque ningún código legal le conceda esa atribución preceptiva.” Es decir, un James Franco o un David Copperfield son más claramente culpables en la medida en la que todos hablamos de que lo son. Determinada la culpa, llega la condena.
Eugenio Fuentes cita con pertinencia el famoso tratado de Beccaria 'De los delitos y las penas' (1764), donde por primera vez se enunció esta obviedad: “sólo las leyes pueden decretar las penas de los delitos”, pues “el fin de las penas no es atormentar (…) sino impedir al reo causar nuevos daños”.
¿Por qué alguien acusado de un delito, y sobre el que no pesa ni siquiera un proceso judicial, debe perder su trabajo?
Sin embargo, los actores y directores acusados de acoso o abuso han sido condenados por nosotros a dejar el cine, a no participar nunca en otra película, incluso a no salir en la película que ya habían rodado y que aún no se había estrenado. ¿Por qué alguien acusado de un delito, y sobre el que no pesa ni siquiera un proceso judicial, debe perder su trabajo? ¿Qué lógica vincula -poniéndonos en lo peor- que Woody Allen abusara de su hija adoptiva con que no vuelva a dirigir jamás? Es más, ¿bajo qué criterio mágico o inmanente se puede condenar a alguien porque creamos que hizo algo? Yo mismo tiendo a pensar que Cassey Affleck o cualquier otro es culpable en cuanto leo acusaciones en su contra. Pero ¿por qué va a importar lo que yo piense, lo que pienses tú?
Parece inevitable volver a Beccaria y afirmar que el fin de estas penas impuestas por la sociedad no es otro que, efectivamente, atormentar, como si colectivamente nos hubiéramos dado permiso para hacer daño.
Inocentes
“Aniquilado por aquellos ocho meses de torturas comenzaba a pensar que era culpable, si no del crimen, por lo menos de su propia incapacidad para hacer ver la verdad”, extracta Fuentes de 'El lugar de un hombre', de Ramón J. Sender.
En 'La hoguera de los inocentes' se reitera la perversión judicial que late detrás de toda ordalía, linchamiento o caza de brujas: que uno deba demostrar su propia inocencia.
“No hay que demostrar la inocencia, sino la culpabilidad”, escribió Zygmunt Miloszewski en 'La mitad de la verdad', “no hace falta estudiar Derecho para saberlo, es... , yo qué sé, el abecé de la humanidad”
Quizá estamos jugando con fuego. Como escribió a su vez Joseph Roth en 'Tarabas' -citado nuevamente por Eugenio Fuentes en su inagotable ensayo-: “Al principio denunciaba a gente de quien sabía algo; pero luego a otra gente de la que sólo tenía sospechas, y al final a todos los que no me gustaban.”
Afirma Eugenio Fuentes que descubrió el término “ordalía” en un libro de Michel Foucault, aunque siempre hay maneras menos exigentes de aprender derecho medieval psicótico. Por ejemplo, leyendo 'El juicio de Dios' (Rey Lear), de Heinrich von Kleist. Incluso viendo el capítulo octavo de la cuarta temporada de 'Juego de Tronos'.